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Lida me cogió del brazo, apretándose temerosa contra mí.

Tras una puerta se escuchaba una triste canción asiática. Más allá se percibían jirones de palabras en una lengua jamás oída.

– ¡Vámonos!- me apremió Lida en voz baja. -¿Por qué me has traído aquí?

– Ahora mismo- le respondí. -Vamos a bajar a la planta cuarta. Quizá haya comenzado la apertura de los corazones.

– ¿Qué es eso?

– El vómito de los argumentos- dije. -Así se le llama. En noches como ésta se cuentan unos a otros los temas de las obras que no se escribieron jamás. Algunos vomitan en el curso del relato, de ahí el nombre.

– ¡Qué cosas tan espantosas me cuentas!

– Bajemos- murmuré, -vas a verlo tú misma.

Al descender, vimos a Yuri Goncharov que subía.

– Éste es un donosçik- le dije a Lida.

– ¿De la quinta planta?

– Sí. Qué buena memoria tienes.

Ella se apretó aun más contra mi brazo.

En la cuarta planta había comenzado en efecto la apertura de los corazones. De dos en dos, rara vez en grupos de tres, se deslizaban lentamente junto a las puertas, sobre todo en las zonas de penumbra, y murmuraban sin cesar. Los vómitos aún eran escasos, pero los rostros lívidos daban prueba de que no tardarían en intensificarse.

– Jamás escribirán nada de lo que cuentan hoy- le expliqué a Lida. -Escriben otras cosas, con frecuencia completamente opuestas.

– Por eso no me gustan- dijo ella. -Menos mal que tú no eres escritor- añadió poco después. -No hagas crujir los dedos, por favor.

Desconcertado, saqué el pañuelo y escupí en él.

– ¿Por qué vives aquí?- me preguntó. -¿No podrías encontrar otro alojamiento?

Me encogí de hombros. Ladonshikov es una basura, nos dijo alguien que permanecía apoyado en el quicio de su propia puerta. En las profundidades del pasillo, hacia la zona de las chicas, se oía música.

Repentinamente se estremeció de repulsión. Ante nuestros pies, sobre el entarimado, había una pequeña mancha que parecía un vómito, o quizá lo fuera en realidad.

– Parece vómito de dramaturgo- dije.

– Basta, por favor. Vámonos de aquí.

Subíamos otra vez las escaleras. Ante nosotros pasó Maskiavicius con la nariz ensangrentada. Quise saludarlo, pero Lida me tiró de la manga.

– ¿Qué te pasa?- le pregunté.

Aspiró profundamente.

– ¿Qué es lo que te ocurre hoy?- dijo. -Te encuentro brutal.

La verdad es que estaba muy nervioso. No comprendía el motivo, pero sentía un deseo irrefrenable de hacer, mejor dicho de deshacer cualquier cosa. Tenía la impresión de que algo se había desencajado en mis rodillas, en mis codos y en torno a mis mandíbulas. Sentía amargor en la boca.

– ¿Qué haces?- dijo ella en tono de queja. -Me haces daño en el brazo.

Me volví bruscamente y le lancé una mirada casi de odio. He aquí por qué no lograba controlarme aquella tarde. La causa de mi nerviosismo era ella. Era toda su figura, su rostro orlado por aquellos cabellos como protuberancias solares, su pureza, su corrección, su cuello blanco que desafiaba como un obelisco a todo lo que la rodeaba, incluyéndome a mí mismo. ¡De modo que eras tú!, me dije, presa de una suerte de locura. ¡Bien, pues ahora te vas a enterar! Un deseo incontenible de ofenderla se me arrugó en el pecho como un nudo.

– ¿Qué te pasa?- repitió suavizando la voz. Sus ojos eran compasivos, como velados por un vaho azulado. -¿Qué tienes?- insistió.

Ahora te enterarás, mi pequeña bruja, dije para mí. Estábamos en la planta sexta y yo me apoyé de espaldas en la red metálica del ascensor. Comprendió que me disponía a decir algo importante y con la boca medio abierta, con huellas de sufrimiento en las mejillas, esperaba.

