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Dejé el fajo de papeles donde lo había encontrado, junto a la botella de vodka, la lata de conserva y el papel de envolver y después de echar una última mirada desde la puerta a aquella entristecedora naturaleza muerta, apagué todas las luces y salí.

No me quedaba otro lugar adónde ir que mi habitación. Estaba cansado y me tendí finalmente en la cama pero, a pesar de mis esfuerzos por dormir, no conseguía llegar más que a la periferia del sueño, unas llanuras grises, incoloras, insonoras, lejos todavía de la particular naturaleza de mis sueños cuando duermo de verdad. En aquel estado de duermevela oía el silbido de los cables del trolebús cuando alguno se acercaba a la parada. Los ciervos parsimoniosos de los cuentos intentaban conducirme al centro de Moscú, pero eran incapaces de avanzar, vagaban extraviados por el aire, los cuernos se les enganchaban en las nubes mientras bajo sus vientres sendas grises, deformes y anónimas, esperaban a que cayéramos sobre ellas.

Tres días después los estudiantes, los aspirantes y los pedagogos de los dos niveles del Instituto Gorki comenzaron a regresar. La gran casa iba cobrando vida. De nuestro curso, el primero que llegó fue Ladonshikov, siempre con su sonrisa estereotipada, satisfecho de su suerte y de la buena marcha de las cosas en la gran Unión Soviética. Su amplio rostro, con cierto tinte rosado en las mejillas, poseía permanentemente una suerte de fervor, de solemnidad de mitin, una especie de nostalgia de los encuentros con los lectores y las viejas heroínas del trabajo socialista, un partidismo sonriente y un oficialismo discreto como el color beige de su gabardina, cortada de acuerdo con el patrón de la vestimenta semioficial. Si se lo observaba con cuidado, sobre todo cuando decía: Vot tak tovarishi, así pues, camaradas, se creería que de acuerdo con el modelo de aquel rostro se habían dado todas las directivas y tal vez tomado parte de las decisiones de la presidencia de la Unión de Escritores Soviéticos a propósito de ciertas características del héroe positivo. La presencia de Ladonshikov incitaba a pensar con fastidio en todo ello. Sólo había un caso en que perdía su sonrisa soviética: cuando se trataba de los judíos. Entonces, de forma brusca, se convertía en otro hombre, sus movimientos se desequilibraban, la proporción entre el optimismo y el pesimismo se quebraba de pronto en su rostro, las frases del tipo vot tak tovarishi eran sustituidas por otras, a veces obscenas, y sin embargo en estas infrecuentes ocasiones, aunque brutal y pestilente por lo que decía, resultaba más humano porque a pesar de despedir olor a establo y a excrementos, se trataba al menos de un olor verdadero. Lo había visto varias veces en ese estado el invierno anterior, en Yalta, mientras vigilaba la ventana de Paustoski. Pero uno de los Shota decía en esas ocasiones: no le tengas miedo a Ladonshikov. Curiosamente, según Shota, en ese estado era incapaz de hacer daño a nadie. Era en su estado habitual, solemne-rosado-sonriente, cuando resultaba peligroso y podía enviarte con toda facilidad a la Butyrka, como había hecho un año antes con dos colegas suyos. Siempre que, al salir del metro en la estación Novoslobodskaia recorría el interminable muro rojizo de la cárcel de Butyrski, recordaba las palabras del georgiano.

Los dos Shota regresaron juntos ese mismo día. Se habían peleado varias veces durante las vacaciones por los cafés de Tbilisi, se habían enviado recíprocamente al diablo (no quiero volver a verte más el pelo); después, sorprendentemente, habían acabado yendo a parar a la misma residencia de reposo, donde habían vuelto a pelearse, increpándose el uno al otro: qué haces pegado a mi sombra, cuándo voy a librarme de ti; se habían marchado después ambos, interrumpiendo sus vacaciones sólo por no verse, hasta que por fin, para mayor sorpresa, entre los centenares de trenes que hacían el trayecto de Georgia a Moscú, habían ido a parar no sólo al mismo tren sino al mismo compartimiento.

