Выбрать главу

– Seis en total. Debía cambiármelo con frecuencia, sobre todo cuando estaba en la clandestinidad.

– Anteo es el último, según parece- dije.

Cabeceó con tristeza.

– Según parece, definitivamente el último.

Siempre mirando a través de los cristales en dirección a la boca del metro, pronunció en voz baja todos sus seudónimos. Casi todos estaban tomados de las tragedias antiguas, y por un instante me pareció que se había servido de ellos como si fueran viejas escamas, duras e impenetrables, para revestir por entero su cuerpo frágil y mortal. Puede que se sintiera protegido por aquellas escamas anacrónicas mientras a su alrededor sonaban toda suerte de tambores y dulces melodías incitándole a sacar la cabeza del interior de su coraza para golpearlo… Había oído decir que así engañaban a los erizos, con música, para hacerles sacar la cabeza de entre las púas.

– El último- repitió, -y el más funesto.

Sabía qué quería decir con aquello. Bajo el seudónimo de Anteo había sido vencido en 1949.

– Tú no sabes lo que significa que un compañero de lucha te escupa a la cara y tú no tengas derecho a limpiarte el escupitajo de la vergüenza- dijo. -Ése es el seudónimo que usaba cuando me sucedió eso. ¿Te lo he contado?

– No- respondí.

– Anteo, levanta los ojos. Vamos, levanta los ojos. Aún resuenan en mis oídos esas palabras.

Apuró una vez más la taza aunque ya no quedaba café. En las comisuras de sus labios quedó un cerco del poso negro.

– Sucedió el día en que atravesamos la frontera albanesa…Vuestra frontera- añadió al cabo de un instante.

– Sí, recuerdo perfectamente la llegada de los primeros camiones de los guerrilleros griegos a Gjirokastra- lo interrumpí sin darle importancia, pues creía que así le quitaba a la conversación cierta dosis de dramatismo, inevitable cuando se trataba de su derrota.

– No se aparta de mi memoria- continuó él, sin escucharme. -Era una garganta entre montañas, caía una lluvia fina y los cascos de vuestros soldados brillaban por la mojadura. Nosotros estábamos derrengados, empapados de barro y de sangre, la mayoría heridos; algunos deliraban y por si todo eso no bastara, él estaba allí, aterrador, colgado de sus muletas y nos insultaba. ¡Oh, cómo nos insultaba! ¡Anteo, levanta los ojos, comediante!

– ¿Quién?- pregunté con calma. -¿Quién era el que os insultaba?

– Ah, espera, ¿no te lo he dicho nunca?

– No.

– Era un compañero, un viejo militante, herido varias veces y operado fuera del país, precisamente allí, en Gjirokastra. La última vez le habían amputado las dos piernas y así mutilado, medio cadáver, había acudido a recibirnos a la frontera, al pie de una roca, pocos metros más allá del lugar donde nosotros, tras penetrar en territorio albanés, arrojábamos las armas. Nos insultaba por habernos dejado vencer. ¡Oh, cómo nos insultaba! Nos llamaba cobardes, desertores, vagabundos, mujeres, payasos de circo. Tenía el pelo y la cara empapados y sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, sólo por la voz se sabía que lloraba. Nosotros caminábamos cabizbajos y sus insultos se nos clavaban en las heridas aunque, sorprendentemente, nadie le replicaba. Los guerrilleros desfilaban en hilera, sin volver la cabeza. A mí me reconoció. Anteo, levanta tus ojos, gritó con aquella voz desencajada, rasgada por el llanto y el desconsuelo. Yo arrojé el arma como los demás y seguí hacia adelante. Mis ojos no veían nada y él me volvió a gritar: ¡Anteo, levanta los ojos, comediante! Allí estaba aquella muleta aterradora, brotada de la tierra, reclamando mi mirada. La alcé por fin y en ese instante me escupió en plena cara. Pasé junto a él, sin limpiarme el salivazo, alejándome de su jadeo, mientras él se debatía como un crucificado entre las dos muletas, bajo aquella lluvia que no olvidaré mientras viva.

Por tercera vez apuró la taza, donde no quedaba ya una sola gota de café.

– Así es como sucedió- dijo, golpeando el tablero de la mesa con el dedo.

