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– Debe de haber alguna iglesia por aquí- dijo Ala. Sólo aquello faltaba en aquel paraje perdido: una iglesia de aldea con el salterio en eslavo antiguo, la lengua que parecía perseguirme últimamente. A medida que avanzábamos, crecía mi impresión de haber estado en aquel lugar el año anterior. O quizá me equivocaba; los alrededores de Moscú son tan semejantes que es fácil confundirlos. O quizá hubiera estado allí a comienzos del otoño, cuando todo era dorado, cobrizo, revestido de un brillo perezoso, como las tiendas de antigüedades.

No recordaba el nombre de la estación de ferrocarril donde habíamos descendido; sólo se me había quedado grabado aquel brillo fabuloso en abierto contraste con las isbas ennegrecidas, aquel manto de hojarasca, verdadera esencia del otoño, y las rasgaduras blancas sobre el tronco de los abedules, tan deslumbrantes que me recordaron destellos de luz como los que arrancaban con un espejo los muchachos de provincias en las ventanas de las jóvenes que les gustaban.

Estaba con Stulpanz, Kurganov y un poeta que trabajaba en una editorial. Pisábamos como borrachos sobre lo que había derribado y dorado el soberbio otoño ruso, sin comprender por qué dos o tres aldeanas que vimos en el umbral de sus isbas nos miraban con aire de sombrío recelo. Más tarde vimos otras dos mujeres y una vieja con agujas en la mano, y en los ojos de todas se percibía la misma turbiedad, en la que resultaba difícil discernir el miedo de la severidad. Intrigados por su actitud, nos pusimos a indagar y no nos resultó difícil enterarnos de lo que sucedía: hacía un mes, en aquellos mismos contornos, habían matado a una muchacha a navajazos. Se llamaba Tonia Mihelson, tenía diecinueve años y era sin duda la muchacha más bonita de toda la periferia de Moscú. La habían matado los hooligans, poco más allá de la estación del tren, de noche, en las vías- ooo…

Una vieja aldeana, con un pañuelo en la cabeza como todas las viejas rusas, nos lo contaba con una voz que en parte por la conmoción, en parte por la escasez de dientes, salía de su boca tan delgada como un hilo.

– La mataron por nada, ¡por nada!- decía y aquel «por nada» se te clavaba como otro golpe de cuchillo. Todo en su relato era corrosivo y tan triste que era preciso doblarse en dos para vencer el vacío que se originaba en el vientre. Escuchar la historia de la muerte de Tonia Mihelson, la hermosa joven de diecinueve años, contada por una boca sin dientes, con aquella voz cansina, resultaba aún más triste.

Los hooligans habían venido de Moscú a visitar a un compañero suyo. Habían bebido y jugado a las cartas y la apuesta consistía en que quien perdiera mataría a la última muchacha que saliera del último tren de Moscú. Era un juego macabro que se había propagado últimamente. Se jugaba con las vidas de desconocidos: el último cliente de la tienda de alimentación, la primera pasajera en bajar del trolebús, o quien se sentara en la fila 9, asiento 17, en un cine.

– Así fue, por nada- dijo la vieja por tercera vez y yo pensé que si volvía a pronunciar las palabras «por nada» tendría que gritarle «basta ya».

El dolor por la desconocida Tonia Mihelson se percibía en todo. Se había adherido al paisaje, salpicándolo con manchas de sangre que durarían cien años, quizá más. Ninguna convulsión geológica podría marcar aquellos lugares como aquel dolor.

Quise decírselo a Ala, pero algo hizo que me arrepintiera. Puede que no fuera el mismo lugar. Además, todo estaba ahora cubierto por la nieve y ésta parecía reclamar olvido. Al menos hasta la primavera lo conseguirá, pensé.

Continuamos caminando por un bosque ralo. Las isbas de la aldea habían quedado atrás. Los abedules estaban helados y las yemas reventaban sus cortezas agrietadas como marcas de vacunación. Las manchas claras sobre sus troncos resultaban ahora más opacas, como si los espejos de los golfillos provincianos se hubieran cubierto de polvo.

