Me levanté de la cama, me vestí y salí al pasillo. No sabía qué hacer, de modo que comencé a vagar de un lado a otro. Las débiles bombillas derramaban una luz enfermiza aquí y allá; el ascensor emitía de vez en cuando su run run. Llamé varias veces a la puerta de Stulpanz, pero no me respondió nadie. ¿Dónde se habrán metido todos?, me pregunté. Volví a entrar en mi habitación y me quedé de pie ante la radio con los brazos colgando, casi en posición de firmes, como si escuchara la sentencia de un tribunal. La campaña proseguía. Era una declaración de frases extraordinariamente largas, tal vez de los cazadores de ballenas del Ártico. Poco después volví a salir al pasillo y en el curso de mis idas y venidas me encontré tres veces ante la puerta de Stulpanz. ¿Dónde estará este hombre?, preguntaba una voz en mi interior. La voz estaba aún profunda, muy profunda, pero yo sentía que iba ascendiendo. Cuando por cuarta vez, mi mano, involuntariamente, llamó a su puerta, comprendí que lo que llevaba un buen rato esperando sin darme cuenta siquiera era el regreso de Stulpanz. ¿Dónde podría estar? Entumecido, repasé los lugares donde podría encontrarse y sólo al cabo de algún tiempo llegué a la conclusión de que aquel juego carecía de sentido, que a mí me daba lo mismo que Stulpanz estuviera en la cervecería Cáucaso o en la redacción de la revista El Tabaco, o comiendo con Jruchov o con el mismo diablo; a mí lo único que me interesaba era que no estuviera con una persona, con Lida. Se me hacía difícil creer que le hubiera telefoneado con tanta rapidez y mucho más que hubiera logrado concertar una cita con ella. No es posible, me dije, Stulpanz es un poco torpe para estas cosas. Y además, ella, la misma que me había escrito aquella carta tan triste, no podía arrojarse sin más en sus brazos. Pero un minuto después casi estaba convencido de lo contrario. Era imposible que Stulpanz no hubiera intentado entrar en contacto con una chica tan atractiva. Quedó fascinado apenas verla. No, no había razón para que pospusiera su llamada. Y en cuanto a la carta de ella, a los sentimientos que expresaba, a la antigua lengua rusa, etcétera, no impedían en absoluto que corriera hacia Stulpanz; por el contrario, si aquello era verdad, es decir, si su cariño por mí, por la vieja lengua rusa, etcétera, eran tal como los describía en la carta, entonces era evidente que nada más enterarse de la catástrofe (¿le habría dicho realmente aquel animal que yo había muerto?) habría abandonado lo que tuviera entre manos y habría corrido a su encuentro para conocer más detalles. Sí, sí, estuve a punto de gritar de desesperación. Él la ha telefoneado y ella ha acudido a la cita. Más aún con un día tan frío, en que de tanto escuchar esta campaña interminable de la mañana a la noche habrá estado pensando en escritores y en cosas tristes. No debía de haberme despegado hoy de Stulpanz, pensé.
Estaba muy cansado. Después de deambular una buena media hora más del pasillo a la habitación y de la habitación al pasillo, decidí salir a la calle para sosegarme.
Nevaba. En torno a las farolas eléctricas, el viento helado trazaba con los copos de nieve pequeños caos dantescos. Subí al trolebús y bajé en la plaza Pushkin. Bajo la nieve la calle Gorki era hermosa. Caminé hasta el café de los Artistas y decidí cenar allí. Que se vayan los dos al diablo, me dije, súbitamente aliviado. La nieve, el viento, la calle con su vestimenta de invierno, habían filtrado mi sobrecarga de sentimiento. En realidad, todo era mucho más sencillo. Ellos estaban aquí, en su país, podían casarse, tener hijos, mientras yo estaba de paso. Me pareció que la expresión «de paso» llevaba en su interior aquella esponja balsámica invernal que hube de atravesar para llegar hasta allí. «De paso», me repetí, y la palabra vremenji, provisional, se confundió en mi mente con el nombre de Vukmanoviç Tempo. Al diablo todos, pensé. Pedí otro vaso más de vino y poco después, de excelente humor, salí y me encaminé a la parada del trolebús.
