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En ocasiones, el domingo me parecía tan aprehensible y concreto que casi diría que tenía relieve, color, hasta creía sentir cómo fluía, cómo se deslizaba bajo nuestros esquís, bajo nuestros pies. Como si en aquella superficie ondulante, blanca hasta el agotamiento, siempre hubiera sido domingo, domingo desde el tiempo de los zares, y aun más atrás, siempre domingo, desde el año 1007 ó 1407. Los lunes, los miércoles, los sábados, hasta los nefastos martes se habían aproximado hasta allí quién sabe cuántas veces, habían merodeado sigilosamente con la esperanza de introducirse de rondón, pero en vano; habían acabado comprobando por sí mismos que no era tan sencillo, así que habían retrocedido en silencio de aquel paraje, donde hacía siglos que imperaba el domingo.

En torno se alzaban las cenicientas islas rusas y sobre ellas un cielo uniforme, acerca del cual yo había escrito algún tiempo atrás un verso endecasílabo: «Cielo informe cual cerebro necio», que traducido al ruso sonaba aun más sombrío: «Bezformiennoié niebo kak mozg tupitsi, ounylydien zalivaiet oulitsi», y por el que me habían criticado sin piedad en el seminario de poesía.

El día se escapaba realmente entre mis piernas. Sobre los esquís atados de las formas más peregrinas, la gente aparecía y desaparecía entre los cúmulos de nieve, iban hacia el círculo de escritores, regresaban de allá con movimientos más desenvueltos, después de haberse bebido un buen vaso sobre la marcha, sin quitarse los esquís.

En realidad, con alguna rara excepción, la mayoría no sabía esquiar, mas ninguno se quitaba las tablas de los pies. Taburokov hasta pretendió entrar con ellos en el lavabo.

Todos parecían ebrios, más que a causa de las copas de vodka, debido a la uniformidad del cielo, a aquella tristeza horizontal de los maderos de las isbas, a la nieve, entre la cual resultaba más fácil reír (Kurganov afirmaba que el hombre sólo puede reír al cien por cien en la nieve) y sobre todo como consecuencia del encadenamiento de los pies sobre los esquís.

El día entero fue un ajetreo sin fin, merodear murmurante, desaparición de las personas de la faz de la Tierra seguida de su reaparición, bajo la apariencia de fantasmas desmañados tras los montículos de nieve.

Con la caída del crepúsculo la ebriedad se acentuó. Aunque no era más que el principio. Era perceptible el acuerdo tácito de que todo sucediera en casa, en Butyrski Kutor.

El sol se ocultó y todos, como una multitud ruidosa cargada de presentimientos, partimos hacia la estación del tren.

El suelo de los vagones estaba cubierto de restos de nieve. Los pasajeros observaban nuestra irrupción con curiosidad desdeñosa. Mujeres de la periferia con grandes garrafas sobre las rodillas. Una pareja de jóvenes con el pelo descolorido y las manos aparatosamente entrelazadas. Sobre el cutis áspero del muchacho se apreciaban las huellas de las cuchilladas de los gamberros. Éste era su más reciente estilo de atacar: se colocaban hojas de afeitar entre los dedos y al menor roce hacían brotar la sangre de los rostros de sus víctimas.

El tren echó a andar. El paisaje familiar iba quedando atrás con rapidez. Ya no tenía la sensación de domingo perpetuo. No, en Peredielkino no había sido jamás domingo, jueves ni nada; allí no había más que día. Un día eterno. El domingo lo habíamos aportado nosotros mismos, como quien lleva un cordero para asarlo en una excursión. Igual que los salvajes habían llevado a Viernes a la isla de Robinson, nosotros habíamos traído nuestro domingo desde Moscú, para destrozarlo sosegadamente entre la nieve, las isbas y el cielo, lejos de las miradas del mundo.

