Выбрать главу

– Se dice que cuando hayáis roto con todos los países del campo socialista seréis los grandes aliados de los chinos…

– ¿Tú crees?- le contesté. -Sinceramente, no sé nada. Sólo sé que…

– ¿Qué?

Los ojos rasgados del chino no se despegaban de mí.

– Que continuaremos siendo amigos de todos los que no pretendan engañarnos.

– Comprendo- me interrumpió el griego. -No es necesario que continúes.

Me separé de Anteo e iba atravesando el patio en dirección a la puerta, cuando sentí como una tromba en mi hombro derecho.

– Demonios solitarios que atravesáis el cielo- volví la cabeza y vi al joven de Altai. Había adelgazado y tenía enormes ojeras.

– ¿Dónde te has metido?- le pregunté. -Hace siglos que no te veo.

– Demonios solitarios del campo socialista- repitió poco después.

– ¿Qué pretendes decir con eso?

– He fracasado en todo- continuó él. -No he conseguido imitarlo en nada. Demonio.

Dio unos pasos hacia mí.

– ¿Es verdad que las alemanas no tienen el sexo vertical, sino poperiok, horizontal? Ha sido Kurganov quien me lo ha dicho. ¡Ah! Me encantaría perder la virginidad con una de esas alemanas…

– ¡Vete al diablo con tu virginidad!

– Discúlpeme, demonio. Lo había olvidado: usted tiene otras preocupaciones.

Junto a la verja distinguí un perfil conocido.

– Perdona- le dije a él, -creo que me esperan.

Era Ala Grachova. Me sonrió.

– Lo estaba esperando- dijo. -¿Sabe? Esta tarde todos nosotros, Olia, mamá, la abuela y yo nos vamos a la dacha. Pasaremos la noche allí y mañana… Pero ¿qué es lo que pasa?- interrumpió de pronto su gorgoteo. -¿No estará enfermo?

– ¿Qué?

– Tiene el rostro atormentado, como si le doliera algo…

– Sí- le dije, -me duele… el oído. Es un dolor insoportable.

– ¡Qué lastima…! Mamá y la abuela me habían dicho que lo invitara, y yo estaba tan contenta… Más aún teniendo en cuenta que él, es decir mi tío, no va a venir.

– Qué se le va a hacer- contesté con frialdad. -Dales las gracias de mi parte. Siento no poder ir.

Me miró con ojos tristes.

– ¿Tiene prisa?

– Sí… Desde luego. Ala, siento mucho no poder ir. Aquello es muy acogedor…

– ¿De verdad?¿No se aburrió la otra vez?

– En absoluto.

Sus ojos intentaron volver a ser sonrientes, pero algo se lo impedía.

En la parada del trolebús nos dimos la mano y nos separamos.

En el camino hasta Butyrski Hutor recordé las palabras de Anteo: Enver Hoxha va a venir a Moscú. Los cristales del trolebús estaban cubiertos de hielo. Me sentía cansado y dos o tres veces me pregunté qué significado podía tener aquel viaje a través del invierno.

La cuarentena fue impuesta al día siguiente a mediodía. Al parecer, alguien había muerto fuera del círculo familiar del pintor.

La ciudad era demasiado grande para estar al tanto de lo que sucedía en sus entradas y salidas, en los aeropuertos, las estaciones de ferrocarril o las carreteras. Lo más perceptible era el cierre de los cines, los teatros, las pistas de patinaje, las galerías, los grandes almacenes y sobre todo la prohibición estricta de que entraran personas ajenas en las residencias y casas de estudiantes.

Decenas de jóvenes se habían dado cita ante la residencia del Instituto y deambulaban arriba y abajo con la vana esperanza de que les permitieran entrar.

– Ahora estáis listos- dijo Dalia Eipsteks, una judía de Vilna, dirigiéndose a Maskiavicius y a mí. -Queráis o no, ahora tendréis que fijaros en nosotras.

Bajita, nada agraciada, con aspecto de parisina, nos miraba con sus ojos penetrantes e irónicos desde atrás de los lentes.

– Hum- murmuró Maskiavicius irritado. Al cabo de tres meses de esfuerzos había logrado convencer a una de sus amigas de que viniera a su habitación y la cuarentena echaba a perder todos sus planes. -Hum, acostarse contigo es lo mismo que hacerlo con Clara Zetkin.