Al día siguiente llegaron uno tras otro los bálticos Jeronim Stulpanz y Maskiavicius, los dos bastante achispados, seguidos de las Vírgenes de Bielorrusia (así llamaban a las mujeres de nuestro curso aunque sólo una de ellas procedía de allí). El grupo de Kara-Kum, como se apodaba a los asiáticos, llegó hacia la medianoche, completamente borracho, llevando a rastras a Taburokov, que se había empeñado en meterse en la embajada israelí para decirle al embajador un par de cosas -bastaban un par de cosas- que tranquilizaran su conciencia de escritor, de modo que ese hijo de perra no pudiera decir después que él, Taburokov, no le había advertido a tiempo que hasta la fecha había cambiado tres veces de alfabeto, paff, que a él tanto le daba a fin de cuentas, él se cagaba en el río Jordán por muy sagrado que fuera. Con lo que hemos tenido que pasar nosotros, que hemos asfixiado en la cuna misma a todas las Volgas y Olgas junto con los alfabetos, porque nosotros tenemos a Cirilo y Metodio y la gloriosa arena soviética, y la unidad sin parangón, brrr, tengo frío…

Artashez Pogosian, o La Masa de Decenas de Millones, apodado así porque, cuando se acercaba a alguna mesa en la que había bebida, decía frotándose las manos: ¿No sobrará algo también para nosotros, las masas de decenas de millones? Pogosian, pues, satisfecho de haberse separado de su mujer, llegó junto con los otros causasianos, todos tambaleantes a excepción de Shogenchukov que llegó solo en un tren posterior, un poco demacrado y con una genuina tristeza de ex primer ministro en el rostro.

Ese mismo día llegaron los moldavos, los rusos de Siberia y de Rusia Central, entre ellos Yuri Goncharov, o Yuri Donosçik, denunciante, como le llamaba uno de los Shota; después los judíos, los tártaros y los ucranianos, los únicos que habían viajado en avión. El último de todos, con el rostro ceniciento, fue Kiuzenguesh, que llegó al día siguiente por la tarde. Se encerró como de costumbre en su habitación, de donde sólo salió al cabo de cuarenta y ocho horas. Jeronim Stulpanz, cuya habitación se encontraba junto a la suya, decía que siempre se encerraba al regresar de la tundra, porque no conseguía habituarse a la fragmentación del tiempo en días de veinticuatro horas. Se trata de un problema serio para los escritores de esa tierra, continuaba Stulpanz. Imagínate, pasarte toda la vida con noches y días que duran seis meses y después dividir el tiempo artificialmente en la obra literaria. Kiuzenguesh, por ejemplo, no es capaz de escribir: «Al día siguiente se fue», porque allí, al día siguiente significa medio año después. O cuando un autor de la tundra escribe «cayó la tarde», es tan raro en la vida que suena casi lo mismo que «comenzó el tercer plan quinquenal», o «se inició la guerra». Tienen problemas nuestros camaradas de la tundra, continuaba Stulpanz. Una noche Kiuzenguesh me dijo algo, pero hablaba en voz tan baja que no me enteré de nada. Sin duda se lamentaba de cosas semejantes. La realidad es que la utilización del componente temporal en las obras de los camaradas de la tundra merecería un estudio específico. Hay aquí terreno para una verdadera innovación, aun a costa del peligro de deslizarse al modernismo, como ha hecho, según se dice, ese francés, ese Proust, que ha organizado un verdadero lío con el tiempo. Es preciso estudiar específicamente el realismo socialista en la tundra, ¿o no tengo razón? Stulpanz, tú no sabes lo que dices, le increpaba Nuftula Shakenov, ¿acaso no sabes que en la tundra y en la taiga juntas, en una extensión de tres millones y pico de kilómetros cuadrados no hay más que un escritor, Kiuzenguesh? ¿Es que va a ser necesario crear una teoría literaria para él solo?