Выбрать главу

– Es muy tarde- dijo ella, -debemos regresar.

Debíamos regresar, en efecto. Nos incorporamos y partimos en silencio en dirección adonde habíamos llegado, pasando de nuevo junto a las puertas silenciosas de las villas, con aldabas metálicas en forma de manos humanas (no sé por qué siempre me había parecido que tras las puertas con esa clase de llamadores podían producirse asesinatos), y junto a las verjas que cercaban la soledad de los jardines. A aquella hora no había tren y mi amiga dijo que debíamos salir a la carretera, en busca de un taxi o de un automóvil casual. Así lo hicimos, pero el tráfico era muy escaso y, como suele suceder, ninguno de los que se detuvo iba en la dirección que seguíamos nosotros. Finalmente, una pareja de ancianos que regresaba de una fiesta de bodas de plata nos llevó un trecho del trayecto, dejándonos en una de aquellas estaciones cuyos nombres había encontrado en los frascos de esmalte para las uñas o de champú. El resto del camino lo hicimos a pie.

Aún no había comenzado a amanecer cuando llegamos a Dubulti. La densidad de nuestras palabras disminuía constantemente pero, en apariencia, también nuestros pensamientos eran cada vez más escasos, como si hubieran escapado a la ionosfera. La acompañé hasta su casa y ante la puerta sucedió lo que yo había previsto. Al alejarme, volví la cabeza y vi que una de las ventanas de la casa se iluminaba con una luz empañada a causa de la bruma, pálida como un reflejo de platino. Recordé los deseos de gritar de aquel conocido mío, el invierno anterior en Yalta, y adormecido pensé que la semejanza fonética entre las palabras platino y planeta quizá no fuera fortuita y existiera realmente entre ellas algo en común ajeno a las reglas lingüísticas. Sentí aquello con toda nitidez en el instante en que ella se alejaba corriendo, igual que había hecho tiempo atrás Lida Snieguina en la calle Nieguinaja, con ese reflejo lejano, casi astral en torno a su cabeza.

También a ti te contaré la balada en cuanto regrese a Moscú, me dije mientras atravesaba el recinto de la casa de reposo. Sentía que las dimensiones y el peso de mis miembros habían cambiado radicalmente, como si caminara por la superficie de la Luna. Al pasar junto a la mesa de ping-pong, empapada por el relente nocturno, con las dos raquetas abandonadas encima después del último juego, pensé que en el curso de una noche el hombre puede experimentar más transformaciones que su antepasado antropomorfo durante decenas de miles de años de perfeccionamiento. Dejé atrás la fuente de los delfines, donde hacía ya tiempo debía haber matado a Yermilov, y caminaba ahora entre las villas aisladas. Estaban todas oscuras y silenciosas y sentí deseos de gritar: ¡Despertad, Shakespeares de la revolución! Pasaba junto a la casa sueca, donde dormían los más notables, cuando en medio de aquella desolación escuché una tos. Me detuve. Era una tos de pulmones viejos, una de esas toses que van acompañadas de un cortejo de carraspeos.

En el sendero que conducía al edificio donde me alojaba, volví una vez más la cabeza y observé aquella interminable extensión de dunas que ya había comenzado a clarear bajo la escasa luminosidad septentrional. Algo me impedía apartar los ojos de esa soledad arenosa. Ahora, sobre aquella extensión, yacían dispersos, como fósiles milenarios, los huesos de los caballos sobre cuyos lomos habíamos cabalgado unas horas antes en compañía de los muertos. ¡Qué larga noche!, me dije, casi entre sueños y me dirigí a mi alojamiento.

