– ¿Qué piensas tú de Pasternak?
«Que se abran cien flores y compitan cien escuelas» lo miró con gesto desconcertado.
Maskiavicius le hizo dos o tres preguntas más, pero no había modo de que el chino abriera la boca. Entonces el otro le lanzó un insulto a su madre, que al parecer el chino no comprendió bien pues, en cuanto Maskiavicius le dio la espalda, sacó su pequeño diccionario de bolsillo y se puso a hojearlo, como solía hacer siempre que oía algo que no comprendía.
Alguien llevaba un transistor encendido y el locutor continuaba hablando de Pasternak.
– Por lo que se ve, la campaña se extiende a toda la Unión Soviética – le dije a Anteo.
– Todo parece un poco comedia- dijo él.
– ¿Por qué?
Miró a derecha e izquierda y después, bajando la voz, me susurró.
– ¿Recuerdas esa balada de Goethe en que alguien invoca a los espíritus para que le ayuden a coger agua y después no sabe cómo deshacerse de ellos?
– ¿Quieres decir que Pasternak es un espíritu de esa clase?
– No sólo él- dijo Anteo. -Hace unos años se apeló a muchos semejantes; no se les pedía más que tomar parte en la campaña contra Stalin.
Yo lo escuchaba con atención.
– Pues no escatimaron su participación- dije. -Así es. Aquéllos trabajaron bien, pero los fantasmas no dejan de ser fantasmas y no se los puede mantener largo tiempo en casa. ¿No es verdad?
Asentí.
– De modo que ahora quieren quitárselos de encima- continuó el griego. -¿Comprendes?
– Comprendo- le dije. -Dame un cigarrillo. Así que los fantasmas han sido traicionados.
– Justamente- asintió tendiéndome el cigarrillo. -Hace tres años que se publicó en Occidente Doctor Zivago y éstos ni siquiera lo mencionaron. Ahora le han concedido el Nobel y se ven obligados a tomar posición.
– Yo he leído unas cuantas páginas por casualidad- dije.
– ¿De verdad?¿Y cómo es eso?
– Unas hojas mecanografiadas. Las encontré en un apartamento vacío. Pero no sabía de qué se trataba.
– No se lo digas a nadie. Puedes meterte en un lío sin ton ni son.
– ¿Y qué van a hacer ahora con Pasternak?- preguntó alguien.
– Vete a saber. Puede que lo deporten.
– ¿Cómo?
– Digo que puede que lo deporten. ¿No te acuerdas de Ovidio, el romano? Lo deportaron a Rumania.
– Calla, estúpido.
– ¿De verdad crees que pueden hacer eso?- le pregunté a Anteo.
– No me extrañaría.
– A Rumania- continuaba alguien a espaldas nuestras, -como Ovidio…
– Parece que allí continúan las discusiones- dijo el griego. -Unas discusiones un poco extrañas…, aunque no sé nada concreto.
– No temas, no te voy a preguntar.
El mal procede de Rumania, pensé al borde de la somnolencia. No había sido casual que la noche anterior se me apareciera la columna de Trajano. Aún tenía la cabeza dolorida por los cascos de los caballos de los contendientes romanos y dacios.
– ¿Y Vukmanoviç Tempo, se ha ido ya de Moscú?-le pregunté.
– No lo sé- dijo el griego. -Puede que esté aún aquí.
Sonó la campana anunciando la última lección y el patio se vació. Por el suelo quedaron esparcidos pedazos de un periódico que alguien había utilizado como envoltorio y después había tirado. En los fragmentos rasgados se leían jirones de palabras RNAK o VAGO, después ZHIV, STERN o PAST.
Veinticuatro horas más tarde la campaña contra Boris Pasternak proseguía en toda la URSS. En la radio, a partir de las cinco de la mañana y hasta la medianoche; las emisiones televisivas; en todos los periódicos y revistas, incluyendo las infantiles, abundaban los artículos y ataques contra el escritor renegado. Se publicaban o se transmitían sin descanso telegramas, cartas, protestas, declaraciones de obreros, de koljosianos, de unidades militares, de la intelectualidad creadora y en particular de los escritores. En la primera página de Literaturnaia Gazeta habían aparecido, entre otras, las declaraciones de Nuftula Shakenov y de Ladonshikov. La mayor parte de los integrantes de nuestro curso habían enviado ya sus declaraciones y se mantenían a la espera de que fueran publicadas, incluyendo a Taburokov, quien aún creía que el premio Nobel era concedido por el Gobierno americano en colaboración con los judíos de Nueva York; y Maskiavicius, quien la noche anterior me había dicho que Pasternak, aunque fuera un miserable, valía cien veces más que todo el resto de los desechos de la literatura soviética.
