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En medio de aquel lamento invernal, Stulpanz continuaba viéndose con Lida. A veces, él mismo me contaba lo que decían de mí. Macabra sensación. Violando las leyes de la muerte, él me traía las dimensiones de la mía propia. Se trataba de algo contra natura para cualquiera, pues eran dimensiones que nadie conocía. No obstante existía una persona en el mundo para la cual yo estaba muerto y por tanto, objetivamente, algo de mí había muerto en realidad. Esta persona, Lida, era la única en la que podían hallarse las dimensiones de mi muerte. Lida era mi pirámide, mi mausoleo, con mi propio sarcófago en su interior. A través de ella se quebraban todas las relaciones entre mi ser y mi no ser. Y cuando Stulpanz venía de sus encuentros con ella yo tenía la sospecha de que procedía del otro mundo, de que descendía de sus plantas superiores, de otros días, con periódicos fechados en el futuro, archivos donde podría encontrarse acerca de mí algo sin semejanza con nada, pues jamás persona alguna me había visto dimensionado por la muerte, a la luz de su interpretación.

En ocasiones me parecía que la muerte emanaba también de los ojos de Stulpanz. Dos o tres veces en que él había intentado hablarme yo lo había interrumpido: ¡Basta! En uno de los mítines organizados contra Pasternak había conocido yo a Ala Grachova, una muchacha jovial, enamorada del teatro. Siempre que después de un programa musical los locutores de la radio reemprendían la campaña, ella me cogía de la mano y me decía: «Vámonos de aquí.»

Pero la campaña estaba en todas partes y nadie podía escapar a ella. Se encontraba en el interior de nosotros mismos. Al hablarme de los miembros de su familia, Ala me contaba lo que decían de Pasternak. El más enconado contra él era un tío suyo.

– Pero tú me dijiste que había hecho su carrera después de la ascensión de Jruchov- la interrumpí.

– Sí- admitió. -Es un recalcitrante partidario suyo y un antiestalinista igualmente furibundo.

– ¿Pero cómo es posible entonces…?

Ella me miraba dulcemente, sin alcanzar a comprender qué es lo que no era posible. Yo intenté explicárselo con mayor sencillez.

– Tu tío dice las mayores herejías de Pasternak, ¿no es así?

Ala asintió con la cabeza.

– Y a Stalin lo cubre igualmente de improperios, ¿de acuerdo?

– Sí- dijo desconcertada.

– Pues Pasternak mismo sin duda habla barbaridades de Stalin. Es decir tu tío y Pasternak tienen la misma opinión de Stalin, ¿me equivoco? Entonces, de acuerdo con este sencillo silogismo, tu tío y Pasternak no tendrían por qué odiarse, todo lo contrario.

– Vaya- exclamó ella. -Yo no entiendo de esas cosas, ni tengo ganas de entenderlas. ¿No habíamos dicho que no hablaríamos más de ello? Hay tal desbarajuste en este país…

La radio, la prensa y la televisión proseguían con violencia sin precedentes los ataques contra el autor de Doctor Zivago. Doctor… doctor… Bajo el aullido de los vientos continentales, toda la tierra soviética, en su mayor parte cubierta de nieve, parecía llamar a gritos a un hombre vestido de blanco. Doctor… doctor… A veces, de madrugada o hacia el amanecer, se parecía al lamento de un enfermo que espera la llegada de un médico de procedencia desconocida, que no termina de aparecer.

La campaña se interrumpió tan bruscamente como había empezado. Una mañana los locutores comenzaron a hablar de los éxitos de los koljosianos de los Urales, de una hidrocentral en Siberia, de festivales artísticos de las repúblicas, de abundantes capturas de pescado, de la juventud radiante de las estepas bañadas por el Volga, pero ni una sola palabra acerca de Pasternak.

En la prensa y en la televisión, en la calle, en el trolebús, por los pasillos del Instituto, exactamente lo mismo. Doce horas antes su nombre brotaba de las bocas con violencia, con furia, y ahora era preciso encontrar algún rincón secreto para pronunciarlo.

– ¿Qué es esto?- le pregunté a Anteo. -¿No será ésta la cuarta fase a que se refería Maskiavicius?

– Es difícil decirlo- respondió. -Al parecer, la cuota está cubierta.

– ¿Cómo?¿Por qué se fija la cuota en tanto y no más ni menos?¿Eh? Habla, ¡oh viejo griego!

– Es difícil decirlo- insistió. -Según parece el deber del comunismo ya está cumplido.

