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Estaba completamente desconcertado. Jamás hubiera imaginado que llegaría a ser testigo en toda mi vida de un remordimiento de conciencia de tales proporciones. "Meilla ubr", dije, ni yo mismo sé por qué.

Ellos continuaban hablando. En medio de aquel caos de palabras de lenguas muertas o enfermas, flotaban frases en ruso, emergían aquí y allá como pequeños islotes perdidos en el mar oscuro de su conciencia colectiva. Mi lengua se me aparece convertida en fantasma, gritaba sin cesar uno, como si despertara aterrado de una pesadilla. Mi cuerpo se estremeció. ¿Cómo sería el fantasma de una lengua? Frullxhek frullxhek hain. Ikunlukut uha olalla. Déjame en paz. Ah, onc kllxg buhu. Meit aman, meit aman, sin caballo ni deseo de buen viaje. Este otoño tuuli lakamata. ¡Oh, estrella, jullduz et, hakr bil, lengua querida!

No puedes decir que lo he hecho yo, de modo que no sacudas contra mí tus… sufijos ensangrentados…

Basta, me dije. Me tapé los oídos con las manos y, caminando así me abrí camino a duras penas entre ellos, hasta llegar a mi habitación. Me eché de bruces sobre la cama, sin apartar las manos de los oídos. ¿Qué país es éste y por qué estoy yo aquí?, me pregunté. No era capaz de continuar pensando. Tenía deseos de llorar y no podía. En dos o tres ocasiones una especie de sollozo me estremeció los hombros, pero era un sollozo estéril.

CAPITULO IV

"Doctor… doctor…; ayúdeme… estoy muy mal…; ¡ah!… doctor Zivago… doctor Zivago… miserable…"

Qué ocurre, me dije entre sueños acurrucándome un instante más bajo el cobertor. ¿Quién llama al médico de ese modo y cómo ha podido entrar en mi habitación? Tenía la mente turbia después de la noche pasada y me era imposible comprender nada. Alguien se encontraba mal, sin duda por la borrachera de la víspera, quizá Stulpanz, puede que alguno del grupo de Kara-Kum, y reclamaba el auxilio del médico. Que se vaya al diablo, me dije; yo no soy médico ni hay razón para que me llamen por el ojo de la cerradura. Me tapé los oídos con el extremo del embozo e intenté volver a dormir, pero fue imposible. Aquel lamento sofocado, «doctor, doctor» se oyó de nuevo. La voz llegaba a duras penas hasta mi cerebro. Alguien continuaba reclamando ayuda, gemía, lanzaba sordas amenazas. Vete al diablo, volví a repetir; has estado bebiendo como un cerdo toda la noche y ahora pides ayuda. Hundí la cabeza entre los almohadones y me esforcé por conciliar el sueño. Sentía cómo la voz me seguía llamando, uniforme, insistente. De dónde ha sacado que soy doctor, pensé adormilado. Doctor… doctor… Basta, dije para mí, sólo esto me faltaba después de lo de anoche. Me despojé del cobertor maquinalmente y presté atención. Era una voz extraña que al cabo de unos segundos pareció adquirir nitidez y sacudirse los zumbidos parásitos que poco antes la acompañaban en mi conciencia adormecida, para sonar a continuación de forma distinta, desnuda, severa, inhumana: «…la burguesía, en aras de sus propios objetivos, esta infame obra antisoviética. La novela Doctor Zivago, de Boris Pasternak, es expresión de…»

Sacudí una vez más la cabeza y sólo entonces comprendí que me había dejado la radio encendida toda la noche. Cambié de postura para oír mejor, pero mis ideas continuaban siendo confusas. El locutor hablaba con tono irritado acerca de un cierto doctor, de una cierta novela sobre un doctor. Doctor Zivago, doctor Zivago. ¿Dónde habría oído yo ese nombre? Ah, espera, en el apartamento abandonado: naturaleza muerta con lata de conserva y manuscrito. Probablemente era aquel manuscrito sobre el que el locutor derramaba incesantes maldiciones. Por un instante sentí deseos de reír: unas cuantas hojas escritas a máquina junto a una botella vacía de vodka… ¿Acaso merecía la pena que Radio Moscú se ocupara del caso tan de mañana?

«…esta rastrera provocación de la burguesía internacional. La concesión del premio Nobel a esta novela reaccionaria…».

Fiu, dejé escapar un silbido. De modo que el asunto es serio. Y volví a sacudir la cabeza. Una novela titulada Doctor Zivago había obtenido el premio Nobel. Era una mala novela, muy mala, extraordinariamente mala.

Con la cabeza medio cubierta por el almohadón escuché lo que decía la radio. La mañana era sombría. Por las ventanas de doble cristalera penetraba una iluminación cenicienta, que apenas envolvía los objetos de la habitación. Todo era lúgubre, gris, a excepción del rectángulo débilmente iluminado de la radio, de donde procedían palabras igualmente sombrías, semicongeladas… los pueblos soviéticos… indignados… calumnias… despreciables calumnias… esta novela contrarrevolucionaria… la maravillosa realidad soviética… arroja barro…

¿Podrían verdaderamente contener tanta abominación aquellas hojas junto a la botella y la lata vacías? Las había tenido en mis manos sin sospecharlo. Espera un momento, me dije poco después. ¿De quién era la obra? Me parecía haber oído el nombre de Boris Pasternak. Agucé el oído nuevamente y presté atención. Era en efecto él, Boris Pasternak. Su nombre se mencionaba dos o tres veces cada diez segundos. Qué extraño. No hacía dos meses que había visto a Pasternak durante uno de nuestros paseos a Peredielkino. Íbamos caminando fuera ya de la población, cuando Maskiavicius dijo: ésa es la dacha de Pasternak. Era una gran villa de dos plantas con amplias cristaleras en la superior. ¡Ahí lo tienes!, me dijo Maskiavicius poco más tarde, señalando el terreno baldío frente a la casa. Lleno de curiosidad me detuve junto a la verja. Había oído su nombre con frecuencia durante las horas de apertura de los corazones, a algunos con admiración, a otros con odio, y ahora me sorprendía verlo a unos cuantos pasos, cavando la tierra frente a su dacha. Con un simple casquete en la cabeza, con botas y sus firmes quijadas, tenía más que nada el aspecto de un vicepresidente de koljoz. «…Adoptando así el papel de agente de la burguesía internacional, Boris Pasternak…».

El premio Nobel y las mangas arremangadas de aquella camisa, comprada sin duda en la tienda del koljoz más próximo, eran difícilmente compatibles.