– ¿Cómo es la tercera fase?- le pregunté en voz muy baja a Maskiavicius. -¿Se pasará a ella?
– No lo sé- susurró él, -quizá se pase, quizá no. Todo depende de que ese carcamal de Chukovski…
– Eso te quería preguntar, ¿qué ha hecho?
– Nada, al parecer- respondió Maskiavicius. -Dicen que ha ido a las dos a Peredielkino, a la casa de Pasternak y como, siempre según dicen, había olvidado por qué estaba allí, después de tomarse una taza de té con el maldito se quedó dormido en un sofá.
Estuve a punto de echarme a reír, pero en ese instante una suerte de estremecimiento recorrió la sala de punta a punta. La presidencia tomaba asiento tras la larga mesa cubierta de paño rojo. Los primeros integrantes se sentaban mientras otros, aún en la sala, avanzaban lentamente entre las hileras con movimientos reptantes como los de un ser sin miembros. La sala repetía sus nombres con un murmullo de oreja a oreja. Había invitados de todas partes, la mayoría eran de edad avanzada, algunos llevaban cuarenta años publicando trilogías; cinco, según recordaba, habían incluido la palabra «tierra» en los títulos de todas sus novelas; un par de ellos habían perdido la vista. De nuevo me vino a la memoria el sueño funesto de Kornei Chukovski, pero tampoco entonces pude reírme.
– Camaradas, nos hemos reunido hoy aquí…
El hombre que había abierto el acto era Serioguin, director del Instituto Gorki. Sus ojos despedían como siempre un destello triste y malévolo. A su derecha estaba Druzin, el delegado de la presidencia de la Unión de Escritores. Tenía el cabello completamente encanecido y, sin embargo, su cabeza maciza poseía tal brutalidad que nadie hubiera podido creer en la existencia real de las canas. Ambos eran partidarios de Jruchov de primera hora.
– Así pues, nos hemos reunido hoy aquí para condenar, para…
En la voz de Serioguin se establecía la misma relación entre la malevolencia y la aflicción que se apreciaba en sus ojos, en las listas de su traje, hasta en sus manos, una de las cuales era sustituida por una prótesis de goma negra. Cuando lo vi la primera vez pensé que había perdido la mano en la guerra, pero Maskiavicius me había dicho que la mano de Serioguin se había ido marchitando por si sola, lentamente, durante el tercer plan quinquenal.
El discurso de Serioguin fue breve. Después de él se levantó Druzin. Éste habló con idéntica brevedad y ninguna de sus palabras tenía vínculo alguno con sus canas. Como siempre, todo en él era mandibular.
– Ahora se armará la pelotera- dijo Maskiavicius cuando Druzin se sentó.
Así fue, en efecto: inmediatamente se alzaron decenas de manos pidiendo la palabra. Desde los primeros minutos pudo comprobarse, como siempre en estos casos, que a la hora de elegir a los oradores la presidencia guardaba cierta proporción entre las edades de los intervinientes, las nacionalidades, las repúblicas de origen y los grupos literarios no declarados. A Ladonshikov le concedieron la palabra entre los primeros. Con una voz singular, a la vez grave y resonante (voz de partido, decía Maskiavicius), con una voz pues que sus pulmones sólo eran capaces de producir en tales ocasiones, entre el silencio general, propuso la expulsión de Pasternak del territorio soviético.
– ¿Esto es la tercera fase?- le pregunté al oído a Maskiavicius.
El asintió con la cabeza.
– Si no se decide a rehusar antes de las ocho…
Todos los que tomaron la palabra después de Ladonshikov se adhirieron unánimemente a su proposición. Era el turno de uno de los Shota cuando de pronto me di cuenta de que no había visto a Stulpanz. Por todas partes las manos continuaban alzándose igual que antes, por decenas.
– ¿Has visto a Stulpanz?- le pregunté a mi compañero.
– No- dijo. -Es verdad, ¿dónde se habrá metido Stulpanz?
Había salido a la tribuna una de las Vírgenes de Bielorrusia.
Tampoco había visto a Anteo.
– Le toca el turno al grupo de Kara-Kum- dijo Maskiavicius. -Ahora nos divertiremos.
Estaba claro. En medio de la campaña, Stulpanz se veía con Lida Snieguina.
Hablaba Taburokov.
Pensé que nunca había tenido ocasión de salir con una chica en el curso de una campaña.
Taburokov dijo algo chocante porque la sala emitió un gruñido ahogado.
Estar con una mujer en mitad de una campaña pensé, o durante algo que se le parezca; por ejemplo durante una epidemia, debe ser una cosa inolvidable.
Después de dos o tres estudiantes de los primeros cursos, tomaron la palabra uno tras otro Yuri Goncharov y Abdulahanov. A continuación se la concedieron a Anatol Kuznechov.
A espaldas de Pautovski me pareció divisar el pelo rubio de Ira Emelianova. La flanqueaban Yuri Pankratov y Vania Harabarov, el uno alto y de movimientos rígidos, de robot; el otro bajito y repelente.
– También yo los estaba observando- me dijo Maskiavicius al oído. -¿Sabes? Los dos son espías de Pasternak. Recogen lo que se dice sobre él, después van y se lo sueltan todo.
– Hum- le respondí sin saber qué decir.
– ¿Es que va a hablar Evtuchenko?- preguntaba alguien a mi espalda.
– Evtuchenko no tiene principios- dijo Maskiavicius. -A mí no me extrañaría que pidiera la palabra.
En ese momento alguien gritó desde la presidencia:
– Maskiavicius, tiene usted la palabra.
Él me echó una mirada fugaz, después se puso en pie de un salto y caminó en dirección a la tribuna.
«Con que podamos mirarnos a los ojos, húndase el mundo en torno», me repetí sin querer los versos de De Rada. En su novela los enamorados se reunían durante un terremoto.
Continuaban hablando desde la tribuna. Un susurro contenido inundó la sala. Pasternak se aleja atravesando la tundra, pensé. Tenía la palabra Kiuzengueshi.
Ellos, Stulpanz y Lida, escuchaban quizá todo aquello por la radio, en un rincón de cualquier café. Se mirarían a los ojos y quizá hablaran de mí.
El susurro de Kiuzengueshi, amplificado a proporciones atemorizantes por los altavoces, se distribuía por la sala.
Sí, sin duda hablaban de mí de vez en cuando. ¿No amaba ella a los escritores muertos? Íbamos de nuevo sobre el mismo caballo, yo muerto y ella viva, como en la leyenda de Costandin y Donruntina. Sólo que en lugar de dos personas, ahora éramos tres: ellos dos, vivos, y el tercero yo, muerto.
La campaña continuaba. No se sabía nada preciso de lo sucedido terminada la asamblea del Instituto Gorki acerca de la expulsión de Pasternak del territorio soviético. Algunos decían que entretanto él había enviado un telegrama urgente a Estocolmo rehusando el premio; otros sostenían que aún estaba indeciso. En los círculos mejor informados se decía que había enviado una carta conmovedora a Jruchov y que su destino dependía ahora de la respuesta de este último. Pero, asimismo, se decía que en los últimos tiempos Jruchov estaba furioso con los escritores y por tanto no podía esperarse de él más que una respuesta intransigente.
Entretanto, oleadas de hielo se cernían sobre el Moscú invernal. Una y otra vez se escuchaba el aullido del viento continental desde una procedencia indeterminada: en Butyrski se tenía la impresión de que soplaba desde Ostankino y en este último lugar parecía que la guarida del viento se encontrara en el centro, en las grandes plazas.