¡Qué semana tan agotadora!, pensé sin apartar los ojos de un pilar de cemento medio demolido, en cuya cúspide asomaban unos hierros como cabellos alborotados. Di algunos pasos y, sin saber por qué, volví la cabeza para ver una vez más aquel pilar de cemento. Parecía una columna enloquecida.
La semana se cerró con la muerte de la ilustre cuentista Akulina. A pesar de ser analfabeta había sido admitida tiempo atrás como miembro de la Unión de Escritores Soviéticos, de modo que todo el Instituto Gorki tomó parte en el entierro, en el monasterio Novodievichi.
Un viento seco sacudía las ramas desnudas de los árboles. Su murmullo parecía decir: érase una vez, v niekom tsarsve, v niekom gosudarstve… Caminábamos medio en silencio tras el ataúd revestido de paño color lila de la vieja cuentista, que había referido historias sobre los seres mitológicos eslavos, sobre las deidades escitas y puede que sobre aquella cabeza que hinchaba sus carrillos, sola en mitad de la estepa.
Érase una vez… jil-byl… Ninguna obra de ninguna época podía tener un comienzo más universal que aquella fórmula en pretérito imperfecto. Érase una vez… Nadie, ninguna generación humana lograría escapar a ella… Érase una vez un extranjero que conoció a una muchacha rusa de nombre Lida Snieguina.
El largo cortejo fúnebre se había detenido por fin. Stulpanz no aparecía por ningún lado. ¿Tanto le habrá sorbido el seso?, pensé. Sobre el mármol de las tumbas, sobre las cruces de bronce, sobre las ramas desnudas, el viento continuaba murmurando principios de cuento. Érase una vez… jil-byl. Se diría que las palabras surgían directamente de los antiquísimos pulmones del globo terráqueo… Érase una vez un gran Estado que se llamaba Unión Soviética…
CAPÍTULO V
Un pintor moscovita que acababa de regresar en avión de la India había traído consigo la viruela. Se había contagiado durante la ceremonia funeraria de una princesa en Delhi, al aproximarse más de lo debido al sarcófago con la intención de dibujar unos rápidos bocetos.
El pintor falleció pocas horas después de llegar a Moscú y se esperaba que todos los amigos y allegados que habían tenido contacto con él sufrieran idéntica suerte.
Por la mañana temprano, en la conserjería de la residencia del Instituto pegaron un gran cartel notificando la vacunación obligatoria contra la viruela de toda la población de Moscú e indicando los puntos donde se aplicaba. Se amenazaba con la cuarentena a todos aquellos que en el plazo de cuarenta y ocho horas no se hubieran vacunado.
Ante el cartel se había reunido un pequeño grupo.
– Nos está bien empleado- murmuró entre dientes Kurganov. -Demasiada amistad habíamos hecho con esa India.
– ¿Por qué?¿Es de la India de donde procede la epidemia?- preguntó alguien.
– ¿Pues de dónde crees tú?- se le volvió Kurganov. -¿No pensarás que ha venido de Alemania Occidental?
– Ya está bien, Kolia- le tiró de la manga su compañero. -Será mejor que vayamos a vacunarnos.
– Kurganov tiene razón- dijo Maskiavicius, que surgió de alguna parte. -Demasiada amistad hemos hecho con esas Indias y Brahmaputras- alguien se echó a reír. -Sí- continuó Maskavicius. -Así es este mundo. Te reconcilias con unos y rompes con otros…
Me lanzó una mirada de soslayo, pero yo no moví un músculo. Continuaba inmóvil ante el cartel leyendo mecánicamente, quizá por décima vez, sus escasos renglones. Un vacío tirante se originó en algún lugar junto a mi diafragma. No era la primera vez que escuchaba alusiones semejantes en los últimos días, pero nunca habían sido tan abiertas.
Caminaba por la calle entre un grupo de personas, una parte de las cuales se dirigía hacia el edificio donde se vacunaba, cuando volví a ver a Maskiavicius y apresuré el paso para darle alcance.
