Esto nos parecía a todos entristecedor y grandioso a un tiempo. ¡Reinar en solitario sobre un territorio seis veces mayor que Europa! ¡Ser la conciencia gris de la tundra!
Los pasillos de la vieja mansión de dos plantas de Herzen y el jardín rodeado de una verja de hierro con dos puertas, una de las cuales, la principal, daba al bulevar Tverskoi y la otra, la trasera, a la Malaia Bronja, estaban repletos de gente. Difícilmente podría encontrarse en el mundo un espacio tan reducido en que bulleran tantos sueños de gloria inmortal. Solía ocurrir que, mirando de soslayo aquellas cabezas de apariencia normal, algunas hermosas y enérgicas, la mayoría despeinadas y aturdidas, se recibiera la impresión de que ya estuvieran convirtiéndose en bronce o en mármol. La impresión resultaba tan verídica que un estudiante de cuarto año, manco, y Nuftula Shakenov, que tenía la nariz corroída, parecían, sobre todo durante las horas del ocaso y el alcohol, estatuas extraídas sin excesiva precaución de excavaciones arqueológicas.
Eran sobre todo los estudiantes de primero quienes animaban los pasillos. Parecían borrachos, atravesados por la euforia, como si de rayos X se tratara, empalidecidos por un sudor sonriente y perpetuo. Deambulaba entre ellos un muchacho joven, de ojos rasgados y chispeantes, esbelto y de buen porte, llegado de muy lejos, de los montes Altai. Saltaba de corro en corro, se plantaba ante quien le parecía, decía lo que se le ocurría y se iba en busca de otro corrillo. ¿De dónde has sacado esos pantalones?, me dijo al pasar junto a mí. Sus ojos rasgados se abrieron cuanto les permitía su forma, tornándose aun más hermosos. ¡Qué pantalones tan maravillosos!, exclamó. ¿Dónde los has encontrado? Yo le di las explicaciones del caso con frialdad, molesto de que me tuteara siendo más joven que yo. Él se dio cuenta, hizo dos o tres reverencias colocando una mano sobre el pecho y me pidió excusas diciendo que estaba dispuesto a dirigirse a mí en segunda, tercera, incluso en cuarta persona si la hubiera, con tal de que no me ofendiera, pues él procedía de las altas montañas de Altai, donde las personas son más sinceras y más puras que en ninguna otra parte. You, you, you, sonreía repitiendo la única palabra inglesa que sabía, y yo le respondí que lo había dicho precisamente en albanés. Supo entonces que yo era albanés y me prometió muy exaltado que desde aquel mismo instante usaría sólo pantalones albaneses, pues eran al parecer los más elegantes del mundo y que yo tenía que dejarle copiar el modelo. Me confesó entonces atropelladamente que deseaba que todo lo suyo fuera perfecto, que en el plazo de un mes tenía que conocer a la chica más guapa de Moscú, tenía que ser la más guapa y tener una historia de amor con ella. Soy virgen, continuó con apasionamiento, e igual que las Altai, cuyas cumbres son sublimes, yo quiero perder la virginidad con la muchacha más inaccesible de Moscú. Tengo que lograrlo a toda costa, si no, ni yo mismo sé lo que haré. Qué suerte haberte encontrado. Oh, perdón, you, you, you. Empezaré por los pantalones. Un hombre que no tiene los pantalones como es debido no se merece nada bueno en la vida. Lo quiero todo perfecto porque yo vengo de Altai y allí es todo puro, elevado y eterno. No puedo salir con una chica corriente; o con la más bonita o con ninguna. No está mal, le dije en tono medio burlón pero sin malicia, aunque quizá resulte difícil que todo sea, por así decirlo, del nivel de Altai. ¡Ah, jamás conseguirá convencerme!, me interrumpió furioso. Será mejor que usted, que lleva los pantalones más bonitos de esta ciudad, me diga dónde puedo encontrar a la muchacha más bonita de Moscú. Sonreí y abrí la boca para contestarle, divertido, que no encontraría lo que buscaba ni aunque pidiera ayuda a la KGB, pero él, con los ojos clavados en mí como un gato salvaje, parecía esperar en serio que yo pronunciara el nombre, la dirección y hasta el número de teléfono de la Bella Durmiente del Bosque.
