– Estás completamente ido- dijo Maskiavicius.
Habría presiones económicas, quizá bloqueo. Puede que algo peor. La cabeza mitológica eslava hincharía sus mejillas para levantar un viento demente contra mi país.
– ¡Para qué te lo habré dicho!- se lamentó Maskiavicius a mi lado.
La cabeza aterradora, como brotada en medio de la estepa, se confundía en mi imaginación con la de Jruchov.
– Nombre, apellido y fecha de nacimiento- era la voz de una enfermera.
Me encontraba ante una mesa sobre la que se alineaban frascos y jeringuillas. En torno imperaba un trasiego ruidoso y constante. Maskiavicius había desaparecido.
– Quítese el abrigo y la chaqueta, por favor- dijo la enfermera. -Arremánguese la camisa tanto como pueda.
Yo observaba con el rabillo del ojo sus dedos blancos que me frotaban el brazo con un algodón empapado en alcohol. Después cogió una jeringa y comenzó a rasparme cuidadosamente con la aguja en la piel, como si estuviera dibujando una vieja figura. Pensé que el sarcófago de la princesa india debía de estar adornado con toda suerte de figuras sorprendentes para que el pintor se hubiera sentido tan atraído por él.
Entre las raspaduras vi la sangre inundando el lugar de la masacre. Después los delgados dedos de la muchacha dejaron caer una sustancia sobre el dibujo y dijo:
– No se baje la manga hasta que se seque.
Durante el trayecto hasta el Instituto rememoré varias veces el breve episodio con Maskiavicius. Los carteles que invitaban a la población de Moscú a vacunarse contra la viruela estaban pegados por todas partes. Pequeños grupos de personas se formaban ante ellos y los leían en silencio, sacudían las cabezas o iniciaban conversaciones con quienes tenían a su lado. En dos o tres ocasiones me detuve también yo ante los carteles con la loca esperanza de que alguien volviera a mencionar las relaciones extraordinariamente calurosas con la India y consecuentemente el enfriamiento con… con… algún otro país.
Anteo no estaba en la residencia. Aparte de él, no conocía a nadie a quien preguntar abiertamente, de modo que volví a ponerme el abrigo y salí. Hacía frío. Caminaba con la mente extraviada por la acera derecha de la calle Gorki. Los carteles a propósito de la viruela estaban por todos lados. Yo les echaba repetidas miradas como si esperara leer en ellos cualquier cosa. Otra cosa, además del hecho de que un pintor hubiera traído la terrible enfermedad al regresar en avión desde la India. ¿Y Vukmanoviç Tempo?¿En qué habría venido a Moscú?
Ante mí, en la otra acera, se elevaba el imponente edificio del hotel Moscú. Atravesé el cruce casi a la carrera y entré en su tranquilo vestíbulo. En un rincón de la derecha se vendían los periódicos extranjeros, sobre todo los de las democracias populares y los partidos comunistas de Occidente.
– ¿Tiene el Zëri i Popullit?- le pregunté a la vendedora. -Albania- añadí enseguida.
Cuando me extendió el periódico casi se lo arranqué de las manos. Lo desplegué arrebatadamente, devorando los titulares con los ojos, al principio sólo los principales, después los medianos, al final los de los epígrafes. Ninguna señal.
– ¿Tiene otros números?
Me tendió un fajo de periódicos que yo hojeé con la misma impetuosidad. De nuevo nada. Compré entonces unos diez periódicos en lenguas diferentes y me disponía a sentarme en algún sillón para hojearlos, pero la mirada suspicaz de la vendedora me molestaba. Salí a la calle y, aunque sentía que se me congelaban los dedos, comencé a desplegar los periódicos, reparando sólo en los titulares de las primeras páginas. Dos o tres personas volvieron la cabeza sorprendidas. Los repasé uno por uno. Al principio echaba un vistazo sólo a las portadas, después a las últimas páginas, finalmente también a los subtítulos interiores, pero no me tropecé con el nombre de Albania ni una sola vez. ¿Cómo han podido llegar a esto?, estuve a punto de gritar, hundiendo el último periódico en uno de los abultados bolsillos del abrigo. Entre aquellos miles o millones de signos latinos y cirílicos que pesaban como el plomo a ambos lados de mi abrigo, no encontré más que mutismo, ceguera. Los únicos periódicos que no compré eran los que estaban impresos en jeroglíficos porque no entendía nada.
