– Existe una enorme ingratitud hacia la Unión Soviética – continuaba él lleno de despecho. -Nosotros hemos derramado nuestra sangre por los pueblos de Europa, les hemos regalado la libertad y sin embargo ellos… hum… ellos son unos desagradecidos.
Me pareció que miraba el pan que tenía ante mí e inmediatamente retiré la mano de él.
Algunos de los comensales lo escuchaban, el resto conversaba por parejas en voz baja.
– Hay un solo Partido Comunista en el mundo- prosiguió sin mirarme, -y no una docena. Existe un partido padre y partidos hijos, y los que piensan lo contrario…
Yo a duras penas lograba tragar lo que tenía en la boca. ¿No sabrá algo este cerdo?, pensé.
– ¿Y partidos tíos, no hay también?- lo interrumpió Ala.
El la miró con gesto de reproche.
– Ala, basta- gruñó.
Pero a ella tanto le daba. Sabedora de que toda su irritación se concentraba en mí, parecía regodearse colocándose de mi lado, en una reunión donde todos me eran extraños. Cuanto había de cálido y dulce en su naturaleza encontraba así un modo directo de manifestarse. Había notado hacía tiempo que en Rusia eran las muchachas y las abuelas quienes mostraban mayor consideración con los extranjeros, incluso cierto cariño.
Durante la comida, a pesar de la satisfacción que me proporcionaba la actitud de Ala, su tío me iba poniendo cada vez más nervioso. Casi no había abierto la boca hasta entonces y sentía incontenibles deseos de decirle algo ofensivo. Creí que se presentaba la ocasión cuando salió a relucir Jruchov.
– He notado que en la prensa lo llaman Nikitiushka, Nikitinka o Nikitiushonok- dije colocando los acentos de una forma monstruosa. -Ya sé que eso forma parte de la tradición del folklore ruso, pero ¿no creará algún problema en cuanto a la seriedad…?
Mientras yo hablaba él no despegaba su mirada de mí, intentando averiguar si había algún deje de burla en mis palabras. Por fin, no consiguiéndolo al parecer, me respondió cargado de animosidad:
– A pesar de lo que les pueda parecer a algunos, esos diminutivos son buena muestra del cariño popular por nuestro Nikita Serguejeviç, ¿entiende? La mano con que se servía cerveza en el vaso temblaba.
– ¿Se entera, mollodoj çellovjek, muchachito?-insistió. -Nadie se habría atrevido a llamar a Stalin, Josif, mucho menos Josifushka-. Sus ojos rebosaban inquina.
– Nikitushka, Nikitinka- terció Ala; -así es como hablan los borrachos…
Esperaba ver cómo él se abalanzaba sobre su sobrina, pero se conformó con echarle una mirada de reconvención. Al parecer, reservaba todo su odio para mí.
No cesaba de decir frases de doble sentido y cargadas de veneno, y yo dudaba entre dos posibilidades: o levantarme y salir de allí con cualquier pretexto, un dolor de cabeza por ejemplo, o dejarlos plantados brutalmente sin la menor explicación. Quizá habría optado por lo segundo si la abuela de Ala, que parecía ser la única, junto con su nieta, en comprender que toda la hiel de aquel hombre se dirigía contra mí, no hubiera dicho entre dientes:
– ¡Cómo no te da vergüenza, Andrei Timofeich!
Los demás no se enteraron de nada y continuaron con sus charlas. Incluso una de las mujeres, una viudita de la dacha vecina, parecía disponerse a entonar una canción. Dos o tres veces empezó la melodía en voz muy baja y otras tantas la dejó en suspenso sin atreverse a continuar ni a dejarla, como alguien que al borde de un lago no se decide a entrar en el agua.
Ala ya no hablaba. A punto de echarse a llorar, miraba con desprecio a su tío, que continuaba soltando veneno igual que antes, con la sola diferencia de que ya no miraba en mi dirección. En cierto momento me pareció que era Ala quien se disponía a decirme que nos levantáramos de la mesa, pero justo entonces sucedió algo. La viudita vecina se echó a llorar. No era un simple llanto: se mezclaban en él todos los elementos de la canción que había estado intentando cantar, incluso un texto que apenas se distinguía, deformado y ahogado por los sollozos.