Salía de la última clase cuando me dijeron que tenía una carta en la conserjería. En el sobre reconocí la escritura de Lida. Mientras lo abría, se me ocurrió que nunca había abierto un mensaje suyo con tanta exaltación. La carta estaba franqueada por la mañana y comenzaba sin encabezamiento alguno:
Desde que nos conocimos me has gustado siempre, pero nunca llegué a enamorarme de ti. Anteanoche te quise, no sabría decir por qué. Quizá el amor llegó a fuerza de compasión. En ruso antiguo los conceptos amar y compadecer se confundían, sólo más tarde se diferenciaron. Aquella noche parecías tan desamparado que se me quebró el corazón. Todo acude a mi memoria como un mal sueño. No importa que nos hayamos separado. Tan sólo quisiera que guardaras de mí un buen recuerdo. En cuanto a mí, recordaré esa noche con terror, pero a ti con compasión (con amor). Lida Snieguina.
P. S. Ayer la radio estuvo hablando todo el día de cierto escritor que ha traicionado. Me acordé de ti. L.
Arrugué la carta con un gesto brusco y me la guardé en el bolsillo. Tenía los nervios de punta, desde luego no por la carta sino por el recuerdo de lo que había hecho al separarnos. ¡Ah!, me dije, me muestras tu compasión junto con la vieja lengua rusa. Pensaba colérico que aún no podía decirse quién era digno de compasión, si ella o yo. Hechos un ovillo, acudieron a mi mente Stulpanz, mi negocio con él, el modo en que me había deshecho de Lida como en un mercado de esclavos. Y paralelamente, como un segundo sustrato, asomaba la idea de que todo era una pura ilusión, una venganza fantasma y, a fin de cuentas, consideradas más sencillamente las cosas, una miserable insensatez por mi parte.
Comencé a deambular como un poseso por el patio, buscando con los ojos a Stulpanz. Desde aquel diálogo demencial no había vuelto a encontrármelo. En una ocasión estuve tentado de ir a buscarlo y decirle que toda aquella conversación había sido una idiotez, pero recordé que le había dado el teléfono de ella y el hecho de que los números estuvieran de por medio le daba a aquella pesadilla dimensión de realidad. Dos o tres veces me había dicho que sin duda ya lo había olvidado todo, máxime teniendo en cuenta que estaba borracho y que sin duda también habría tirado en cualquier parte el pedazo de papel con el teléfono. Mas, apenas lograba tranquilizarme a mí mismo con estas razones, caía nuevamente presa de las vacilaciones.
Allí estaba su espalda tranquila a la puerta del Instituto, entre un grupo de personas que se dirigían charlando hacia la parada del trolebús. Yo caminaba a unos veinte pasos de ellos. Era preciso que subiera en el mismo trolebús que él.
El trolebús estaba medio vacío y me quedé junto a la luna trasera. Con el rabillo del ojo observaba de vez en cuando su rostro despejado de hombre honesto. Dudaba si aproximarme o no. Experimentaba cierto temor confuso de que mi presencia le recordara aquellas malditas palabras, que quizá estuvieran completamente borradas de su memoria.
Poco a poco el vehículo fue llenándose de gente y como ya no podía ver a Stulpanz me tranquilicé un tanto. Ahora, aunque quisiera acercarme, no me iba a ser posible. En cierto momento, no sé cómo, mis ojos tropezaron con su cabello limpio y dorado y fugazmente me dije que, de todos modos, era preferible haberle cedido Lida a él y no a Abdulahanov, o a los dos Shota. Después pensé que era una insensatez, que él sin duda lo habría olvidado y que pasados unos días yo telefonearía a Lida y, lo mismo que otras veces, volveríamos a reconciliarnos.