Stulpanz me miraba confuso.
– No- dijo por fin, -no me gustan estas cosas- y me tendió el pedazo de papel con el número de teléfono.
– Qué bruto eres- le dije. -Yo ya la he perdido definitivamente. Es preferible que te la quedes tú antes que un esquimal, o un judío del Uzbekistán.
Le volví la espalda y comencé a subir las escaleras. En una de las primeras plantas había baile. Mis últimas palabras habían sido completamente sinceras. Las siluetas danzantes se prensaban detrás de una puerta de cristal. De vez en cuando pensaba en Lida, que se alejaba sola en aquel instante a través de Moscú. Afuera es de noche, hace frío y las calles están llenas de tártaros, pensé mientras rebasaba la planta de los eslavófilos. Ahora te dedicas a componer baladas, me dije poco después. En la cuarta planta me mezclé con los desengañados que caminaban murmurando, por parejas o de uno en uno, a lo largo del pasillo. Quizá por la débil iluminación, o por la estrechez del pasillo me parecían más altos que en las salas del Instituto. Tal vez que la gente desengañada te parezca siempre más alta de lo que es, pensé. Retazos de argumentos expresados en voz alta o en susurros llegaban hasta mis oídos, unas veces por la derecha, otras por la izquierda. Aparecían en ellos secretarios que robaban los lechones del Koljoz, ministros impostores, generales palurdos y deformes, miembros del Presidium, del Buró Político, que creían en Dios, se espiaban unos a otros y ocultaban una parte de sus ingresos bajo tierra, en las isbas, en previsión de los días de penuria. Ciertas novelas describían las dachas lujosas de los altos funcionarios, las francachelas, las propinas que recibían y los bailes de sus hijos desnudos. Otras mencionaban ciertas revueltas, si no verdaderas insurrecciones en regiones diversas del país, hablaban de sordas masacres, de proliferación de las sectas religiosas, de deportaciones, cárceles y crímenes, de monstruosas diferencias de salario entre los obreros «dueños del país» y los cuadros superiores del partido y del Estado, «servidores del pueblo». Cien contra uno, así se titula mi drama, decía alguien cerca de mí. ¿Tú crees que yo cuento cómo combate un soviético contra cien soldados alemanes, un revolucionario contra cien zaristas o un norcoreano contra cien americanos? No querido palomito, no hay nada de eso en mi drama. Cien contra uno. Significa que el sueldo de un personaje es cien veces superior al del otro y lo más asombroso es que los dos son personajes positivos. Ja, ja, ja, ja, ja, estallaba el otro en carcajadas. Sí, sí, así es como acaba la obra, con una carcajada, continuaba el primero. Ja, ja, ja, empieza a reírse el personaje del sueldo pequeño. Entonces todo el escenario se echa a reír, ja, ja, ja, y la risa se transmite a la sala, y de la sala afuera, a la ciudad invernal. Tras lo cual Piotr Ivanov se irá a pasar una temporada a la prisioncita de Butyrski. Ja, ja, ja, decía el que escuchaba.
«Yuri Goncharov», dijo alguien con voz ahogada y al instante todas aquellas novelas, dramas y poemas experimentaban metamorfosis aterradoras: el secretario del partido, alto y de anchas espaldas, le cedía su propia chaqueta al camarada que tenía frío; el delegado del comité del Partido, a quien en el primer acto de la primera versión se veía destilando vodka clandestinamente, olvidaba ahora recoger el sueldo, pues estaba pendiente de la revolución mundial; las insurrecciones se transformaron en festivales de koljosianos aficionados al arte, las masacres en ceremonias de distribución de premios, los jóvenes que danzaban desnudos en las dachas en voluntarios para roturar nuevas tierras. Y justo después comenzaron los vómitos.
Me di media vuelta y me adentré como un ciego en la otra zona del pasillo donde se alojaban las mujeres. Tenía mal sabor de boca. Ante una puerta me pareció ver a las Vírgenes de Bielorrusia y un poco más allá, con el desprecio dibujado en su rostro lerdo, con un cigarrillo Kazbek en los labios, su oponente, la Bella Ahmadulina, la mujer de Evtuchenko. Estaba en el cuarto curso y siempre que me la encontraba en las escaleras, rebosante de salud y con su blancura de leche en la piel a pesar de su origen tártaro, pensaba involuntariamente en el esfuerzo que aquella mujer -en quien la maternidad potencial emanaba de todo su ser excepto de sus versos, donde jamás se mencionaba- tendría que hacer para ir a la última moda.
– Bon aksham, Bella- le dije entre dientes.
– Aksham- respondió ella, sin quitarse el cigarrillo de los labios.
