– Naturalmente- me interrumpió. -¿Y qué hay de malo en ello?
Naturalmente no había nada de malo. Hasta pensé que a ella no se le podía contar más que una historia macabra.
– Quizá se lo cuente más tarde, en Moscú, cuando lleguemos.
– Como quiera- dijo ella. -Espero.
Tuve que reprimir un estremecimiento. ¿Qué es lo que esperaba? Volví los ojos hacia el cristal, pero ya no se distinguía nada en el exterior. La oscuridad era absoluta. Unas enormes tinieblas con un movimiento ciego en su interior. Eran cerca de las seis y pensé que no conseguiría llegar a tiempo a la cita con Lida en el metro Novoslobodskaia pero, curiosamente, la idea no me causó la menor inquietud. Si tú supieras, Lida, pensé con tranquilidad. ¿Y qué?, me interrogué a mí mismo después. ¿Qué es lo que debería saber Lida? Nada, me dije. Un vagón de tren de cercanías, sobre cuyo suelo aún crujía la nieve a medio derretir, junto con los argumentos de narraciones y de dramas que jamás se representarían en teatro alguno.
Llegamos a Moscú hacia las siete. La irrupción de nuestro grupo en la residencia del Instituto fue ruidosa, la mayoría iba dando traspiés y exhibiendo una sonrisa inocente alternada de frecuentes eructos.
– ¡Vaya, ya han llegado los palomitos!- exclamaba tía Katia desde la conserjería.
Entretanto, los que se habían quedado en el edificio salieron a puertas y pasillos para recibir a los recién llegados. El aspecto de unos y otros era casi el mismo. El gran edificio se llenó de chirridos, fragmentos de canciones, olor a vodka y estrépito de puertas de los WC. Yo deambulé un buen rato por los pasillos de diferentes plantas, hasta que en un rincón casi a oscuras, muy negro y con su disco de números blancos como dientes de tiburón, me salió al paso un teléfono. Seguramente Lida se había vuelto ya a casa ofendida y furibunda. Eché una moneda de quince kopecs en la ranura del aparato y marqué el número. ¡Halo!, dijo ella. Estaba en efecto ofendida, pero tranquila. Intenté convencerla de que yo no tenía ninguna culpa, pero ella, fría y desdeñosa, parecía estar impaciente por colgar el auricular. Le rogué que volviera a acudir a la boca del metro, pero no aceptó. Casi había perdido la esperanza de verla aquella tarde y esto se me antojaba el mayor de los desastres.
– Lida- le dije con voz ronca, -tengo una enorme necesidad de ti hoy. Si supieras…
– ¿Qué?- preguntó. -Su voz, hasta entonces porosa, como rodeada de aura de resentimiento, se aclaró de pronto, se liberó, se aisló en la inmensa y sosegada extensión de la medianoche, donde se diría que se oía el entrechocar de las estrellas.
– ¿Qué?- repitió.
– Decía que si supieras qué horroroso es esto hoy y,,,
Entre ella y yo volvió a restablecerse aquel vacío de medianoche. Después dijo:
– ¿Te sientes solo?
– Sí, sí.
– Bien, entonces- dijo, -salgo ahora hacia el metro. Espérame donde siempre.
Corrí a la parada del trolebús y veinte minutos después estaba en la boca de metro. Las escaleras mecánicas vomitaban un flujo incesante de gente. Primero aparecían sus cabezas, asombrosamente inmóviles, después los pechos y por último las piernas. Me encontraba en un estado de gran confusión. Allí estaban por fin sus cabellos dorados con aquel fulgor eléctrico sobre ellos. Allí estaba su cuello erguido, cuyo recuerdo me provocaba siempre un amago de dolor. La idea de perder a Lida se encarnaba invariablemente para mí en aquel erguimiento de su cuello, junto a otro cuello.
– Bueno, aquí estoy- dijo sin una sonrisa.
– Gracias- respondí.
Caminamos un rato juntos entre la marea de transeúntes.
– ¿Has bebido?- me preguntó.
– No… bueno, muy poco- murmuré. -Ya sabes que no me gusta beber.
– Pero allí, en vuestra residencia, ¿es verdaderamente tan horrible como decías?
Hablaba sin mirarme.
– Sí, sí. Aquello es el infierno.
Ella movió los hombros.
– ¿Querrías verlo?- le pregunté.
– No sé…
Un sentimiento inexplicable me empujaba a llevarla allí.