– Maskiavicius- le dije cogiéndolo por el codo, -escucha, hace un momento, allí delante del cartel, dijiste algo que me pareció que se refería a mí, o para ser más exactos, a mi país. Te ruego como camarada… en caso de que hayas oído algo… que me lo digas.
Volvió la cara hacia mí con los ojos desorbitados.
– No sé nada- se apresuró a decir. -Sólo estaba bromeando.
– Eso no era una broma- le dije. -Es asunto tuyo si no quieres decírmelo, pero no era broma.
– Era simplemente una broma- insistió.
Durante un trecho no hablamos.
– Discúlpame- le dije al cabo y aceleré la marcha para separarme de él. Pocos segundos después sentí su aliento en mi hombro derecho.
– Espera un momento- dijo. -Seguro que estás pensando que todos nosotros sabemos algo, que conspiramos contra ti porque eres extranjero y estás aislado, y esto y lo otro. ¿O no es así?- me interrogó con la voz cascada por la congoja.
En realidad era así, pero yo ni siquiera volví la cabeza para responderle. Estaba muy afectado.
– Escucha- continuó con el mismo tono de voz, -tú sabes que no soy como esas basuras de Yuri Goncharov y Ladonshikov, ni como esas putas vírgenes y demás. Sabes también que no siento ningún amor especial por los rusos. Si supiera algo no vacilaría un instante en decírtelo. Te juro que no sé nada con exactitud, sólo que anoche, mientras tomábamos unas copas en el Aragvi, un tipo a quien ni siquiera conozco dijo cuando fue a probar la sopa: «La sopa está ardiendo, pero entre Albania y nosotros empieza a hacer frío.» Intenté dos o tres veces tirarle de la lengua, pero no saqué nada en claro. ¿Me crees ahora?
Yo no hablaba. Ya no escuchaba lo que me decía, únicamente me repetía: ¿acaso será cierto?
– Además, para ser francos- murmuró Maskiavicius colgándose de mi hombro, -estaríais de suerte si de verdad se produjera un enfriamiento. ¿Eh?- susurró. -Yo, que soy lituano, lo sé muy bien, pero no me obligues a hablar.
De pronto tuve la certeza de que todo era verdad. En aquella mañana fría, entre la marea de caminantes que se apresuraban a vacunarse contra la terrible enfermedad que una princesa india le había transmitido a Moscú, tuve la sensación de que todo lo que flotaba en la niebla de los comentarios de Anteo sobre la venida de Vukmanoviç Tempo, sobre Bucarest o sobre aquellas subcomisiones preparatorias de la conferencia de Moscú, se clarificaba con rapidez.
Miraba mi aliento congelado justo ante mi boca y no me hubiera sorprendido que cayera al suelo y se quebrara en mil pedazos cristalinos. No estaba triste, tampoco contento. Me encontraba en un estado de permanente estremecimiento, más allá de la tristeza o la alegría, en un universo de vidrio de una luz torva, yerma, oblicua. El equilibrio de mis miembros se había quebrado. Sentía que podían descoyuntarse y volver a ensamblarse a su antojo, en las combinaciones más inauditas: entre las costillas podía tener un ojo, tal vez dos, los pulmones podían encontrarse en los brazos, quizá para poder volar.
Como toda cosa inverosímil, aquella mutación tenía una belleza misteriosa. Sensación mundial. Los periódicos. Asombro general. Me dilataba entre ellos como esparcido por un viento loco. Sentía una opresión ardiente en la garganta. Después, como en el vuelo de un sueño, me pareció sentir bajo mis pies la tierra negra, unos cuantos vagones de mineral de cromo, como los que veía los domingos en la estación de mercancías de Durres, cuando iba con los amigos a la playa, y los barriles de alquitrán que a veces, cuando se retrasaban los buques de transporte, se amontonaban formando terroríficas montañas negras.