Ahora todo había llegado a su fin, la noche había caído. Las estaciones periféricas desfilaban una tras otra a gran velocidad. Los vapores del alcohol alteraban nuestra percepción de las cosas. Afuera, sobre la nieve, se divisaban aquí y allá personas cubiertas con pellizas, como surgidas de un cuento ruso. En una de las estaciones subió un alegre grupo de jóvenes, entre ellos dos muchachas con el rostro enrojecido por el frío que lo observaban todo como si estuvieran ebrias. Los cuatro ojos de los Shota se clavaron en los de ellas.

– Hum, simpaticucho- dijo una de ellas, sin que pudiera saberse a cuál de los dos Shota se refería.

No había oído nunca añadir a la palabra «simpático» el sufijo «cucho», utilizado por lo general para designar desprecio o fealdad.

A mi espalda escuché la voz de las Masas de Decenas de Millones que le decía a Abdulahanov: «Te has enterado, resulta que Jruchov se ha pasado tres días en la casa de campo de Sholojov». Nc, nc, nc, chasqueaba la lengua de Abdulahanov. Si me lo hubiera dicho cualquier otro no lo habría creído, pero tratándose de ti, tengo que creerlo. Qué dices, le replicaba las Masas de Decenas de Millones, esa noticia la acaba de dar la radio. Hum, la radio, hum, la radio, comentaba Abdulahanov sosteniéndose la cabeza de tal modo entre las manos que se diría que iba a golpear con ella en los cristales del vagón. Hum, la radio. Un poco más allá, Taburokov permanecía en pie, completamente inmóvil, con un hipo espaciado que le hacía volver los ojos repetidamente como si el hipo fuera un insecto que zumbara alrededor de su cabeza. Tres días de visita, continuaba murmurando Las Masas de Decenas de Millones justo detrás de mi oído. El campesino va de visita a casa del campesino… Chitón… mientras el pueblo armenio… no, yo no he dicho nada… es dichoso…

Al desplazarme un poco más allá para dejar de oír el parloteo de Artashez Pogosian, mitad en armenio, mitad en ruso, me encontré junto a Shakenov que le estaba recitando a una de las Vírgenes de Bielorrusia «La marcha de las cajas de ahorro» que acababa de terminar. Tres meses antes había publicado «La marcha de los tribunales soviéticos», a raíz de la cual había recibido numerosas cartas de los lectores. Ahora sólo te falta «La marcha de los presos soviéticos», le decía bromeando Stulpanz, pero tienes tiempo para eso, a saber cómo se ponen las cosas en el futuro…

¡Tres días de visita! ¡Oh, Dios! Es tiempo de campesinos en Rusia… ¡Chitón! Artashez Pogosian se me había vuelto a acercar y ya no me quedaba espacio para huir de él… Los cuchicheos y los murmullos llenaban todo el vagón. Sin duda habían comenzado a abrirse el corazón unos a otros, a confiarse los argumentos de los dramas y novelas que tenían el propósito de escribir o ya estaban escribiendo. Era algo acostumbrado durante las grandes borracheras. De regreso de Yalta, el invierno anterior, a lo largo de todo el trayecto por la húmeda Ucrania, escuché interminables relatos de aquel género, de noche, en el pasillo del vagón, capítulos de novela y actos enteros de piezas teatrales, siempre viscosos y frecuentemente acompañados del olor nauseabundo de los vómitos. Pero el trayecto desde Peredielkino hasta Moscú era corto y no había tiempo para eso.

Los Shota habían intentado en vano trabar conversación con las dos muchachas. Busqué entre los pasajeros al griego, pero en su lugar me topé con el rostro amarillento y de ojos desmesuradamente grandes de la profesora de pintura. Era una conocida iconógrafa y yo me di cuenta de pronto de que, al margen de la palidez y la ausencia de relieve de su cara de icono, aún era joven. Ambos nos movimos el uno hacia el otro y cuando nos encontramos me dijo con voz pausada:

– ¿Y usted, no tiene ningún argumento que contar?

– ¿A quién?- le respondí sorprendido.

– A mí.

Estaba junto a sus ojos como ante una vieja pintura mural con los contornos desvaídos por los estragos del tiempo.

– Pero se trata de un tema macabro- dije. -Mi argumento…