Como no sabía qué responderle, me reí. Me estaba pagando con la misma moneda. Me está bien empleado, pensé. La mujer gorda y encima Met Zogolli, el reyezuelo Zog, ¿no se bastan entre los dos para echar a perder una noche? Ah, señor de Met, me dije de nuevo, ¿otra vez me sales al paso?
Como si hubiese adivinado mis pensamientos, dijo: -¿Piensa usted que siento alguna simpatía especial por los reyes? La verdad es que me los imagino como unos viejos infelices, a los que de vez en cuando les cortan la cabeza.
Yo me reí.
– Películas en tecnicolor- contesté y no continué por miedo a que se ofendiera.
– ¿Cómo?
– Nuestro rey era joven, astuto y sanguinario, y no tenía absolutamente nada de viejo infeliz.
Al parecer, mis palabras no le causaron la menor impresión.
– ¿Era guapo?- preguntó al poco.
Vaya, dónde terminamos yendo a parar.
– No- respondí, -era agitanado, tenía la nariz ganchuda y le encantaban las canciones orientales.
– Habla de él como si se tratara de un rival- dijo.
Reímos ambos ruidosamente. Guardamos después silencio un buen rato, mientras ella continuaba caminando apoyada en mi brazo. Me apetecía silbar algo. Sentíamos la sombra del ex rey junto a nosotros, tal como poco antes nos había acompañado la de Fadeyev.
Oímos un ruido amortiguado por la distancia y una luz, quizá el faro de una locomotora, tembló como extraviada en algún lugar a lo lejos. Quién sabe por qué extraño capricho, aquella luz pareció recordarle la balada que acababa de contarle, pues hizo algún comentario al respecto. Le pregunté qué parte de mi relato le había gustado más.
– El instante en que Constandin se detiene junto al cementerio y le dice a su hermana: «Ve tú delante, yo tengo algo que hacer aquí.» No sé cómo expresarlo… Es una cosa que podemos haber experimentado todos, bajo mil formas… Aunque parece no guardar ninguna relación con la realidad, la verdad es… no sé cómo decirlo…
– Quieres decir quizá que abarca un dolor universal- le dije yo- como todo arte verdadero.
– «Ve tú, yo tengo algo que hacer aquí»… ¡Oh, es aterrador y sin embargo es maravilloso!
De nuevo se me ocurrió que tal vez fuera el momento de contarle la otra leyenda, la del emparedamiento en el puente, de la que existían variantes en todos los pueblos de los Balcanes. En una de esas variantes, precisamente la originaria de Bosnia, había basado Ivo Andric su novela El puente sobre el Drina, que le había proporcionado el premio Nobel. Como buen balcánico, yo tenía una excelente opinión de su obra, aunque también la convicción, igual que en el caso de la balada de la palabra dada, de que la variante albanesa, por ser la más antigua, era también la mas hermosa sin lugar a dudas.
– «Ve tú, yo tengo algo que hacer aquí»- repitió ella en voz baja, como si hablara consigo misma. -Es un dolor universal ¿no le parece? Se diría que todos los habitantes del globo terráqueo… No sé cómo explicarlo… Todo el mundo forma parte de ese dolor… incluso, sobra, podría decirse que para la Luna y las estrellas…
Hablamos algo sobre la universalidad del verdadero arte, mientras yo me decía que contarle la balada del emparedamiento sería excesivo y podía menguar la fuerte impresión que le había causado la primera.
Mientras hablábamos del arte verdadero y del otro llegamos a una pequeña estación.
– Viene el último tren- dijo mientras caminábamos por el andén desierto y nuestros pasos resonaban solitarios sobre el cemento. El tren verde penetró velozmente en la estación y frenó con estridencia junto a nosotros, grande y casi vacío. Quizá fuera el mismo cuyo foco habíamos visto poco antes fulgurar a lo lejos. Las puertas se abrieron pero no descendió nadie y de pronto, justo en el instante en que el convoy comenzaba a moverse de nuevo, ella me cogió de la mano y gritó: «Vamos, sube», y se lanzó hacia una de las puertas. Me abalancé tras ella y el tren partió. Por primera vez la vi realmente gozosa. Sus ojos relucían mientras nos metíamos en un vagón completamente vacío, cuyos largos bancos parecían aun más solitarios bajo la luz de las lámparas eléctricas.