Volvimos a encontrar dachas deshabitadas con las puertas y ventanas cerradas. Tras las portezuelas se veían los porches ennegrecidos con matojos de lilas resecos. Algunos pájaros, cuyo nombre ignoraba, piaban lastimeros más allá.

– Sabes- dijo Ala, -creo que Stalin iba a una dacha a pocos kilómetros de aquí, en dirección a Kuncevo.

– ¿Una dacha de Stalin?

Balanceó la cabeza, satisfecha de haber logrado excitar mi curiosidad.

– Ahora debe de estar abandonada- dijo, -hace tiempo ya.

Desde lejos, Olia nos decía algo acerca de una zorrera, pero yo estaba pensando en otra cosa.

– ¿En qué dirección está?- le pregunté a Ala.

Se encogió de hombros.

– No lo sé bien- dijo. -Debe de estar por allí.

Miré unos instantes en la dirección que me señalaba su mano. Las ramas desnudas de los árboles fragmentaban el escudo grisáceo del cielo invernal.

– ¿Está muy lejos?

Me pareció sentir el aleteo de sus pestañas.

– Sí… muy lejos y seguramente abandonada.

Me di cuenta de que tenía miedo de que le pidiera que fuéramos allí. Puede que entonces sintiera que los troncos de los árboles se inclinaban amenazadores sobre nosotros, como preguntándonos: ¿qué se os ha perdido a vosotros en esa dacha?

– Me gustaría verla- dije por fin.

– ¡Oh, no!- era casi un grito de pánico. -Ya te he dicho que está lejos y seguro que abandonada.

– Precisamente, así es como quisiera verla- dije yo. -Tal como está.

Su rostro enrojeció ligeramente.

– Además, no estoy segura. Puede que no me haya enterado bien y la dacha esté en cualquier otra parte.

Me volví hacia ella y vi que el rojo de sus mejillas subía de tono.

– Como quieras- le contesté.

La nieve crujía bajo nuestros pies y Olia dijo de nuevo algo sobre una zorrera.

– Dicen que era terrible- continuó Ala poco después. -Vivía allí solo, como un monje.

Al parecer creía que, mencionándome el abandono de la dacha y el ascetismo de Stalin, mi curiosidad quedaría satisfecha.

– Eso es lo que dicen, vivía en completa soledad, exactamente como un monje.

– ¿El monje de la revolución?- pregunté yo. -Así le llaman sus enemigos, ¿lo sabías?

Se encogió de hombros sin saber qué decir.

No recordaba bien dónde había oído a un borracho decir de Jruchov: ¡ah!, qué zorro es nuestro Nikitushka, un zorro de la revolución.

Oscurecía. Olia propuso que regresáramos mientras quedara luz, pues más tarde corríamos el riesgo de extraviar el camino.

– Sí, sí- dijo Ala. -Regresemos.

De vuelta, cada uno de los tres intentaba encontrar en la nieve sus propias huellas.

El crepúsculo derramaba fugazmente manchurrones blancos y negros sobre las isbas escasas, los huecos de los troncos y los tejados de las dachas cerradas. Aquí y allá las copas de los árboles dejaban caer montones de nieve que fulguraban por última vez antes de hundirse en la penumbra del suelo. El día oscurecía lentamente como un viejo servicio de plata. Nos alejábamos cada vez más del boscaje oscuro, en cuyo interior acecharían silenciosos el monje y el zorro, en vísperas de un macabro enfrentamiento.

Cuando una hora y pico después llegamos a las proximidades de la dacha de su familia, le dije a Ala que prefería marcharme directamente a la estación sin despedirme de nadie. Coincidió conmigo en que era preferible.

Me acompañaron las dos hermanas. Desde la ventanilla del vagón observé que las mejillas de Ala habían enrojecido nuevamente. Olia debía de haberle gastado alguna broma relacionada conmigo mientras yo subía al tren, como la picadura benigna de un insecto inofensivo.

Permanecieron ambas en el andén, saludándome con la mano, hasta que el tren se alejó. Me sentí cansado. Entorné los ojos y durante largo rato permanecí completamente ausente. Sólo después de varios kilómetros comencé a escuchar las palabras de la gente que estaba cerca de mí. Hablaban de la viruela.