Se ignoraba quién había inventado los últimos meses aquel «buenas tardes» medio francés medio turco, el caso es que había sido adoptado prácticamente por todos. Aksham, me repetí sin apartar la mirada de la cara blanquecina de Bella, donde la tristeza se expandía en círculos concéntricos. Esa misma tristeza aparecía después en las elipses de cosmético en torno a sus ojos para extenderse y adquirir las dimensiones del Sáhara con los polvos de destellos lunares en su cuello. Aksham, pensé, ¡qué majestuosa palabra! Esta noche es justo aksham. No es ni evening, soir ni mucho menos veçer sino aksham. Aksham sobre las heladas estepas rusas, sobre los teléfonos de los vigilantes, sobre las ciudades, los koljoses, las memorias de la guerra civil, la nieve, los cañones y los soviets de las dieciséis repúblicas. Aksham sobre el Estado más extenso del mundo.
Y he aquí que apareció la profesora de pintura. Se encontraba al fondo del pasillo, casi fundida con la pared y no apartaba sus ojos de mí.
– Espero- dijo en voz muy baja el icono.
Me detuve, con la mirada sobre mis rodillas.
– Me prometió usted un argumento- continuó la voz de la pared, -un argumento macabro.
Finalmente di un paso hacia ella. Su cara estaba muy cerca de la mía, pálida, con un tenue enrojecimiento enfermizo en ambas mejillas. Macabro, repetí como si hubiera escuchado mi propia sentencia. Me aproximé aun más a su cara y suavemente, sin poner las manos sobre sus hombros inmóviles, posé mis labios en los suyos. Con el mismo gesto cuidadoso retiré la cabeza, como si temiera que la pintura mural fuera a derrumbarse atrapándome bajo sus escombros. Retrocedí unos pasos, a continuación me volví y me alejé rápidamente, casi con pánico, hacia el otro extremo del pasillo. Eh, chino, decía alguien con el rostro pegado al ojo de la cerradura de la puerta de Ping. Eh, «que se abran cien flores», o cien espinas, o quienquiera que seas tú ahí, abre un momento la puerta, quiero decirte algo. En el interior de la habitación el silencio era absoluto. Ladonshikov es una basura, volví a escuchar una voz desde un rincón, pero no volví la cabeza. Eché a correr por las escaleras y llegué casi sin aliento a la sexta planta. La primera persona con quien me topé fue Taburokov. Según venía hacia mí, me pareció una visión azulada, con aquel escaso mechón de cabellos negros sobre el cráneo redondo, que el sudor hacía parecer volutas de humo encima de la llama azul de un hornillo de gas. "Nkell gox avahl uhr", me dijo en tono amenazante, pero yo me zafé y seguí adelante. Un mongol se ha tirado desde el quinto piso, decía alguien. Llamad a urgencias, al hospital.
En el pasillo en penumbra había una sorda actividad. Los desnacionalizados iban y venían en medio de un barullo sosegado, cargado de querellas sofocadas. A veces se escuchaba un ruido también sordo, bum, bum. Era sin duda Abdulahanov quien, como de costumbre, hacia la tercera hora de la borrachera comenzaba a darse golpes con la cabeza en la pared de su habitación. "Hran Xingeth frull ckell firau hie", oí murmurar frente a mí. Era el grupo de Kara-Kum, que se movía hecho un ovillo al fondo del pasillo. Hablaban en sus lenguas medio muertas y las palabras silbaban como una tormenta de arena, abrasadas por el sol implacable del desierto. "Auhr, auhr, nkr, ub". Quise marcharme, salvarme de aquella polvareda que parecía crujirme ya entre los dientes, que me cubría con su anonimato. Caí, queridos camaradas, caí. "Krauhl ah rk meit". Más allá del puente de La Meca. A la derecha, por fortuna, se encontraba el oscuro pasillo que conducía a los apartamentos vacíos y me interné por allí. Caminaba por él completamente aturdido cuando sentí algo semejante a un murmullo de canas y de agua. Me pareció que mis pies se enterraban en el barro, que me hundía, que era poco a poco absorbido por el cenegal de la tundra. Junto a mí, ignoro de dónde, había aparecido Kiuzengueshi. "Bon aksham", le dije en voz baja. "Junalla hanelle avuksi", contestó él. No había oído nunca su voz. Mientras él continuaba hablando, yo me esforzaba por encontrar el modo de aferrarme a la pared, para no ser absorbido. El, que siempre había sido tranquilo y ensimismado, hablaba ahora con brutalidad aunque nunca en voz alta. Su cólera se veía más que se oía. Se adivinaba sobre sus dientes torcidos, entre los que escapaban palabras fúnebres como manchas blancas. Aquellos dientes parecían losas de tumba, medio hundidas en un cenegal. Le di la espalda y me encontré de nuevo en el pasillo de la sexta, donde los desnacionalizados estaban ahora mezclados los unos con los otros, hablando todos en sus lenguas desaparecidas o a punto de extinguirse. Era un delirio aterrador. Desfigurados por el alcohol, sudorosos, enlodados, con churretones resecos de lágrimas bajo los ojos enrojecidos, hablaban con voz desgarrada en lenguas que habían abandonado; se golpeaban el pecho, sollozaban, juraban que no las abandonarían, que las hablaban en sueños, se culpaban de su bajeza por haberlas dejado allá a merced de la montaña o el desierto, a ellas, sus madres, a cambio de aquella madrastra, el ruso.