– Te han llamado dos veces por teléfono- me dijo tía Katia en la conserjería, buscando en el cajón de la mesa el pedazo de papel donde había anotado el recado. -Aquí está. La embajada albanesa. Que les llames de inmediato.
– ¿A la embajada?
– Sí.
Qué habrá pasado, pensé. Fugazmente se dibujó en mi cerebro un ataúd, a miles de kilómetros de distancia, en mi casa de Gjirokastra. ¿Mi madre? ¿Mi padre?
Saqué del bolsillo mi pequeña agenda y con los dedos agarrotados la abrí por la A: Anteo. Ala Grachova. Ambasada.
Mientras marcaba el número sentía crecer un vacío en el estómago.
– Halo. ¿Embajada albanesa?- dije en mi lengua.
– Sí- me respondió una voz tranquila.
– Me han dejado un aviso- le dije, dando mi nombre.
– Sí- dijo la voz. -Se trata de una reunión que se celebra esta tarde. Debe estar sin falta en la embajada a las seis.
– Sí, sí- desde luego.
– ¡Hasta pronto!- se despidió la voz.
Al colgar el receptor del teléfono, sentí que tenía la frente cubierta de sudor frío. Durante un segundo capté la mirada escrutadora de tía Katia.
La gran sala de recepciones de la embajada estaba repleta. Los estudiantes, la mayoría muchachos, hablaban de dos en dos en voz muy baja. Algunos guardaban silencio. Tres grandes lámparas que pendían a poca altura derramaban una luz amarillenta. En la pared, en un marco de bronce, había un gran retrato de Enver Hoxha. Nadie sabía por qué habíamos sido convocados con tantas prisas.
A las seis entró el embajador. Vestía un traje negro y quizá a causa del contraste con la blancura de la camisa me pareció más pálido que la última vez.
Lo acompañaba un hombre a quien no conocía, tal vez recién llegado de Tirana.
Apenas pronunciadas las primeras frases, antes incluso de que abordara el objeto de su discurso, supe de qué se trataba. Bastó el enrevesado ordenamiento de las oraciones en el preámbulo para que comprendiera que todos los recientes rumores sobre el distanciamiento eran absolutamente ciertos. Después de subrayar que las relaciones entre Albania y la Unión Soviética habían sido y continuarían siendo buenas, el embajador explicó que no obstante existían fuerzas internas y externas que desearían deteriorar dichas relaciones. Por tanto nosotros, los estudiantes, debíamos evitar a toda costa dar lugar a provocaciones de quienquiera que procedieran. Con este propósito era aconsejable que por el momento limitáramos en lo posible nuestras relaciones con los moscovitas. Esto se refiere en particular a las muchachas, añadió. Yo sentí una leve opresión en el corazón, no porque el embajador dijera aquello, cosa que me pareció natural, sino porque lo había dicho sin sonreír. Todos esperaban que sonriera, como había hecho siempre al recomendarnos la mayor corrección en nuestras relaciones con las muchachas rusas. Lo mejor será que evitéis su compañía, prosiguió con una voz que me pareció cansada. Habló aún dos minutos más, reiterando que las relaciones entre ambos Estados continuaban siendo buenas y sobre todo que no debíamos comentar el asunto con nadie.
– Bueno, muchachos, ésta es la razón por la que os hemos hecho venir- finalizó en voz muy baja.
– Confío en que no habrá necesidad de mayores aclaraciones. Hasta pronto.
Era una de las reuniones más insólitas a las que me había sido dado asistir.
Se decía que todos los miembros de la familia del pintor contagiado habían muerto a causa de la viruela. Los trabajadores del aeropuerto eran mantenidos bajo constante observación. Se decía que, en caso de producirse una sola muerte fuera del entorno familiar del pintor, se declararía la cuarentena en Moscú.
Como de costumbre, las lecciones del sábado eran las más insoportables. Para distraerme, observaba el ajetreo de la gente en el bulevar Tverskoi. Si el edificio hubiera estado orientado un poco más hacia el norte habría podido divisar desde allí la estatua de Pushkin y la entrada del Cinema Central, ante la que había siempre una larga cola. Mas no se veía ni una cosa ni la otra, y el Tverskoi estaba triste, como cualquier bulevar en invierno.
