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Tras el cristal del trolebús, sombría como nunca antes, se extendía la calle que conducía a Butyrski Hutor. En la parada cercana al metro Novoslobodskaia, para mi sorpresa, vi descender a Stulpanz junto con cuatro o cinco compañeros de curso. Los seguí con la mirada mientras atravesaban el cruce en dirección a la mole rojiza de la cárcel Butyrski y de pronto recordé que iba a la prisión a visitar a un compañero, un tal Kolia Krasnikov, que había sido condenado a ocho años de cárcel por gritar en el mitin organizado poco tiempo atrás con motivo de la visita de Tito a Moscú: «Viva la camarilla Tito Rankoviç». Durante un descanso me habían invitado a que los acompañara y estuve a punto de aceptar empujado por la curiosidad de ver una cárcel soviética, pero recordé que era extranjero y además me vino a la memoria la citación de la policía y les dije que no iba.

El trolebús avanzaba lleno de bote en bote y yo, apoyado en el cristal posterior, dejé escapar dos o tres de esos suspiros ligeros y sin motivo aparente que suscita a veces el espectáculo de una calle invernal. Tenía sueño.

A la entrada de la residencia, alto, con el cabello descolorido, flaco como un muchachito, sosteniendo un cigarrillo entre los labios al estilo de quienes no fuman, estaba Genia Evtuchenko.

– ¿Has visto a Bella?- me preguntó.

Me encogí de hombros para decirle que no pero era evidente que le tenía sin cuidado dónde pudiera encontrarse ella.

– ¿Has visto eso?- me preguntó mostrándome su bolsillo derecho, del que asomaba un pedazo de Literaturnaia Gazeta, con la mitad del nombre de Pasternak.

– Sí, lo he visto.

– Je, je- soltó él, con una sonrisa vengativa en el rostro. -El premio Nobel… en fin…

Era asimismo evidente que también él era un fantasma desengañado. Fue a decir alguna otra cosa, pero en ese instante, con una sonrisa lastimera que le pendía temblorosa de los extremos de los ojos y de las comisuras de los labios, casi a punto de deshacerse en lágrimas, pasó ante nosotros Ira Emelianova, del tercer curso. Nos saludó llena de temor y Evtuchenko me dijo:

– ¿Sabes quién es Irochka?

No entendí bien la pregunta y él, bajando la voz, prosiguió:

– Es la hija de la amante de Pasternak, una tal Olga, que se ha separado ya de tres o cuatro hombres y que, según creo, es el origen de todos los males de Boris Leonidovich.

Continuó parloteando acerca de sus relaciones, pero yo ya no lo escuchaba. Llevaba dos días que no disfrutaba más que de unas horas de sueño inquieto y tenía la impresión de ir a dormirme de pie. Mientras me aproximaba a la puerta de mi habitación, me encontraba en ese extraño estado en que parece posible tocar con la mano el descanso y el sueño: suaves y porosos como una esponja, se deslizaban a lo largo de mi cuerpo y a mí me parecía que me bastaba con extender la mano para tocarlos, para aplastarlos o para apartarlos un poco. Estaba por otra parte tan despierto como para comprender que aquella carne de esponja que me escindía en dos no era más que una ficción, y lo suficientemente dormido como para que todo ello me pareciera normal y no pudiera eludirlo. Estaba tendido en una enorme bañera y el profesor de Estética, que se encargaba de abrir el grifo del agua caliente, repetía una y otra vez: «ubr jazëk», pero el agua no llegaba. Entonces dijo: «nos encontramos en el hammam donde se bañaban Aragón, Elsa y Lida, pero el carácter ideológico y estético de un hammam está condicionado ante todo por tuuli unch bll, es decir por lo típico…; dicho en otras palabras, por tuuli zox».

