Me levanté, me vestí y salí al pasillo. En la penumbra distinguí algunas siluetas de personas que, debido a la hinchazón de sus ojos, apenas resultaban reconocibles y apenas podían reconocerme. Eran casi las ocho y media, pero la mayoría dormía aún. Se me ocurrió ir al apartamento vacío para ver aquel… manuscrito maldito, pero enseguida cambié de idea. ¿Qué necesidad tenía de mezclarme en una historia con la KGB, con mayor razón ahora que tenía la certeza de que tía Katia tenía instrucciones de pedirle la documentación a todo el que me visitara? En los lavabos colectivos que utilizábamos por las mañanas no había nadie. Las mujeres de la limpieza ya habían fregado los vómitos y todo aparecía frío y reluciente. Me contemplé un instante en el espejo. Tenía unas enormes ojeras, el ojo derecho más enrojecido a causa de lo que parecía una hemorragia interna y la cara de un tono terroso. Si me viera Lida pensaría que estoy realmente muerto…, me dije y al instante sentí un pinchazo en el pecho: Lida en el ascensor… la columna de Trajano… la entrega de su número de teléfono a Stulpanz… Qué idiota, me dije a mí mismo. Cómo has podido hacer eso, idiota.
Mientras atravesaba la plaza Pushkin camino del Instituto, observé que la gente que hacía cola en la taquilla del Cinema Central leía los periódicos con particular fruición. Al parecer la prensa también había iniciado su campaña.
Soplaba un viento frío que tenía algo de ciego y de ingrato. Atravesé rápidamente el cruce de la calle Gorki, compré unas aspirinas en la farmacia de enfrente y me apresuré junto a la verja del jardín del Instituto para llegar a tiempo a clase.
El profesor acababa de entrar. Empujé la puerta suavemente y entré en el aula que me pareció casi vacía. La mañana era muy oscura y me pregunté por qué no habrían encendido las luces. Quizá no hubiera corriente eléctrica. Después de tomar asiento divisé dos siluetas junto a las ventanas y otra más en un rincón que me pareció Shoguenchukov.
El profesor consultó el reloj, se lo acercó a los ojos para leer mejor la hora, después miró dubitativamente en torno como preguntando: ¿qué es lo que sucede? Encima de su cartera se veía el periódico de la mañana con el gran titular en negro sobre Pasternak.
Reconocí entonces a una de las dos siluetas de la ventana. Era Anteo. El del rincón era realmente Shoguenchukov. Nunca faltaba a las primeras clases; era, según él mismo declaraba, una costumbre adquirida durante su período de primer ministro, cuando convocaba las reuniones del Gobierno a las siete de la mañana. Permanecía ahora acurrucado en un rincón, como si estuviera congelado.
Se abrió la puerta y entraron las Vírgenes de Bielorrusia e inmediatamente Yuri Goncharov. Todos llevaban en la mano la Literaturnaia Gazeta. Después se dibujó en el umbral la figura completa, solemnemente sombría de Ladonshikov.
– Buenos días, camaradas- dijo con entonación peculiar, mezcla de susurro, desvelo por la causa común, mortificación fúnebre, amenaza, nostalgia administrativa y crujir de dientes.
A medida que entraban, todos accionaban el interruptor de la luz y, volviendo sucesivamente la cabeza hacia las lámparas y hacia el estrado, murmuraban algo sobre la corriente eléctrica. Ladoshikov hizo lo mismo, tras lo cual se dejó caer en su asiento y abrió el periódico. Vot podlets, qué canalla, dijo por fin. Entre el periódico desplegado y su cara se estableció de pronto una relación sorprendente: los títulos de los artículos y sus cejas, los subtítulos y sus labios, incluso las letras y sus dientes se fundieron en un todo armonioso.
El profesor había iniciado la lección. Aunque eran las nueve y media, la sala aún estaba en penumbra. La luz del día apenas llegaba hasta la reproducción del cuadro de Repin situado en la pared frente a las ventanas. Era un cuadro del que nunca había leído el pie, con unas caras rígidas de consejeros de Estado, o miembros del consejo de redacción de una revista que no salía jamás, o de un consejo de guerra que no había hecho ni haría nunca guerra alguna, un cuadro que tenía la virtud de hundir aún más el estado de ánimo siempre que éste decaía.
