– Con locura.
– Exacto, locamente; justo, eso.
Guardamos silencio unos segundos.
Observaba el viejo castillo letón en la pared e intentaba recordar algo del verano anterior, durante mi estancia en la patria de Stulpanz, pero aquel verano estaba ya demasiado lejos.
– Está bien- dije cansado. -¿Pero qué hizo ella?
El comprobó que me había calmado y sonrió vagamente, sin mirarme.
– ¡Hum!- dijo. -Le afectó mucho.
Miraba al suelo y yo no le quitaba ojo.
– Sí, le afectó mucho- repitió: -locamente.
Estar apenado, sentir piedad por alguien en ruso antiguo, pensé.
– Hasta lloró- dijo Stulpanz. -Se le saltaron las lágrimas dos o tres veces.
Aspiré profundamente, esforzándome después por expulsar el aire sin hacer ruido, para que Stulpanz no creyera que suspiraba. Sentía un desconcertante alivio. Quizá fuera mejor así. Quizá, si esto no hubiera sucedido, no se habría presentado nunca la oportunidad de que ella llorara un poco por mí. Sentí de pronto una vaga tibieza en el pecho. Sentí que mis costillas se reblandecían, se deformaban como en una pintura surrealista. Un día tú llorarás por mí… La sola idea, dos días antes, me hubiera hecho reír a carcajadas. Sin embargo, hoy no me provocaba la menor risa. Al parecer hacía tiempo que tenía inconscientemente el anhelo de que alguien derramara unas lágrimas por mí. Esta sed de lágrimas había resultado ser tan secreta como tremenda, más acuciante que la sed de los beduinos en el desierto de Arabia. Aquellos dos últimos años de mi vida había salido con las muchachas con una especie de despreocupación brutal, había estado con ellas en teatros, cafés, trenes de cercanías, nos habíamos dicho infinidad de cosas, habíamos reído, hecho el amor sin decirnos «te amo», porque nos avergonzaba pronunciar unas palabras que nos parecían un juego viejo. Y así, durante ese peregrinaje por el desierto, poco a poco, sin percatarme, pero de manera implacable, se había ido apoderando de mí la sed de unas cuantas lágrimas. Por fin se habían derramado. Había sido necesaria la intervención de la muerte para que apareciera el escaso licor transparente.
– Eres de verdad desconcertante- dijo Stulpanz.
De modo que ella prefería los muertos a los vivos. Las palabras de consuelo no habían sido vanas.
– Eres de verdad desconcertante- volvió a repetir. -Al principio, cuando entraste, parecías una nube negra, y ahora estás a punto de echarte a reír. ¿Sabes que los cambios repentinos de estado de ánimo son uno de los primeros síntomas de la locura?
Yo continuaba mirándolo a los ojos.
– Pues sí, es bien probable que esté loco, ya que hice lo que hice- le respondí.
La mañana del siguiente día fue igual de sombría; como todas las de aquella semana. Apenas incorporado en el lecho, mi mano se dirigió por sí sola al interruptor de la radio. La campana proseguía. Los insultos eran los mismos, pero el tono del locutor era más grave. Se presentía que la campaña iba a iniciar aquel día una nueva fase. Sin duda todo estaba calculado con la mayor precisión. La gigantesca maquinaria de la propaganda estatal trabajaba sin descanso.
En el Instituto Gorki reinaba una animación poco frecuente. Las huellas de la borrachera del domingo, inflamaciones, enrojecimientos y ennegrecimientos habían desaparecido ya de los rostros de todos, que no mostraban ahora más que una severidad funesta.
Acabada la segunda lección, habían pegado en todos los pasillos un cartel que anunciaba la celebración de una importante asamblea por la tarde. Se corrió la voz de que asistirían los más notables escritores de la Unión Soviética; se habló incluso de la probable presencia de los presidentes de las Uniones de Escritores de las democracias populares que, según se decía, habían sido convocados con urgencia a Moscú.
Entretanto, en todo el Instituto proseguía el envío de declaraciones a la prensa, la radio y la TV Taburokov había remitido declaraciones a catorce periódicos y revistas, en una de las cuales calificaba a Pasternak de enemigo de los pueblos árabes. En la segunda jornada de la campaña, ciento diecinueve periódicos diarios y setenta y cuatro revistas habían publicado editoriales, artículos, declaraciones y reportajes contra Pasternak. Se esperaba la aparición del resto de los órganos semanales, quincenales, más tarde de las revistas mensuales, bimestrales, la prensa científica, las revistas trimestrales, los manuales bilingües, etcétera.