Lo primero que atrajo mi atención una vez en la residencia fue la luz en la habitación de Stulpanz. Sentí una punzada en el pecho. Ya no contaba con la ayuda del espacio cubierto de nieve y creí que estaba a punto de desmayarme. Apresuré el paso y empujé la puerta sin llamar. Estaba fumando.
– Qué- lo interpelé, esforzándome por mantener el ritmo normal de la respiración -¿dónde estabas?
En su amplio rostro nórdico se dibujó una sonrisa donde se mezclaban la culpabilidad y el asombro. Era la primera vez que irrumpía así en su habitación, farfullando «Qué ¿dónde estabas?»
– ¿Qué? – insistí.
– ¿Cómo?
– ¿Dónde has estado?
Me miraba con sus ojos transparentes, que parecían sentirse estrechos entre sus pómulos.
– Pues allí- dijo por fin. -Con ella.
– ¿Con Lida?
Asintió con la cabeza sin apartar su mirada de mí.
Algo se quebró muy quedamente en mi interior, entre un sordo silencio. De modo que sí, me dije. Sentí un inmenso vacío. Las ideas y las palabras me abandonaron. No me quedaban más que jirones del habla, unos hum, ah, sí, por tanto, etcétera. Recordaba que siempre que había experimentado una conmoción de aquella naturaleza, las palabras huían de mí, como huye la vegetación de los terrenos áridos, y apenas podía pronunciar unas cuantas sílabas, como si éstas, únicamente éstas, fueran capaces de soportar el empeoramiento repentino de mi estado de ánimo.
– Pero si tú mismo me… dijiste- balbuceó. -Sin duda quería decir, pero si tú mismo me la traspasaste, mas le debió parecer un poco fuerte o quizá vulgar.
Completamente vacío, yo miraba un cuadro en la pared. Era un paisaje que conocía: el castillo medieval letón de Sigurd. Había estado allí el año anterior.
– ¿No me lo dijiste tú mismo?- repitió.
– Sí- respondí, -claro que sí.
– Ya veo que ahora te arrepientes- dijo. -Pero, si quieres…
– ¿Qué?
Sentía que mi voz se apagaba a pesar de mis esfuerzos por tragar saliva con el fin de devolverla a su condición normal.
– Si tú quieres… aunque aquel asunto ya se acabó… se fue al diablo.
No entendía nada. ¿Qué asunto se había ido al diablo?¿Acaso todo era ya irreparable?
– ¿Le has dicho que he muerto?
Tragó saliva.
– Algo parecido.
– Te creía más caritativo- dije. -Ahora que sabía la verdad, sentía que recuperaba la facultad del habla. -Más piadoso- repetí. -Pero tú enseguida me condenas a la pena capital.
Me esforcé en pronunciar las últimas palabras esbozando una sonrisa.
– ¡Pero si tú mismo me lo pediste!- insistió. -Hasta precisaste que debía ser en un accidente de avión, ¿es que no te acuerdas?
– ¡Esto es el colmo!- repuse. -¡Pero estaba bebido! ¿Es que no lo viste?
– ¿Y yo?¿Es que yo no había bebido?- gritó.
Ahora todo ha terminado, pensé. Ahora que ella me cree muerto, todo ha terminado de verdad.
– ¡Al menos podías no haberme matado del todo!-insistí con una vaga esperanza todavía. A fin de cuentas, poco antes, cuando yo le había preguntado: «¿Le has dicho que he muerto?», él me había respondido: «Algo parecido.» -Podías haberle dicho que estaba herido.
Pero esta vez Stulpanz se enfadó.
– Eres desconcertante- gritó. -Fuiste tú quien me metió en este lío. Yo no había hecho jamás en mi vida cosas parecidas. Me veo a mí mismo como una especie de Escamocho de Almas muertas. Y no la habría llamado, si no fuera porque esa chica me gusta tanto, tanto… ¿Cómo dicen en ruso para expresar el superlativo absoluto?