A la luz de las lámparas, ella me pareció aún más atractiva. Como no encontramos otra cosa mejor que hacer, nos pusimos a bailar nosotros también. La sala era muy ruidosa. Una y otra vez sacaban al exterior a algún borracho. Al encontrarnos en un ambiente extraño y desconocido para ambos, de pronto nos sentimos más próximos el uno al otro, aunque me gustaba tal como era, un tanto desenvuelta y distante. Le sentaba muy bien la mezcla de ambas cosas. Nos acercamos a la barra del bar y pedimos dos coñacs. Ella caminaba y bebía con ademanes decididos. En torno a una mesa próxima, tres hombres ya mayores que bebían y charlaban en letón nos miraron con curiosidad y uno de ellos, el de más edad, le preguntó algo a mi acompañante. Aunque no sabía una palabra de su lengua, imaginé que le preguntaba quiénes éramos, pues todos alzaron los ojos hacia mí; al parecer habían advertido que era extranjero y cuando les contestó en su acostumbrado tono sosegado, mostraron cierto interés, me sonrieron y uno se levantó en busca de dos sillas más.
Con las presentaciones supe que eran veteranos de la revolución y comenzamos a charlar. Mi amiga servía de intérprete. Los tres sabían algo de Albania, mas parecían no haberse topado nunca con un albanés, de modo que no cesaban de repetir que se alegraban mucho de conocerme. Me gustó comprobar que al menos ellos no imaginaban a todos los albaneses con enormes narices y mostachos de grandes guías. No obstante, ignoro la causa, nos creían particularmente saludables y robustos, cosa que mi aspecto no podía corroborar.
– ¿Sois novios?- nos preguntó el de más edad.
Ambos negamos a un tiempo con la cabeza, después nos miramos y ella me pareció entonces más próxima; ahora existía entre los dos un pequeño secreto, el primero, consistente en que aquellos hombres ignoraban que acabábamos de conocernos y que incluso nos tratábamos de usted.
Ellos tres habían formado parte de un regimiento letón destinado a la defensa del Kremlin tras la revolución. Había oído hablar mucho del regimiento de «Cazadores letones». Pocos días antes, en el imponente cementerio de Riga, el «Bratskaia moguila», había visto centenares de tumbas suyas, alineadas en hileras interminables, junto a unos bajorrelieves gigantescos representando caballos y caballeros del Norte, con la cabeza inclinada sobre los caídos. No había imaginado que un día tendría ocasión de conocer a tres soldados vivos de aquel regimiento, y mucho menos sentarme a su mesa con una muchacha. De vez en cuando hablaban en ruso, pero era un ruso muy extraño y pensé que únicamente así podía hablarse una lengua aprendida junto a los muros de una fortaleza de la revolución, entre las alarmas, los complots de los blancos y el aborrecimiento del mundo derrocado.
– ¿Sabes- dijo uno- que aquí, en la costa de Riga, en Kemeri, si mal no recuerdo, un rey vuestro compró una villa y pasó varios meses en ella de vacaciones?
– ¡Cómo!- exclamé. -¿Un rey albanés?
– Sí, sí- respondió. -Recuerdo haberlo leído en un periódico hacia 1939 ó 1940, creo.
– Nosotros no hemos tenido más que un rey- le dije: -Zog.
– Del nombre no me acuerdo, pero recuerdo muy bien que era rey de Albania.
– Curioso- dije mientras para mis adentros experimentaba la irritación que produce encontrarse a un conocido inoportuno en un país lejano. Sus dos camaradas también sabían que un rey albanés había comprado una villa en la playa de Kemeri. La muchacha, regocijada con el descubrimiento mantuvo un animado diálogo con ellos, hablando al parecer del asunto.
– Oh, resulta que es verdad- exclamó dando palmas. -¡Qué interesante!
Me pareció que por primera vez brillaba en sus ojos una luz soñadora y yo fruncí los labios. Met Zog me dije con disgusto. ¡Dónde vienes a fastidiarme!
– ¿Por qué frunces los labios?- dijo ella. -¿Te molesta que él haya estado aquí?
