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Fueron precisos varios minutos para que se restableciera el silencio. Aunque ofendido, el profesor retornó al cementerio de Novodievichi. Yo había estado allí hacía un año y todo era tal como él decía, aunque ahora no recordaba bien si las hojas rojizas sobre el mármol de las tumbas eran de cobre o simplemente hojas muertas del otoño. Entre las tumbas había descubierto la lápida de la mujer de Stalin y grabada sobre ella la frase: «A mi Aliliuieva, J. Stalin».

El profesor continuaba hablando y la tranquilidad se restableció por completo, tal vez porque hablaba de tumbas y probablemente todos pensaron en las suyas propias o en los versos sobre las tumbas de las mujeres que habían conocido, aunque quizá no merecieran ese honor, pues las historias habían sido en la mayoría de los casos banales, fastidiosas y colmadas de desengaños por ambas partes.

El auditorio se encontraba en su primitivo estado de adormecimiento. Pero se trataba de un adormecimiento peculiar, rasgado por una grieta, una suerte de silbido que recorría de parte a parte aquella oquedad. La nieve caía a mi lado, mas su realidad sólo me liberaba durante breves instantes de aquel silbido interior que lo corroía todo. El ojo turbio color olivo de Nuftula Shakenov, con aquella especie de abismo en su interior, se encontraba muy próximo, casi pegado a mi ojo derecho. Faltaba poco para que su ceja pavorosa se adhiriera como una sanguijuela a mi sien. Oh, suspiró alguien a mi espalda. Quizá fuera Shogenchukov, pero no, su cara albergaba un tormento esencialmente sordo, junto a la cabeza amarilla, de cabellos suaves como de acuarela, de Jeronim Stulpanz. Observaba de soslayo el rostro fláccido de Shoguenchukov y se me ocurrió que quizá no fuera el resentimiento por el puesto perdido (tristeza primerministerial, bromeaba Pogozian), lo que había devastado aquella cabeza maciza. Debía de ser alguna otra cosa, relacionada con ese aullido interior que flotaba en torno, royéndolo todo como una barrena. En realidad el nerviosismo se percibía por doquier, pero carecía de gestos y producía temor por su mutismo. Llevaba días vagando por el aire. Yo había comenzado a observar algunos síntomas el viernes, incluso el jueves a mediodía, cuando Abdulahanov dijo en voz alta, al final de la última lección: «Hermanos, çto-to nié to, hay algo que no marcha». Después, toda aquella tarde y la noche del viernes, ellos iban y venían por los pasillos torpemente, llamaban a las puertas que no debían y murmuraban. En cuanto a Taburokov… De pronto se me ocurrió que su pregunta sobre A. P. Kern no había sido casual. Era la segunda vez que ocurría. La primera, en vísperas de una gran borrachera, justo cuando Maskiavicius se hirió al dar con la cabeza en el cristal de la puerta principal y los dos Shota subieron para sacudirse a sus anchas al desván del edificio, encima de la planta séptima, precisamente un día antes de aquella borrachera cuyo eco llegó hasta el comité directivo de la Unión de Escritores de la URSS, Taburokov, en la clase de psicología de la creación, preguntó quién era ese Boris Gudunov, un nombre que escuchaba por primera vez.

Tampoco ahora parecía casual su pregunta. Los síntomas habían sido claros desde el jueves, desde antes incluso, quizá desde el mismo martes. En el aire flotaba cierto tedio, eso que en ruso se define con el término fuerte de khandra, dirección, superioridad.

La clase terminó. Ya en el pasillo, todos se enfundaron en los abrigos y se encasquetaron los gorros, pero nadie salía. Erraban como entre la niebla, como si hubieran extraviado las puertas, clavaban las miradas unos en otros como si esperaran un signo, un mensaje. Por fin, entre la turbación, cual un rayo de luz entre nubes asfixiantes, brillante, delicada, resbaladiza, surgió la palabra ski. Parecía un término cifrado, un símbolo que los envolvió a todos. Mañana… domingo… ski… en Peredielkino… por supuesto… ski… s… k… i… En los ojos de cada uno de ellos brillaba un resplandor loco. Los ojos rasgados y bizcos de Abdulahanov. Los ojos de Maskiavicius. Los cuatro ojos de los Shota, con las miradas entrelazadas. El ojo escrutador, omnipresente, de Yuri Goncharov.