– Se espera que hoy haga una declaración rechazando el premio Nobel- dijo Maskiavicius. -Si no lo ha hecho antes de las ocho de la tarde, mañana la campaña será aun más violenta.
– ¿Y cómo va a ser más violenta?- preguntó alguien.
– Dicen que el patriarca de la literatura soviética, Kornei Chukovski- prosiguió Maskiavicius, -se entrevistará a las dos con él en Peredielkino para intentar convencerlo.
– ¿Y si tampoco lo consigue?
– Entonces tendremos asamblea.
– ¿Cuál es el objetivo de la asamblea?
– Tengo la impresión de que será para pasar a la tercera fase de la amenaza.
– ¿Y tú Maskiavicius, cómo sabes todo eso?
– Lo sé- respondió el aludido. -Ya ves que lo sé.
– Pero en el caso de que, incluso tras la tercera fase de la amenaza, tampoco renuncie al premio, ¿entonces qué va a pasar? ¿Existe una cuarta fase?
– Ah, no, querido amigo- lo interrumpió bruscamente Maskiavicius; -ahí no me la juegas. No soy tan insensato como para hablar de la cuarta fase. ¡Fiu!- silbó, -la cuarta fase, je, je, la cuarta fase… ¡Hum! ¡Brrr!…
Se volvió de espaldas y se alejó entre la multitud con un brillo diabólico en el rostro.
La asamblea tendría lugar en la sala de la planta baja del Instituto. Cuando entré, casi todos los asientos estaban ocupados. Afuera había comenzado a oscurecer y la luminosidad crepuscular que penetraba por los altos ventanales se adhería como una amalgama al bronce de las lámparas, las cuales, ignoro por qué, aún no estaban encendidas. La sala, donde ya no cabía un alfiler, estaba casi en silencio. Ni el ruido de alguna silla arrastrada, ni los susurros al oído eran capaces de quebrar el dominio del silencio. Por el contrario, el crujido aislado de algún asiento y el murmullo ahogado de las voces humanas tornaban la atmósfera todavía más pesada.
Me había quedado paralizado junto a la entrada, sin saber qué hacer, cuando advertí que me hacían señas desde un rincón. Allí estaban los dos Shota, Maskiavicius y Kurganov, prácticamente pegados uno contra otro. Avancé entre las densas hileras y, apretándose un poco más, me hicieron un sitio entre ellos. Una fila más adelante se sentaba una parte del grupo de Kara-Kum y hacía un costado mis ojos distinguieron el perfil de una de las Vírgenes de Bielorrusia.
– ¿Qué tal vas?- me preguntó alguien en voz baja.
Me encogí de hombros. Era tal el ambiente que no me hacía la menor gracia que me preguntaran cosas semejantes. Parecía que en aquella sala gris debiera hablarse únicamente de cosas generales en términos impersonales, dejando a un lado los destinos individuales, de ser posible a coro, como en las tragedias antiguas.
Una vez que encontré dónde meterme, me puse a observar a la gente que abarrotaba la sala. Aparte de los estudiantes y de los pedagogos del Instituto habían acudido muchos escritores conocidos. Casi todas las primeras filas estaban ocupadas por escritores mediocres. Tal como los había visto siempre, en las primeras filas, apretados hombro con hombro, siempre omnipresentes y orgullosamente intocables. Ellos habían sido los primeros en abandonar a Stalin por Jruchov y mañana, con idéntica facilidad, podían abandonar a Jruchov por cualquier otro secretario.
En un rincón, hacia el fondo, entre un grupo sombrío, me pareció ver a Paustovski. Podía ser un grupo de opositores silenciosos, o de escritores judíos, no conseguía distinguirlos bien. La oscuridad se espesaba de modo creciente. Por fin, a alguien se le ocurrió encender las luces. Las lámparas desalojaron de inmediato la iluminación medrosa procedente del exterior e inundaron la sala de una luz que me hizo pensar en Ladonshikov: solemnidad e inquietud fundidas. Lo primero que las luces descubrieron con brusquedad fue la larga mesa de la presidencia cubierta de paño rojo. Dos jarrones de porcelana a ambos lados y un ramo de flores en medio le conferían apariencia de sarcófago. Me acordé del papel pintado de las paredes del apartamento abandonado donde había leído algunos párrafos del Doctor Zivago. La semejanza con la cubierta de un sarcófago no era fortuita.