Salimos al pasillo y observamos a través del cristal la noche negra.
– ¿A dónde vamos?- le pregunté.
– No lo sé- contestó alegremente. -No sé nada. Sólo sé que vamos a alguna parte.
También a mí me era indiferente a dónde fuéramos y me encontraba a gusto atravesando la noche, solo con ella, en un tren casi vacío.
– Si la villa se encuentra en esta dirección, podemos bajar en el lugar donde pasó las vacaciones ese rey suyo- dijo ella. -Quiero ver la casa.
Me reí, pero como insistiera, acepté con el fin de evitar una disputa inútil. Resultaba en verdad atractiva con aquella obstinación suya y además yo sabía que no hay cosa más exasperante que pelearse en un recinto cerrado como aquél, donde no es posible dejar plantada a tu pareja confiando en que te llame desde lejos «espera» y eche a correr hacia ti, para celebrar después la reconciliación con arreglo a un antiguo ritual, obra común de los enamorados de todos los tiempos. Así que consentí, pero resultó que no teníamos ni idea de en qué dirección marchábamos, y las estaciones eran tan iguales y tan próximas unas a otras, que todo esfuerzo por distinguirlas era en vano. No obstante, cada vez que el tren entraba en una de ellas, escudriñábamos afanosamente los letreros, pues aún confiábamos en que nos saliera al paso la estación que deseábamos. Permanecíamos de pie en el pasillo del vagón y yo me decía, observándola, que estaba verdaderamente atractiva, siempre con las manos en los bolsillos. Las estaciones estaban sin excepción desiertas y los grandes paneles de los horarios aparecían entristecidos a aquella hora en que todo movimiento hacía cesado y nadie se detenía ante ellos.
– No llevamos billete- dije.
– Qué más da. A estas horas ya no pasa el revisor.
Me puse a silbar una melodía y me sonrió. Nos mirábamos a los ojos y a no ser por ella que vio el letrero y se puso de pronto a dar palmadas y a gritar su nombre, nos hubiéramos pasado de estación. Cuando el tren se detuvo, saltamos uno tras el otro al andén. Segundos después, el tren volvió a ponerse en movimiento. Se alejaba en la oscuridad de la noche, arrastrando el fragor consigo y nosotros nos quedamos solos en la plataforma, sumida ahora en un silencio absoluto.
– Subimos en el tren que queríamos- dijo señalando con la mano el letrero de la estación.
– A mí me da lo mismo- contesté.
Sí, la verdad es que me da lo mismo, pensé. Las noches eran tan aburridas en la residencia que cuanto más me alejara de ella, tanto mejor.
– Pues a mí no- respondió. -Quiero ver la residencia del rey.
– ¿Y cómo la vamos a encontrar?
– No tengo la menor idea- contestó. -Pero confío en que la encontremos.
Atravesamos las vías y caminamos hacia la orilla del mar. Volvió a cogerme del brazo y sentí otra vez el peso de su cuerpo. La playa estaba absolutamente desierta. En la oscuridad se distinguían los contornos negros de las escasas edificaciones que se alzaban frente al mar. No había una sola luz en ninguna parte. Sólo se oía el murmullo de las olas en la orilla, que acentuaba todavía más la sensación de soledad. Pasábamos ante las puertas y las ventanas cerradas de las villas silenciosas mientras ella me preguntaba una y otra vez cuál podría ser la villa real.
– Quizá sea ésta- señaló. -Es la más bonita y la más suntuosa.
– Puede ser- dije, observando una edificación grande de dos plantas, con un hermoso jardín rodeado por una verja de hierro. -Puede ser- repetí. -Era muy rico y no reparaba en gastos para cosas así.
– ¿Nos quedamos un rato aquí?-preguntó.
Nos sentamos en los escalones de mármol y yo le eché el brazo sobre los hombros, pues dijo que tenía frío. También yo lo sentía. Soplaba viento del mar y sus cabellos, asimismo fríos y pesados a causa de la humedad de la noche, semejantes a hilos de cobre, rozaban insistentemente mi rostro.