Caminábamos junto a la lúgubre silueta de la cárcel de Butyrski, cuando dijo:
– ¡Mira, un taxi libre!
Montamos en él y, sin pensar demasiado lo que hacía, le di al conductor la dirección de la residencia. Las luces del edificio refulgían desde lejos. Un grupo gozoso flotaba en torno a la conserjería, estaban todos como una cuba. Tía Katia misma parecía risueña. En semejantes noches de desenfreno los residentes borrachos hacían regalos generosos. Estaba riéndose a carcajadas con Taburokov cuando me vio e inmediatamente frunció el ceño. Sus pequeños ojos de párpados enrojecidos se clavaron sobre Lida.
– La documentación, muchacha- dijo.
Lida se turbó. Miró su bolso, después a mí. Yo no sabía qué decirle.
– ¿No llevas alguna clase de documento?- le dije en voz baja. -Es una simple formalidad.
En realidad aquella bruja no le pedía la documentación a ninguna de las chicas que acudían a decenas con sus amigos. Había empezado a hacerlo únicamente conmigo en las últimas semanas. Se trataba sin duda de la historia de la verificación de mis documentos en la comisaría.
Con dedos nerviosos, Lida abrió el bolso y sacó una especie de carnet.
– Ah- murmuró tía Katia examinándolo, -el carnet del Komsomol. Hum.
Bruja, dije para mí. Baba jaga
.-¿Y por qué les pides la documentación a sus amigos?- intervino Kurganov en mi defensa. -Eso no lo haces con nadie.
– Tú calla- dijo Tía Katia, -eso es cosa de la naçalstvo, de la superioridad.
Lida estaba desolada.
– Sí, ¿por qué le pide la documentación únicamente a tus amigos?- me preguntó mientras esperábamos el ascensor.
Me encogí de hombros.
– ¿Eres una persona sospechosa para ellos?- continuó.
No sabía qué decirle, de modo que volví a encogerme de hombros.
– Soy extranjero.
Ella alzó la cabeza un segundo, me miró y volvió a bajar los ojos. Pero en aquella breve mirada creí atrapar un gesto de compasión. Era una compasión generosa, iluminada por una luz lateral. Qué difícil es subir en ascensores extranjeros…
Subíamos. Tras la verja de hierro, en cuyo interior se deslizaba la cabina del ascensor, se distinguían fugazmente los pasillos de las distintas plantas, números, rostros o nucas de personas. Intenté explicarle algo acerca de la residencia y sus moradores. Primer piso: aquí se alojan los estudiantes de los primeros cursos, los que no han cometido aún más que unos pocos pecados literarios. Segunda planta: los críticos literarios, los dramaturgos conformistas, los abrillantadores de la vida. Planta… círculo tercero: los esquemáticos, los aduladores, los eslavófilos. Círculo cuarto: las mujeres, los liberales, los desencantados del socialismo. Círculo quinto: los calumniadores, los delatores. Círculo sexto: los desnacionalizados, los que han abandonado sus lenguas y escriben en ruso…
El ascensor se detuvo precisamente en la sexta planta. Al abrir la puerta, casi me estrello con Stulpanz quien, sin motivo preciso en apariencia, permanecía allí de pie con gesto atolondrado.
– Los desnacionalizados- dijo ella. -De modo que tú también has abandonado tu lengua…
– No- le dije. -Yo soy extranjero.
Stulpanz clavaba sus ojos diáfanos en Lida.
– Mira, tampoco este letón la ha abandonado aún- le susurré al oído. -Pero está en proceso.
– ¡Qué maravilla!- exclamó Stulpanz por Lida, sin dejar de mirarla.
Era una persona seria que no solía comportarse de aquel modo, pero aquella noche, sin duda a causa de la bebida, no era capaz de controlarse.
En el pasillo imperaba una animación extraña. Algo retrocedía sin cesar pegado a las paredes, junto a las puertas. Me pareció ver a una parte del grupo de Kara-Kum, que se desplegaba hacia algún lugar, en las proximidades de mi habitación. Cuando Lida y yo nos acercamos ya no se encontraban allí. Sólo vimos a los dos Shota que salían de la escalera de servicio maldiciéndose mutuamente; el uno alto, mofletudo, de mejillas sonrosadas que la cólera inflamaba todavía más, el otro bajito, de aspecto taimado, semejaba todo él una madeja de lana, con el cabello ensortijado donde parecían haber anidado el encono y la maldad para rizarlo y encresparlo como el de un erizo.