– ¿Qué es lo que te ha pasado?- me dijo en el descanso Anteo-. ¿Qué es ese arañazo que tienes en la frente?
Me llevé la mano a la cabeza y noté efectivamente un ligero dolor.
La verdad es que no lo sabía. Puede que me hubiera arañado con la reja del ascensor, o que alguien me lo hubiera hecho con las uñas.
– ¿Duró hasta muy tarde la borrachera?
– ¡Uf, no me hables!- exclamé yo.
Él vivía solo, en un apartamento en la calle Nieglinaia y aún no sabía nada de lo sucedido.
– ¿Te has enterado de lo de Pasternak?
Asentí con un gesto. En sus ojos inteligentes había un centelleo de ironía.
Poco a poco se fueron reuniendo todos. Pálidos, con el rostro ceniciento, algunos color cobalto, con las mejillas acrecentadas en detrimento de las cuencas de los ojos, o al contrario, con las cuencas de los ojos ensanchadas invadiendo el rostro como una erosión. Entraban en el pasillo y se quitaban los pesados abrigos sin que a ninguno le faltara el periódico en la mano. Resultaba asombroso que sus ojos, en el estado en que se hallaban, conservaran la facultad de leer ni siquiera los grandes titulares. Pensé que a cualquier persona normal se le revolvería el estómago con sólo toparse con ellos de pronto. Daba la impresión de que durante su atormentado sueño se hubieran arrancado los ojos, los hubieran dejado sobre las ropas amontonadas y por la mañana, al levantarse aturdidos, los hubieran recuperado a tientas entre el desorden para plantárselos precipitadamente en la frente, la mayoría atravesados, y así hubieran corrido hacia el Instituto.
La siguiente lección era de historia de la pintura y mientras entrábamos, la profesora se me acercó y me sonrió con frialdad.
– Su argumento era maravilloso- dijo.
– ¿Qué argumento?-dije casi aterrado. -No sé nada de ningún argumento.
Ella continuaba sonriendo.
– Un ejército vivo mandado por los fantasmas de un general y un cura muertos- continuó ella. -Es un magnífico hallazgo.
– No es exactamente así- murmuré yo, aunque no me apetecía hacerle mayores aclaraciones. -Creo que es al contrario. Un ejército muerto, mandado por un cura y un general vivos.
– ¿Ah, sí?- exclamó ella y ladeó la cabeza, mientras yo pensaba: ¿cuándo diablos le he contado yo eso? No me acuerdo de nada. -Tanto mejor- prosiguió. -De ese modo lo encuentro aún más bello. ¿Se ha enterado de lo de Pasternak?
– Sí.
Ella inició su lección, pero nadie la escuchaba. Todos tenían la mente en alguna otra parte.
Al siguiente descanso la mayoría salió afuera. El patio estaba lleno de gente y más animado que de costumbre. Todos, estudiantes de los primeros cursos, profesores, aspirantes, estudiantes de los cursos superiores llevaban en la mano, desplegado o doblado después de haberlo leído, la Literaturnaia Gazeta. Algunos leían el Pravda y el Izvestia y en todos aparecía en portada lo mismo: la denuncia de Pasternak. Incluso el diario económico, que uno de los Shota había conseguido sabe Dios dónde, dedicaba también su primera página a denigrar a Pasternak.
Todos hablaban del asunto, algunos con brutalidad, otros con temor. El premio Nobel, ¡oh! ¡aparta, la peste! El mal procedía de Escandinavia. Pero si Sholojov va todos los años a Suecia para recordarles a los académicos que existe, decía alguien a mi espalda. Calla, le dijo su interlocutor. No seas bocazas. ¿Qué premio es el Nobel ese?, le preguntaba Taburojov a una de las Vírgenes de Bielorrusia. Creo haber oído hablar de él. Es un regalo envenenado de la burguesía internacional, le explicó ella. ¿Y la vieja hiena, Ehremburg, qué dice?, murmuró a mi espalda Maskiavicius, que parecía ir en busca de alguien con quien hablar. Yo lo eludí discretamente pero él, tras cambiar dos o tres frases con unas caras medio desconocidas, se pegó al chino Ping.