Taburokov y el grupo de Kara-Kum estaban hablando de esquiar. Ah, ahora comprendía la clave. El complot se descubría: se hablaba de esquiar y se sobreentendía el vodka. De modo que mañana en Peredielkino… Los ojos de los conjurados continuaban clavándose unos en otros. Los ojos velados por una pátina helada (el hielo en la tundra hacía tiempo que lo cubría todo) de Kiuzengueshi. Los ojos del griego Anteo.

– ¿Vamos a tomar un café al Praga?- me propuso éste.

El café Praga, en la plaza Arbat, era el único lugar en Moscú donde se servía verdadero café, bien negro. Lo traían en pequeños ibriks de cobre y casi todos los habituales de los círculos literarios y artísticos acudían allí a saborearlo. Nosotros lo hacíamos para desahogar nuestra nostalgia del café balcánico. Emprendimos la marcha a pie por Tverskoi. La fina nieve humedecida dificultaba la respiración.

– Por lo visto, mañana tendremos una gran borrachera.

– Sí, por lo visto.

Anteo y yo solíamos salir juntos. Descalabrados los guerrilleros griegos en Gramoz, él pasó la frontera junto con los demás y permaneció algún tiempo restableciéndose en mi ciudad natal, Gjirokastra. Yo era entonces un escolar y recordaba que, cuando pasaba de noche por el barrio de Hazmurat, donde se hallaba el hospital de la ciudad, me estremecía al escuchar los quejidos de los griegos heridos. Puede que escuchara tus propios lamentos, le decía a veces a Anteo. Él llevaba tiempo establecido en Moscú, dedicándose a la literatura y, como había sido condenado a muerte en rebeldía, no tenía intención de regresar a Grecia.

– Mañana se va a armar una buena- insistió cuando nos sentamos en el café. -¿Te acuerdas de la última vez?

Sacudí la cabeza, como diciendo: «¡Qué más da!»

– Tienen un pesar- dije, -un khandra colectivo, ¿lo has notado?

– También nosotros tenemos un khandra- respondió. -¿O no es así?

No sabía qué decirle. Aunque había iniciado yo el tema, ya no tenía deseos de continuarlo. Tenía confianza en él, nos habíamos confesado el uno al otro una buena porción de cosas consideradas delicadas, sin embargo, no sabía muy bien por qué, últimamente me había vuelto muy parco en ese género de temas.

– Anteo- le dije. -Hace mucho que nos conocemos y sin embargo, fíjate, hasta ahora no se me había ocurrido nunca preguntarte cómo te llamas realmente.

Sonrió, desvió la mirada unos instantes al otro lado de la cristalera del café hacia la multitud que se agitaba ante la boca del metro Arbatskaia y sin mirarme, en un tono apagado, como si hablara de algo muy lejano, dijo su nombre. Después, me miró fijamente y me preguntó:

– No te gusta ¿eh?

Hice un gesto que más o menos quería decir: no es que no me guste, sin embargo… En realidad, comparado con su seudónimo, aquel nombre me pareció insípido, un nombre griego corriente, con las habituales zetas y eses.

– Comprendo que no te guste- dijo quitándose las gafas para limpiarlas. Sus ojos, como los de todos los miopes cuando se quitan las gafas, resultaban igualmente descoloridos, lo mismo que el nombre.

– No eres el primero a quien le causa esa impresión mi nombre- prosiguió. -El seudónimo es otra cosa.

El camarero trajo los pequeños cacillos de cobre y nos sirvió el café en las tazas.

– Si quieres que te diga la verdad, incluso a mí me extraña mi nombre- dijo. -La parte más hermosa de mi vida la he pasado entre seudónimos.

– ¿Has tenido muchos?

El afirmó con la cabeza.