Atravesé la plaza y avancé por la acera del Gum. Cerca se encontraba el monumento a Minini y Pojarski, cuyo pedestal era la plataforma que había servido antaño de cadalso. Desde allí los muros del Kremlin parecían aun más apacibles. Una voz confusa me decía que el macbethismo o el budismo de un castillo no vienen determinados por el color gris o rojizo de sus muros ni por su forma misteriosa sino por el aspecto de templetes de madera de sus torres. Esa misma voz gemía dentro de mí que, a pesar de su rojiza indiferencia, aquella fortaleza semieuropea semiasiática quizá albergaba ya o albergaría muy pronto un inmenso misterio. El cadalso para las decapitaciones se encontraba todavía allí, a escasa distancia de sus muros, como una Luna separada del horizonte. Me acordé del aviso para que me presentara en la comisaría que me había transmitido tía Katia y después, casi en voz alta, pensé que estaba muy cansado y que debía regresar a la residencia.
Reinaba allí la misma tranquilidad y la misma oscuridad de antes. Mientras subía las escaleras me preguntaba dónde podría quemar aunque sólo fuera una hora más de aquella noche, ¿en la habitación de Anatol Kuznechov o en la del chino Ping? Sentí que no tenía deseos de ir ni a la una ni a la otra, que prefería una habitación vacía. Me alejé lentamente y con paso de fantasma subí a la sexta planta. Recordé el silencio de templo de los corredores de la Casa de Creación de Yalta, los pasos furtivos de Ladonshikov sobre las alfombras y al chófer de Paustovski, Valentin, quien con ojos llorosos a causa del exceso de alcohol nos decía entre hipidos que él, Paustovski, era un hombre de oro, pero qué quieres si le envenena el alma su mujer, esa bruja, más que bruja, que incluso a él, a Valentin, le había emponzoñado la vida y que si conducía aún aquel automóvil era únicamente por fidelidad a él, a Paustovski, que si no fuera por él no habría continuado un día más a su servicio, que prefería conducir camiones transportando cerdos, abono o coches fúnebres, con tal de no verle más la cara a aquella harpía. Pero qué le voy a hacer, proseguía cuando se calmaba un poco, era un regalo que le había hecho a su patrón aquel cerdo pelirrojo, Arbuzov, ese que se dedicaba a escribir dramas y que con sus dramas él, Valentin, no se limpiaría ni… Porque, continuaba explicando, estos escritores se tienen unas envidias terribles unos a otros, y ese Arbuzov, al ver que escribiendo libros no era capaz de aventajar a Kostantin Georgevich, que sus calumnias no le habían causado daño ni había logrado envenenarlo, hacerlo deportar ni inocularle una enfermedad contagiosa, de modo que, al no poder hacerle víctima de ninguna desgracia, terminó por traspasarle a su propia esposa. Habitualmente, llegado a este punto, Valentín miraba en torno para comprobar si quedaba todavía entre su auditorio alguien que desconociera que la mujer actual de Paustovski no era sino la ex mujer de Arbuzov. Le colgó del cuello esa peste, continuaba tras comprobar que todos sabían la verdad, y le arruinó la vida, de lo contrario el presidente de la Unión de Escritores Soviéticos se llamaría ahora Kostantin Georgevich, y no ese cabeza de tambor, Fedine. Y en lugar del Volga azul de Paustovski, él, Valentin conduciría un gran Zim y cobraría trescientos rublos más de sueldo.
No se por qué, a mi pesar, continuaba recordando con todo detalle los monólogos de Valentin. Quise apartar mis pensamientos de ello pero, curiosamente, regresaba sin remisión al mismo punto. Quizá fuera porque había escuchado esos monólogos en pasillos desiertos idénticos a éstos. Puede que debiera marcharme de aquel pasillo para que cesara el murmullo en mi interior. Marcharme, pero ¿a dónde? A mi habitación, no me apetecía. Allí, en una cinta magnetofónica, tenía registrada la voz de Lida. Allí se encontraba ella extendida como en un ataúd largo y mágico, sin cuerpo ni cabello, nada más que su voz. Lo más lejos posible de ese magnetófono, pensé, y de pronto, mientras todo mi ser reclamaba un espacio para escapar, para olvidar, me acordé del ala izquierda del enorme edificio. Esta ala estaba casi siempre vacía y se componía esencialmente de apartamentos de reserva que en períodos determinados se utilizaban para alojar a los pedagogos del Instituto, como hotel de la Unión de Escritores, o como vivienda provisional para aquellos escritores que se separaban de sus mujeres y no tenían adónde ir. El año anterior había vivido allí la actriz Tatiana Samoilova, después de casarse en segundas nupcias con un dramaturgo mediocre, cuyo apartamento se lo había quedado su primera mujer tras la separación. Algunas noches en que había bebido un poco, me gustaba acudir a este ala muerta. Tenía una llave con la que podía abrir uno de los apartamentos vacíos. Era, podría decirse, mi segunda residencia, mi otra vivienda silenciosa y secreta. ¿Quieres venir a mi dacha?, le había dicho una de esas noches movidas a Lida Snieguina, arrastrándola de la mano por los pasillos en penumbra del ala izquierda. Ella había quedado fascinada con aquel apartamento deshabitado en cuyo techo y paredes las lejanas luces de los coches resbalaban como gusanos transparentes.