Cuando desperté había oscurecido casi por completo. Sin plena conciencia de lo que hacía, alargué la mano hacia la radio y accioné el interruptor. La campaña contra Pasternak continuaba. Escuché un rato con las manos en la nuca. Tras el reportaje del mitin de las mujeres de Irkutsk, leyeron la declaración de Anatol Kuznechov. Jamás había oído cosa más despiadada. La oscuridad invadía casi por completo la habitación. Una luminosidad extraviada, como atrapada en la trampa de la cortina, parpadeaba tenuemente sobre mi cabeza. Y pensar que aún no ha comenzado la tarde, me dije. La oscuridad era algo natural para la noche, pero a primera hora de la tarde me entristecía muchísimo. Estaba solo en mitad de una tarde que bien pudiera llamarse noche, junto a un aparato de radio que no paraba de emitir agravios sobre una superficie de cuarenta y dos millones de kilómetros cuadrados. Una sexta parte de la Tierra se halla sumergida en el insulto, pensé con torpeza y de pronto me estremecí. Con una nitidez aguda como la punta de un cuchillo descubrí todo el horror de aquella maquinaria gigantesca que se había puesto en movimiento y trabajaba ahora a pleno rendimiento. Ser su objetivo, pensé; caer en su vorágine. En mi cerebro se dibujó la cabeza mitológica eslava que inflaba sus carrillos aterradores sobre la estepa. La propaganda soviética había comenzado a parecerse a ella. Años atrás aquella cabeza había levantado una tormenta de arena contra Stalin, y ahora, quién sabe por qué, soplaba contra sus propios adoradores. Ser atacado por ella, pensé de nuevo. Caer entre los engranajes de ese mecanismo pavoroso. Encendí la lamparilla y continué en la misma postura. ¿Cómo se pondrá en movimiento todo esto? No tenía la menor idea, ni siquiera era capaz de imaginarlo. No recordaba haber leído ninguna obra literaria soviética donde se describiera, ni siquiera parcialmente, el funcionamiento del mecanismo estataclass="underline" una reunión del Consejo de Ministros de la URSS, del Buró Político o de otros organismos importantes. Anteo y yo habíamos hablado en una ocasión de ello, en el café Praga. Tampoco él sabía nada.

Tres mil años antes, Homero, después de describir la masacre en el campo de batalla, jamás olvidaba relatar las reuniones de los dioses del Olimpo y por supuesto las de los caudillos de las partes contendientes. Sin embargo, el primer Estado de los obreros y campesinos era un enigma.

Pero, me dije, quizá no sea así. Puede que esas obras existan aunque yo no haya tenido ocasión de leerlas. Recordé que una semana antes Shoguenchukov me había regalado un libro suyo, dedicado, traducido y publicado en Moscú. ¿Dónde lo había puesto? Me levanté aturdido y vacié todos los cajones de la mesa hasta encontrarlo. La radio continuaba insultando. Shoguenchukov, ex primer ministro, debe de tratar en alguna parte los asuntos de Estado, me dije. Seguro que dice algo. Me senté al borde de la cama y a pesar del dolor de cabeza me puse a leer. La radio interrumpió sus insultos y comenzó a emitir música, pero hasta sus notas parecían cargadas de encono. Al cabo de media hora de lectura arrojé el libro. Era una larga novela sobre un idilio entre pastores, con pastizales y montañas, y no sólo no decía nada de las instituciones estatales, sino que ni siquiera hacía la más leve mención a sencillas construcciones de piedra. Se refería únicamente a arroyos cantarines, a la fidelidad y las flores y a las canciones que se entonaban por las tardes en honor del Partido Comunista de la URSS. Será posible, me dije. La radio había reemprendido su campaña contra Pasternak y yo me preguntaba como podía producirse un divorcio semejante entre uno mismo y el arte que crea. Tras la carta procedente de cierta población de la estepa llamada Qipshtap, el locutor leyó la declaración de los clérigos de Tashkent. Un sexto del mundo se hallaba nuevamente bajo la injuria, como bajo la lluvia. En los últimos tiempos se habían producido tantos acontecimientos importantes y convulsiones trágicas: comités centrales enteros destituidos, terribles luchas por el poder entre diversos grupos, cadáveres de dirigentes quemados en secreto durante la noche, personajes prestigiosos suicidados debido al cambio de línea política, complots, maniobras entre bastidores; y nada de todo aquello, prácticamente nada, aparecía en las páginas de las novelas ni en las escenas de las obras teatrales. Allí se escuchaba únicamente susurrar a los abedules, ¡oh, mi blanco abedul!, siempre era domingo, como la semana anterior en Peredielkino.