– Escúchame- le dije en voz tan baja que apenas pasaba a través de mis dientes y, mirando alrededor como si le estuviera confiando un terrible secreto, le susurré medio en albanés medio en ruso algo que ni yo mismo comprendí.

Me miró con sosiego; después, poniéndome una mano sobre el hombro, acercó su cabeza a la mía pretendiendo descubrir algo que se encontrara en el fondo de mis ojos, algo imperceptible en el interior de mi cráneo. A continuación, como si me dijera: ya estás desenmascarado ante mis ojos, tú eres un asesino, un miembro de la mafia, del sionismo mundial, del Ku Klux Klan, pronunció en voz baja y ronca:

– Tú también eres escritor.

Estuve a punto de echarme a reír.

– Sí- le respondí. -Soy escritor y desgraciadamente no estoy muerto.

Durante un rato permanecimos ambos con las miradas entrelazadas.

– Había empezado a sospecharlo- suspiró con voz casi sofocada.

Sentí de pronto que el efecto de mi asentimiento no era tan destructivo como yo esperaba, de modo que me apresuré a desbaratarlo todo. Le dije que también yo, si no se marchaba cuanto antes de allí, vomitaría igual que los demás y no en el pasillo sino desde las ventanas, directamente sobre las cabezas de los transeúntes, sobre los taxis, desde la planta sexta, desde las torres del Kremlim, desde, desde…

Con los ojos desorbitados, ella se había llevado una mano a la boca mientras con la otra apretaba el botón del ascensor. La cabina débilmente iluminada llegó por fin y sólo cuando abrió la puerta y penetró en su interior, comprendí que se iba. Quise abrir la portezuela, pero la cabina ya había comenzado a descender. Entonces, con la pretensión de adelantar al ascensor, comencé a bajar las escaleras alrededor de la red metálica, en el interior de la cual Lida bajaba y bajaba sin cesar. Yo, lo mismo que muchos otros antes de mí, estaba envolviendo el vacío de aquella columna monumental, me enroscaba como un ornamento clásico, estilo dórico, jónico, corintio, en torno a la columna del emperador Trajano, con los bajorrelieves de escenas guerreras, los escudos, la sangre, los caballos, cuyos cascos me aplastaban la cabeza.

Al llegar abajo, la puerta del ascensor estaba abierta y la cabina vacía. Lida se había ido. En el pasillo estaba Stulpanz.

– He visto a tu amiga- me dijo. -¿Por qué la has dejado marchar tan pronto?

Balbuceé algo incomprensible.

– Qué maravilla de muchacha, y qué necio eres tú por no saberla apreciar.

– Ya que te gusta tanto, quédatela- le respondí.

A Stulpanz se le desorbitaron los ojos.

¿De dónde procedía aquella euforia, aquella especie de regocijo vengativo? Ah, sí; al decirle a Stulpanz: "Quédatela", experimentaba la turbia ilusión de que la ofendía a distancia, la vendía, la trataba como esclava de un harén. Sabía de sobra que no era ni mucho menos así, que no tenía ningún poder sobre ella, pero la seguridad con que le dije aquello a Stulpanz me proporcionó en cierto modo ese sentimiento.

– Quédatela!- le repetí. -Lo digo en serio. Te la regalo.

– Espera- reaccionó él, -espera, explícame un poco…

– No hay espera que valga- le dije. -Te la regalo y punto.

Era un comportamiento absurdo pero, curiosamente, me sentía aliviado.

– Pero ella…- dudaba Stulpanz, -cómo puede…

– Toma su teléfono- dije sacando un pedazo de papel del bolsillo, -telefonéale alguna tarde y dile que me he ido, o que estoy loco, o… espera, dile mejor que he muerto. ¿Me entiendes? Dile que me he matado en una catástrofe aérea.

Como un relámpago atravesó mi cerebro la idea de que, creyéndome muerto, ella pensaría en mí con ternura, quizá hasta me quisiera, y sentí de pronto que algo se aflojaba en la parte baja de mi pecho.