La soledad se cura con soledad, pensé, mientras buscaba en mis bolsillos la llave. La encontré por fin y emprendí el camino hacia allá. El entarimado de los pasillos continuaba crujiendo levemente detrás de mí incluso cuando ya me había alejado. Encontré la puerta, la abrí y entré. Deslicé la mano por la pared y di con el interruptor de la luz. Eran las mismas paredes revestidas de papel floreado sobre fondo verde, que daban a la estancia la apariencia de un sarcófago. Me dirigí a una de las habitaciones y permanecí unos instantes en pie, con las manos en los bolsillos. Completamente absorto. Al encender la luz de la habitación contigua algo me detuvo en el umbral. Alguien había profanado mi templo. Sorprendido, contemplaba uno de los rincones de la habitación donde había una botella vacía, una lata de conserva y algo más. Di unos pasos y vi junto a la botella un papel de envolver rasgado, que debía de haber contenido algo grasiento. Poco más allá había un montón de papeles. Me agaché y cogí algunas de las hojas. Estaban densamente mecanografiadas. Ninguna otra cosa alrededor. Parecía que el visitante desconocido había acudido allí sin otro propósito que beber vodka y leer aquellas hojas escritas a máquina, que quizá no le habían gustado y las había dejado abandonadas junto con los restos de la cena. Durante un instante tuve el presentimiento de que vendría, abriría bruscamente la puerta y me encontraría allí. Pero los restos de la lata de conserva llevaban tiempo secos. Me arrodillé y cogí el resto del fajo de hojas escritas. Debían de ser doscientas o trescientas. Al primer vistazo comprendí por los guiones de los diálogos que se trataba de una obra literaria. Le faltaba el comienzo, alrededor de la mitad de las páginas y desde luego el título. Comenzaba en la página 304 y se interrumpía en la 514. Por un momento estuve tentado de dejar los papeles en el suelo, pero de forma automática mis ojos se pusieron a leer la primera hoja, allí donde comenzaba el capítulo XXXI. «Zivago, Zivago, continuaba repitiendo Strelnikov en el vagón en que acababan de montar. Un nombre de comerciante o de aristócrata. Un profesor, doctor en Moscú…». Me salté cuarenta o cincuenta páginas y en un punto mis ojos atraparon la frase: «él analizaba y comentaba con idéntica pasión Los endemoniados de Dostoievski y el Manifiesto Comunista y…». Sin duda habría continuado leyendo aquel pasaje, pero se me resbalaron unas cuantas hojas y, mientras me agachaba a recogerlas, perdí la página que leía. Hojeé el manuscrito rápidamente y sólo en la última página leí las líneas donde se interrumpía el relato. «Afuera nevaba. El viento empujaba los copos por todas partes. Caía cada vez más espesos, más pesados, igual que si persiguieran algo sin descanso, y Yuri Andreiev miraba por la ventana como si lo que veía no fuera nieve sino…».
¿Qué será este manuscrito?, me dije. Pensé por un momento que quizá se tratara de una obra olvidada por alguien mientras bebía, pero recordé la frase sobre Dostoievski y el Manifiesto Comunista y se me ocurrió que podía ser un manuscrito prohibido que circulaba de mano en mano. En los últimos tiempos ese sistema se había convertido en algo habitual. Tres meses atrás, pasada ya la medianoche, quizá poco antes de amanecer, Maskiavicius, borracho como una cuba, había llamado, mejor dicho se había derrumbado sobre mi puerta y cuando le abrí, me extendió unas hojas mecanografiadas, murmurando: toma y lee lo que ha escrito ese… ese, bueno, Dante Tvardovski, o según le llaman, Margarita, no, Alexander Alighieri. Sólo pasado un cuarto de hora pude enterarme de que en aquellas hojas estaba impreso a máquina un poema prohibido de Alexander Tvardovski titulado: «Vasili Tiorkin desde el otro mundo…».