Ella masculló una palabra en lituano que Maskiavicius me tradujo por «desgraciado», pero yo estaba convencido que se trataba de algo bastante más fuerte.

– Maldita sea mi suerte- murmuró Maskiavicius. -Verdaderamente tengo la negra.

En la conserjería dos o tres parejas intentaban inútilmente llegar a un apaño con tía Katia. Era imposible entrar. ¿Qué harían Lida y Stulpanz en una ocasión así?¿A qué jardines helados acudirían, a qué cafés?

Maskiavicius continuaba murmurando entre dientes medio en ruso, medio en lituano. Maldecía la cuarentena, a la India, a Jawaharlal Nehru, aquel bufón con sombrero de papel que se parecía más a un jefe de cocina que a un primer ministro…

Al segundo día de cuarentena, en las siete plantas de nuestro edificio comenzó lo que era de esperar: la bebida. Era una borrachera distinta a la de otras veces, grave y ahogada, «euroasiática y lúgubre», como le gustaba decir a Dalia Eipsteks. Se debía quizá a la falta de elemento femenino, cuya ausencia se dejaba sentir en todas partes, en torno a las mesas, en las voces, en las carcajadas y en las peleas. Sólo ahora que estaban ausentes por la cuarentena, se percibía que las mujeres habían actuado hasta entonces como un regulador permanente. Era su propia presencia la que purificaba la atmósfera, la que protegía del deterioro y la podredumbre. Ahora que ellas no estaban las palabras, los gestos, las canciones, todo se ensombrecía a gran velocidad. Hasta la sangre que brotaba de las narices golpeadas parecía diferente, más cuajada, más negra, sin aquel púrpura luminoso que, al parecer, sólo era capaz de proporcionarle la presencia turbadora de las mujeres.

Durante horas y horas bebían, murmuraban y se pegaban casi en silencio, a veces en grupos, otras aislados, en el fondo de los pasillos, a la luz de las bombillas de 40 vatios cuya iluminación empalidecía todavía más a causa de la capa de polvo.

Una noche, en uno de aquellos rincones oscuros me encontré frente a frente con Yuri Goncharov. Parecía apresado tras los cuadros de la tela de su traje, como en una red de odio.

– ¿Qué es lo que pretende hacer ese Enver Hoxha vuestro?- silbó entre dientes. -¿No pretenderá levantar la cabeza? Ja, ja, ja.

Me quedé helado. Era incapaz de concentrarme para responderle siquiera. Mi boca estaba abierta ante un vacío. La cólera me provocó dolor entre las costillas. Por fin, mis labios articularon mecánicamente una palabra, fuera del control de mi conciencia. Antes de haberla escuchado yo mismo, vi el reflejo de su efecto en la cara de él.

– Donosçik.

Se estremeció. Una especie de risa envenenada, que en algunas personas es la expresión más extrema del sufrimiento, se dibujaba en su rostro. Se llevó la mano a la mandíbula inferior, sin duda para sujetarla pues, igual que yo, debía de tener enormes dificultades para hablar, y dijo:

– ¿Has visto alguna vez en la televisión las manos de Janos Kadar? ¿Eh? ¿Las has visto?

No respondí.

– Ja, ja, ja. Es digno de verse. ¿Te has fijado en sus dedos, sin uñas?

Continué guardando silencio. Su rostro odioso estaba pegado al mío.

– Pretendió arañar a Rusia con aquellas uñas, pero nosotros se las arrancamos, ¡trac! ¿Te enteras? Ja, ja, ja.

Dorian Gray, pensé. Rasga ese retrato a cuchilladas. Lo mismo que la primera vez, mi boca se abrió mecánicamente y pronunció la misma palabra:

– Donosçik.

Él lanzó un gutural «uuuh», como si algo le perforara el estómago y un segundo después ni él ni yo estábamos ya allí.

Proseguía la borrachera: las tardes transcurrían cargadas de olor a salami, vodka y tabaco malo. Por los pasillos no se oían más que gemidos. Una y otra vez se escuchaba un extraño y pausado redoble de tambor: era la cabeza de Abdulahanov golpeando contra la pared.