– Vamos, Rosa, no…- dijeron varias voces, también ellas al borde del llanto.
Ala me explicó más tarde que aquello era frecuente. La mayor parte de las dachas de los alrededores pertenecían a familias de aviadores que habían sido derribados durante la defensa de Moscú. Bastaba un gesto para que cualquier comida se transformara en un oficio de difuntos. El padre de Ala había muerto también durante los primeros ataques de la aviación alemana.
– ¿Te acuerdas, Nina- le decía la viuda a la madre de Ala, -de aquella noche en que lo llamaron con urgencia? Acababan de regresar de un servicio, y sin embargo los volvieron a llamar. Al instante tuve una corazonada de mal agüero.
Todas ellas, las viudas, incluso las otras, las vueltas a casar, comenzaron a rememorar las noches de espera en común, los malos presentimientos, las breves conversaciones junto a la verja de madera.
El avión del padre de Ala había quedado atrapado entre un grupo de Junkers y había desaparecido. Lo despedazaron al pobre, repetía de vez en cuando la abuela, como si fueran una bandada de halcones. De noche, solo en lo alto, en algún lugar del cielo…
De noche, solo… Había algo tras esas palabras. Me sentía ante ellas como ante una puerta cerrada. De noche, solo. Rebuscaba en mi memoria, intentaba desesperadamente revivir un recuerdo, mas la chispa no lograba prender. De noche, solo.
Por fin se hizo la luz. Era una vieja canción que había escuchado tiempo atrás en una boda:
Tomé el camino de Yanina
de noche-o, solo-ooo
Solo con el negro Haxhi
de noche-o, solo-ooo.
Me estremecí. La noche negra, el camino y el negro Haxhi, el criado. No recordaba cómo continuaba. Creo que el viajero era asaltado por los bandidos.
Me acribillaron a golpes de cuchillo
de noche-o, solo-ooo.
Pensaba que no podía haber en el mundo una canción más triste sobre la soledad.
– ¿Recuerdas Nina, el 12 de septiembre?- decía la vecina.
El tío de Ala, con los ojos desencajados, miraba alternativamente a las mujeres, que no paraban de hablar. El resto de los hombres adoptaron una expresión entre culpable y ofendida.
Ala y yo, aprovechando que no nos prestaban atención, nos levantamos y salimos. Olia, la pequeña hermana de Ala, nos siguió.
Los alrededores medio cubiertos por la nieve estaban silenciosos. Hacía más de una hora que paseábamos. Olia caminaba unas veces a nuestro lado y otras delante, pues le gustaba descubrir los senderos por los cuales pasaríamos después nosotros. Era delgada, de miembros finos y largo cuello y tenía una voz melodiosa, como la de Ala. Desde lejos nos señalaba un charco medio helado en nuestro camino, una isba abandonada o algún tablón podrido, arrastrado hasta allí quién sabe por qué razón. Nosotros simulábamos que todo aquello nos interesaba y Olia corría satisfecha en busca de nuevos descubrimientos.
Aquí y allá, flanqueando los senderos, se alzaban dachas deshabitadas, con los postigos cerrados, y rara vez alguna isba. Ala dijo que podíamos encontrarnos cerca de una aldea.
– ¡Eh!- gritó Olia desde lejos. -¡Un cementerio! Era un camposanto de aldea, rodeado por una valla o por lo que quedaba de ella. La mayor parte de las cruces de madera estaban torcidas y rotas, tal como las había imaginado tiempo atrás leyendo a los maestros rusos. Junto a cada tumba había una especie de banco rudimentario, compuesto de dos tablones clavados sobre estacas hundidas en el suelo. Allí es donde se sentaban los allegados de los muertos cuando acudían al cementerio los domingos o los días de difuntos. Los tablones, igual que las cruces, estaban ennegrecidos por el paso del tiempo y a trechos podridos. Difícilmente podía nada más estremecedor.