– Sí- dije yo, -fueron acontecimientos trascendentales y graves.

– Y ahora me dedico a dar conferencias y coloquios teóricos…, je.

– Ahora las cosas se han suavizado un poco- dije sonriendo. -Lo habrás observado, hay una cierta vergüenza de la vieja épica de la revolución, semejante, no sé cómo decirlo, a la vergüenza que sienten los jóvenes estudiantes cuando sus padres acuden de provincias, con sus largos mantos, a visitarlos al internado.

– Lo entiendo, lo entiendo perfectamente- dijo.

– Es como el asunto de tus seudónimos- continué. -Tú por ejemplo, si volvieras a dedicarte a la actividad clandestina de partido, no creo que volvieras a utilizar seudónimos tomados de las tragedias antiguas, es decir… porque…

– ¿Quieres decir que debería tomarlos de las comedias?- me interrumpió con una sonrisa. -Continúa, continúa ironizando, tengo la piel curtida, aguanto mucho; a fin de cuentas, soy un vencido.

Inesperadamente su voz se quebró en dos o tres instantes y yo grité:

– Contigo no se puede hablar. Llevas una temporada convertido en un sentimental quisquilloso.

En realidad era la primera vez que se ofendía y nunca nos habíamos peleado por nada.

– Es verdad- dijo. -Tengo los nervios alterados. Me irrito con demasiada facilidad. Pero bueno, espero que no me lo tengas en cuenta. Por favor, no me lo tengas en cuenta. Continúa, ¿cómo era el asunto ese de los seudónimos?

– Ya no hablo más de eso- contesté.

El soltó una carcajada.

– Me imagino lo que piensas- dijo. -Seguro que te estás diciendo, ese Anteo, antaño militante, se ha transformado en un pacífico moscovita, en un típico pequeño burgués con su abrigo de buen paño grueso. ¡Je, vaya tipo!

– Caracteres típicos en circunstancias típicas- le devolví la pelota riendo, -tal como dijo Engels, ¿no es así?

– Sí, es verdad, en circunstancias típicas. Hum… en circunstancias típicas- repitió cabeceando. -Sí, sí. Precisamente.

Buscó con los ojos la taza de café, para sorber quizá el último poso, pero el camarero la había retirado.

– Así que seudónimos de las comedias- dijo, como si hablara consigo mismo. -Dímelo sinceramente, ¿eso es lo que piensas de mí?

En realidad, yo lo había dicho en general, no por él en particular. Para ser exacto, ni siquiera había pensado nunca con detenimiento sobre aquella cuestión; puede que simplemente debido a la atmósfera general y a la vida que llevábamos, me había parecido que los viejos nombres, Prometeo, Anteo, etcétera, difícilmente podían encajar con militantes actuales como los que había tenido la oportunidad de conocer en la residencia de los escritores soviéticos. Como mucho les podían cuadrar los nombres de los héroes operísticos o, en todo caso, si es que había que atenerse a la antigüedad, el de Orfeo…

Le expresé esta idea con toda franqueza, subrayando que, sin embargo, no pensaba eso de él, podía creer lo que quisiera y dudar de quien quisiera, pues yo no tenía intención de echar a perder mis pulmones para metérselo en la cabeza, máxime cuando tenía que hacerlo en la fatigosa lengua rusa; de modo que podría creérselo o no, eso era asunto suyo, pero así es como yo pensaba y era preferible que le pusiéramos punto final a aquella conversación.

Era inteligente y comprendió que le hablaba con sinceridad, así que poniendo su mano pálida sobre la mía, me dijo:

– Te creo.

– Es como el asunto de los ministros soviéticos- continué con el mismo impulso que había empezado. -Antes se llamaban comisarios del pueblo, sonaba bonito ¿o no?, después, ignoro por qué, pasaron a llamarse ministros, como en todo el mundo. Intenta ahora volver a convertirlos en comisarios del pueblo, ¡vaya disparate!

– Para llamarles comisarios del pueblo, haría falta que lo fueran- dijo él.

Hice como si no hubiera oído la frase y miré por la ventana hacia afuera. El cine que había junto a la entrada del metro, cambiaba de sesión. Sobre los anuncios de la película había un enorme cartel que anunciaba la apertura de la gran exposición norteamericana en Sokolniki.