CAPITULO III
A mi izquierda, tras el doble cristal de la ventana, la caída silenciosa de la nieve; a mi derecha, en completo contraste con ella, la mancha oscura de la mandíbula de Nuftula Shakenov, moreno y enjuto, inclinado sobre su cuaderno de notas. Una nieve escasa, húmeda, resbalaba sobre el bulevar Tverskoi, sobre los árboles y los bancos solitarios. Los signos que Shakenov trazaba en el cuaderno eran asimismo escasos y deslavazados. El profesor de estética hablaba de los lazos eternos entre la vida y el arte. En ocasiones parecía que la nieve envolviera sus frases, confiriéndoles un algo de errante y triste. Explicaba cómo el arte acompañaba al hombre desde su alumbramiento, momento en que lo recibían con canciones, hasta la muerte, en que lo despedían con música fúnebre. Semiadormilado por el calor de los radiadores observaba a los transeúntes que se dirigían encogidos hacia Tverskoi y me parecía a veces que el arte se encarnaba en aquella nieve fría que perseguía a la gente en dirección a las calle Gorki, Sadovai o Arbat, forzándolas a encoger el cuello, alzar los hombros y llevar pequeñas briznas de hielo en los bordes de los párpados. El arte no se separa del hombre ni siquiera después de la muerte, continuaba el profesor. Por supuesto, después de la muerte, repetía yo maquinalmente; la nieve cae sobre todo después de la muerte, nada hay más cierto. Junto a mí, Nuftula Shakenov continuaba garabateando signos negros, deformes. Una hilera por delante, el griego Anteo le susurraba algo a Jeronim Stulpanz. Junto a ellos, los dos Shota tenían un aire ausente. Por ejemplo, continuaba el profesor, al morir, a ciertos hombres les hacen una escultura encima de la tumba, o más sencillamente, les graban como epitafio unos versos; así pues el arte permanece junto a ellos incluso en el sueño eterno. El profesor se detuvo unos segundos para comprobar el efecto de sus palabras y quizá porque le pareció insuficiente, volvió a insistir en la misma idea. Hace un mes estuve en el Monasterio Novodievichi, prosiguió. Suelo visitar con regularidad ese cementerio. La presencia del otoño se hacía sentir en todas partes. Me detuve ante la tumba de A. P. Kern, en la que están esculpidos los famosos versos de Pushkin: «Recuerdo aquel instante maravilloso en que apareciste ante mí.»
– ¿Y quién es esa A. P. Kern?- preguntó Taburokov. Sorprendido, el profesor se volvió hacia él bruscamente. Sus canas parecían refulgir de cólera. Movió varias veces los labios antes de formular las palabras. Algo le faltaba, quizá la saliva necesaria.
– Usted debe saberlo, Taburokov- dijo por fin. -Cualquier escolar se sabe de memoria ese poema, uno de los más bellos de la poesía universal, como sabe igualmente que está dedicado a una joven y maravillosa mujer con quien Pushkin sostuvo relaciones amorosas.
– ¡Ajá!, mira por dónde- dijo Taburokov.
– Sí, pero a usted no le está permitido ignorarlo- replicó el profesor.
– ¡Bah!- exclamó Taburokov con desprecio- yo no recuerdo el nombre de mi primera mujer y voy a recordar el de una tal Korn o Kern, o como diablos se llame…
– No se lo consiento- dijo el profesor con la voz atiplada por la ira.
El adormecimiento del auditorio, provocado conjuntamente por la blancura de la nieve, el calor de los radiadores y el remoto interés de las tesis de estética, se quebró. La cara redonda, grasienta y calva de Taburokov, con grandes bolsas bajo los ojos, permanecía callada. Stulpanz decía que Taburokov le recordaba a los personajes malvados de las películas chinas. Y así era en verdad. Su cara terrosa, con algún que otro matiz verdoso parecía, de modo particular durante las primeras horas de la mañana, una vasija extraída de unas excavaciones arqueológicas como si por la noche, en vez de sumergirse en el sueño, se hundiera en la tierra.