En el pasillo, en el guardarropa, por las escaleras, en el patio, ni una palabra. En una ocasión quise preguntarle a Maskiavicius: ¿no será ésta la cuarta fase? Pero cambié de idea. Todos se abalanzaban hacia la sala de reuniones, donde, como para borrar el recuerdo del catastrófico mitin contra PST… acababa de finalizar un encuentro optimista con la amiga de la Unión Soviética, la poetisa cingalesa Adrianampandri Racifandrihamanana, y estaba previsto que tuviera lugar un encuentro entusiasta con el destacado dirigente revolucionario comunista argelino Larbi Buhali.

Todo en aquel día era distinto de aquel otro nebuloso, "pasternakoso". En las paredes resplandecían las consignas sobre la amistad soviético-argelina. El tapete que cubría la mesa de la presidencia despedía fulgores purpúreos.

Junto a las palabras URSS y Argelia, las consignas rotuladas sobre la tela roja de las pancartas incluían términos como «heroica», «sangre», «libertad», «bombas» y «bandera». Los altavoces difundían marchas revolucionarias.

Por fin entró él saludando con la mano, entre prolongados aplausos, sonriente, entusiasta, héroe positivo que llega directamente del fuego del combate, de las trincheras, de la epopeya… Los aplausos nb cesaron a todo o largo de su lenta marcha hacia la tribuna. En el instante en que Larbi Buhali llegó al pie de los escalones que daban acceso a la tribuna, Serioguin y otro más lo cogieron de los brazos y entonces toda la sala, entre los vapores de la emoción, observó que una de sus piernas estaba rígida, si no era artificial. Fue más que suficiente para que los aplausos iniciaran una nueva fase (la cuarta), más allá de la cual no podían quedar más que los alaridos. Los ojos de todos estaban velados; al tomar aliento parecía que aspiraran los jadeos del vecino. Las miradas, las frentes, los rostros estaban inflamados y nadie era capaz de prever cuándo ni cómo acabaría semejante ebriedad. Serioguin saludaba con la mano, como diciendo: basta ya, emociones tan fuertes… a esta edad… Una fila detrás de mí, Shakenov había dado inicio entretanto a su balada heroica y las Vírgenes de Bielorrusia habían sacado los pañuelos, mientras Anteo murmuraba algo con encono a mi oído izquierdo. Sus palabras me llegaban como de lejos. Todo es puro montaje, créeme. Yo conozco bien este asunto. Hace años que no va a Argelia ni de visita. Y la pierna se la rompió hace un mes, esquiando en los alrededores de Moscú. ¿Me oyes? Se rompió la pierna esquiando, me lo ha dicho un griego que tiene la dacha junto a la de este sinvergüenza. Sí, este impostor, ¿me entiendes? Este comediante.

Al finalizar el mitin, Anteo y yo nos fuimos juntos. No se veía a Stulpanz por ningún lado. ¡Hum, vaya revolucionario!, mascullaba una y otra vez Anteo. Ambos estábamos de un humor de todos los diablos. Allí en Argelia, se estaba produciendo una carnicería y aquel lechuguino esperaba el final de la guerra para regresar y tomar el poder. «Para entregarle después su país a la Unión Soviética, como pago por la dacha y las zapatillas abrigaditas. ¡Ah, esto es para reventar!»

Nunca había visto a Anteo tan indignado. Se retorcía al hablar, como si le dolieran las viejas heridas. Quizá le dolieran verdaderamente.

– ¿Continúan los preparativos para esa asamblea?-le pregunté para cambiar de conversación.

– ¿Qué asamblea?

Hubo de pasar cierto tiempo para que le hiciera entender a que me refería.

– ¡Ah!- exclamó por fin. -Sí, sí. Las subcomisiones trabajan febrilmente.

Las subcomisiones trabajan febrilmente, me repetí. ¿Por qué me haces estremecer, viejo griego?

Nos separamos en el metro Novoslobodskaia. Decidí hacer a pie el camino hasta Butyrski Hutor. El día era gris, los edificios se alineaban en una sucesión interminable, deprimente, con sus cientos de ventanas cerradas, cuyos cristales quizá a causa de su pequeñez parecían esconder algo infame. Atravesé Suchovski Val pero la residencia se encontraba lejos aún. Sobre los tejados, cientos de antenas de televisión semejaban bastones alzados por una muchedumbre de viejos iracundos. Hacía tan sólo cuatro días que el nombre de Pasternak caía sobre ellas como nieve negra. Dejé atrás Saviolovski Vokzal, maldiciéndome a mí mismo por no haber cogido el trolebús. Habían derribado un viejo edificio y las apisonadoras se afanaban allanando el terreno.