Caminé aturdido hasta encontrarme en la plaza Roja. En los escaparates del Gum nuevamente carteles. A decenas. El mausoleo de Lenin estaba cerrado. Quizá fuera el día en que se renovaba el aire, o puede que lo hubieran cerrado a causa de la viruela. O quizá se tratara de una medida de precaución para que no se infectara Lenin aunque sin duda ningún microbio podía causarle daño alguno a su cuerpo embalsamado.
Yo mismo me daba cuenta de que estaba pensando insensateces. Entre ellas, sin relación alguna, recordé que Ala Grachova me había invitado a comer al día siguiente en la dacha de su familia. Al principio, no sé por qué, estuve a punto de rechazar la invitación, pero por fin le di palabra de que iría.
La multitud se abalanzaba a centenares por las puertas del Gum llevando consigo, junto con el bullicio cotidiano, la nueva inquietud procedente de la India. El microbio estaba allí. Minúsculo, se había introducido furtivamente quién sabe en qué pañuelo, en qué labios o cabellos y ahora lo conmocionaba todo, como no había logrado hacerlo jamás ninguna visita de primer ministro, presidente o emperador. Dos o tres días atrás, mientras aún estaba de camino, reinaba la tranquilidad (del mismo modo que todo estaba tranquilo hacía unas semanas, mientras Vukmanoviç Tempo viajaba hacia Moscú). Tranquilidad, como hacía pocos días, mientras llegaban en paquetes innumerables aquellos periódicos mudos.
Estaba ante el emplazamiento del viejo patíbulo. Intenté imaginarme por dónde traerían a los reos y dónde se encontrarían las escalerillas por donde subía el verdugo. Los tambores retumbarían con un ritmo especial. Con voz vibrante, solemne, se proclamaría la maldición y después la enorme espada, medio europea medio asiática, caía sobre todos.
Me alcé el cuello del abrigo para protegerme del aire helado que soplaba del río Moscova y comencé a descender hacia Ohotni Riad.
La comida del domingo en la dacha de Ala Grachova comenzó alegremente, pero acabó entre lágrimas. Ala me dijo después que aquello era habitual en su familia siempre que se ponía el vodka sobre la mesa. Además de la madre y la abuela de Ala, así como la más pequeña de sus hermanas, Olia, estaban presentes su tío, de quien me había hablado ya con anterioridad, y también otras dos parejas, viejos conocidos de la familia. Al principio la conversación giró en torno a la viruela, sobre todo a si se impondría o no la cuarentena. El tío de Ala, un hombre grueso, calvo, de rostro encarnado y carnoso, argumentaba que no podía haber cuarentena pues, aparte de otras razones, produciría mal efecto desde el punto de vista político. Mientras decía esto me miraba de reojo, con abierta hostilidad, como si yo fuera uno de los que propusiera el establecimiento de dicha medida. Si dependiera de mí, proseguía, ni siquiera se habría anunciado la existencia de la epidemia. Eso es lo que están deseando nuestros enemigos. Espera y verás cómo lo proclaman a bombo y platillo en todo el mundo. Como si en sus países no hubiera viruela, peste o muchas otras calamidades. Sólo que ellos son listos, la ropa sucia la lavan en casa, pero mantienen los ojos bien abiertos en nuestra dirección.
Decía esto y de nuevo me miraba con el rabillo del ojo. Era evidente que en torno a aquella mesa yo representaba para él todo lo ajeno y hostil, incluyendo a Europa occidental, el decadentismo burgués y a la Standard Oil Company. Ala, quien debía conocer su aversión a los extranjeros, le replicaba y enrojecía de satisfacción siempre que él, en la pasión por defender a toda costa sus posiciones, decía alguna bobada. Los demás reían y Ala, que se sentaba junto a mí, aprovechaba la oportunidad para susurrarme al oído: Ah, ¿no te había dicho que es eslavófilo?