Poco después sonaría el timbre señalando el final de la clase, pero los descansos se habían tornado para mí más desagradables que las clases. Me trataban sin excepción con frialdad, aunque esto no era lo que más me molestaba. Lo que me resultaba insoportable era sentir sobre mí sus miradas heladas y comprobar que las apartaban para evitar encontrarse con la mía. Todas me irritaban por igual, ya fueran venenosas como las de Yuri Goncharov y de Ladonshikov, ya compasivas como la de Pogosian (La Masa de Decenas de Millones). Las Vírgenes de Bielorrusia me observaban con expresión de sospecha, Shoguenchukov y los dos Shota con curiosidad y algunos con callada simpatía, como Stulpanz, Maskiavicius y dos o tres rusos silenciosos. El grupo de Kara-Kum me clavaba siempre unos ojos llenos de consternación; la mirada de Kiuzengueshi expresaba triste indiferencia. El único que me trataba con normalidad, igual que antes, era Anteo. Hay que ser completamente obtuso para no comprender que un tremendo huracán se dispone a caer sobre vosotros, me había dicho hacía dos días. Todos éstos creen que esa tormenta os va a borrar de la faz de la Tierra. Pero yo que he estado en tu país y conozco poco más o menos la tierra balcánica, sé que resistiréis. Era la primera vez que no sentía necesidad de hacerle preguntas. La tierra balcánica, pensé, como si redescubriera en mí mismo algo olvidado. ¡Que nadie olvide que ya se fue el tiempo en que colocaban nuestras cabezas en el famoso nicho de piedra!, continuó él. El castigo de la ignominia, ¿así se llamaba, no? En mi imaginación se alinearon los muros rojizos del Kremlin. ¿Sería posible que alguien soñara con abrir en ellos un nuevo ibret-tashé? * Ha llegado la hora, prosiguió el griego. Ha llegado vuestra hora. ¿Qué?, dije yo. El me miró unos instantes pensativo. Un día estuvimos hablando de la besa, dijo, ¿te acuerdas? El momento de la confrontación entre vuestra besa y la infamia ha llegado. Yo no apartaba los ojos de él, esperando que volviera a hablar. Nosotros pertenecemos a territorios homéricos, continuó. Eso no debe olvidarlo nadie.
Los territorios homéricos, me repetí. Eso era verdad. En uno de nuestros primeros encuentros había sorprendido a Lida Snieguina hablándole de uno de nuestros ríos. ¿Sabes, Lida, que yo me he bañado en las aguas del Aqueronte, el río que conduce a los infiernos? Ella creyó que me burlaba. Pero tú aún estás vivo, dijo, creyendo continuar una broma. ¿Cómo has podido regresar de allí? Le expliqué entonces que hablaba en serio, que el famoso río mitológico se encontraba a no menos de sesenta kilómetros de mi ciudad natal y que la última vez que había estado allí de excursión con unos amigos, habíamos visto a unos hidrólogos debatiéndose como espíritus con sus remolinos sobre balsas de plástico azul. Cuando les preguntamos qué hacían, nos dijeron que estudiaban las aguas del río, pues se pensaba construir sobre su cauce una central hidroeléctrica. Lida se quedó maravillada.
Y ahora estaba convencida de que yo había cruzado realmente el Aqueronte, para no regresar jamás de allá.
Sonó el timbre, dando fin a la última clase. Mientras caminábamos hombro con hombro hacia la salida, Anteo me dijo en voz baja:
– ¿No has oído decir que Enver Hoxha va a venir a Moscú?
– No- le dije.
– ¡Ah! Puede que sea un bulo.
En el patio, el chino Ping intentó sonreírme dos o tres veces. ¿Qué le ha pasado a éste?, me pregunté. Era una sonrisa fría, insistente. Anteo, que al parecer había observado tanto la sonrisa del chino como mi nerviosismo, se inclinó sobre mi hombro.