No sabía qué decir y le espeté con desprecio:
– ¿A mí? Si quieres que te diga la verdad, me tiene sin cuidado. Nunca me ha interesado.
– ¡Mira, mira qué engreído!
Vaya un chasco, me dije. Espera y verás cómo te dice que tienes celos de él. La verdad es que me había producido cierto resentimiento que sus ojos, hasta entonces grises y serios, se iluminaran con la sola mención del ex rey. Me esforcé por disimular este sentimiento y, dirigiéndome más a los veteranos que a ella, dije con frialdad:
– Habrá venido aquí después de escaparse. Tenía muchos enemigos y tomaba precauciones. Esto está tan lejos de Albania…
– Sí, está lejos- concedió uno de los veteranos. -Muy lejos.
Cuándo acabará esta conversación, me dije. Alzamos las copas y bebimos por turno a la salud de todos, comenzando por mi amiga. Los veteranos estaban ya bastante alegres. Nos pidieron que bailáramos y mientras lo hacíamos nos miraban con ojos nostálgicos, lanzándonos de vez en cuando una sonrisa.
– ¿No se le hace tarde?- le pregunté a ella.
– ¿Qué hora puede ser?
– Las doce y media.
Me dijo que sería preferible que nos fuéramos, así que alzamos por última vez los vasos con los tres letones y bebimos. Después, en el momento en que nos íbamos, los veteranos, aproximando las cabezas sobre la mesa y en voz baja, comenzaron a cantar, en mi honor por lo visto, la Bandiera rossa. En la sala había mucho ruido y ellos cantaban quedamente con voces gruesas y un poco roncas. Quizá creyeran que era una canción albanesa, o puede que supieran de qué canción se trataba y a pesar de ello la cantaban porque yo procedía de un país lejano, vecino de la patria de la canción, o tal vez fuera la única canción extranjera que conocían y la cantaban porque yo era extranjero. Evité hacer el menor comentario, ni les pregunté, no tenía ninguna importancia, pero permanecí escuchando la famosa melodía, cuya letra deformaban por completo, a excepción de la palabra revoluzione, que pronunciaban revolutiones, añadiéndole una ese, habitual en las terminaciones en letón.
Nos despedimos de ellos y salimos. Afuera hacía fresco. Los contornos de la costa apenas se adivinaban ahora en la oscuridad. Ella me cogió del brazo y comenzamos a caminar en las tinieblas al azar, escuchando igual que antes el crujir de la arena bajo nuestros pies, sólo que ahora nuestro andar era más pausado y el crujido se oía más nítidamente, pues también el silencio era más profundo. Caminábamos callados y yo pensaba que nos habíamos transformado en siluetas, idénticas a las que atrapábamos en nuestras fotografías.
– ¿A dónde vamos?- preguntó ella.
– No sé- respondí. -Donde quiera.
– Tampoco yo lo sé, ni quiero saberlo- dijo. -Me gusta caminar así, sin rumbo.
Le contesté que también a mí me gustaba caminar así, a la ventura, y ella añadió algo más en el mismo sentido. Volvimos a escuchar nuestros pasos lentos sobre la arena, sin saber en qué dirección avanzábamos. No resultaba difícil orientarse hacia la casa de reposo, pero los dos preferíamos no volver y, al parecer, caminábamos en dirección contraria.
– ¿Habrán pasado otros albaneses las vacaciones en este lugar, además de su rey?- me preguntó.
– No lo sé. Quizá lo hayan hecho.
– Espero que no- dijo ella. -Me atrae la idea de que ningún otro albanés, aparte del rey y de usted, haya estado nunca aquí.
Pronunció las palabras «aparte del rey y de usted» con tal aire de intimidad, como si el rey y yo fuéramos dos caballeros que la acompañaran por aquella playa desierta, entre los cuales tuviera que elegir a su campeón.
– ¿No sería sugestivo que sólo ustedes dos hubieran pasado las vacaciones aquí?- insistió poco después.
– No sé. No le encuentro nada de particular.
– Ya- exclamó ella. -¿Le parece más interesante descubrir que el poema «Cuando los ocasos eran azules» está dedicado a una mujer que hoy pesa cien kilos?