CAPÍTULO II

Caía el crepúsculo cuando nuestro tren se aproximaba a Moscú. El convoy era extraordinariamente largo y como durante toda aquella jornada de viaje desde Riga a Moscú el tiempo había sido siempre cambiante alternándose el sol con furiosos chubascos, yo imaginaba una porción de los vagones bajo la lluvia y otra brillando al sol. Los vagones de cabeza debían de haber penetrado ya en el mal tiempo; me acerqué a la ventanilla para contemplar el páramo, cuando una ráfaga de lluvia se estrelló con violencia contra los cristales. Esta vez el tren ya no llegó a salir a la luz. Cuando acabó la zona de lluvia, el sol se había ocultado y la tarde había dejado de existir. Tras los cristales oscurecidos, en la llanura desierta, el ocaso, la tarde y la propia noche ajustaban sus cuentas en silencio. No duró mucho la operación, todo era efímero, quizá el mal tiempo contribuía a ello, y por fin resultó evidente que en torno, a lo largo de los raíles y aun mucho más lejos no había quedado más que la noche.

En dos o tres ocasiones tuve la impresión de que entrábamos en Moscú, pero no eran más que algunos de sus suburbios apartados, cuyas luces comenzaron a enmarañarme las ideas, hasta que finalmente renuncié a mis elucubraciones.

Durante las los días de veraneo había visto en sueños a Moscú varias veces, pero siempre de un modo torturante: llegaba allí y, sin embargo, no lograba encontrar las calles que conducían al centro; me perdía en alguna zona lateral. Los semáforos no funcionaban, los trolebuses eran lentos igual que los ciervos de los cuentos. Tanto en Yalta como en Riga, encontrándome lejos, había sentido nostalgia de Moscú y había acudido a las bibliotecas de ambas casas de reposo en busca de alguna novela contemporánea que describiera en detalle la ciudad en que había vivido y viviría aún un período de mi vida. Pero en ambos casos había salido de la biblioteca decepcionado. Ninguna novela soviética describía a Moscú con cierta exactitud. Aun cuando los personajes vivían en ella o la visitaban de paso, permanecían, como yo en mis sueños, en ciertas calles periféricas, casi nunca se trasladaban al centro, a la calle Gorki, al bulevar Tverskoi, al Okhotni Riad, a las proximidades del hotel Metropol, como si les tuvieran miedo. Incluso cuando pasaban por allí casualmente, lo hacían como aturdidos, no oían nada, no veían nada, cuando mucho tenían ojos y oídos para el Kremlim y su carillón. Huían del centro como presas del pánico, esto se percibía hasta en el ritmo de las frases del autor, quien sólo recuperaba la calma cuando salía de Moscú, lejos, lo más lejos posible, hasta encontrar algún apartado koljoz, donde se sentaba tranquilamente a la turca y, a lo largo de centenares de páginas, describía con todo lujo de detalles cada callejuela, cada plazuela.

Había intentado inútilmente descubrir algún lazo entre la suerte de angustia contenida que había experimentado en mis sueños sobre Moscú y aquella huida (se diría que se trataba de una cierta autodeportación) de los escritores soviéticos lejos de su capital.

Por los cristales ya menos empañados comprendí que el tren había disminuido la velocidad. Bajo la lluvia de comienzos del otoño, un poco tímidamente, con un silbido que parecía marchar en línea paralela a los raíles, el tren se acercaba a la Riyski Vokzal. Había pegado la cara al cristal, esperando con impaciencia que aparecieran las luces de la estación. Sentía en mi interior una lucidez indiferente. Por fin apareció el largo andén de cemento, cuya desolación percibí desde los primeros metros. Empapado y ceniciento, resbalaba como una culebra aplastada junto a los vagones. No fue preciso que la serpiente saliera en su totalidad de la guarida. Comprendí de antemano que Lida Snieguina, a quien había enviado un telegrama con dos días de antelación, no había acudido a recibirme. Sale con algún otro. Esa fue la primera idea que me vino a las mientes. Ni siquiera fue preciso que se me ocurriera: llevaba largo tiempo en mi interior, pero sólo se manifestó en el momento en que el tren se detenía. Sale con algún otro, piii, piii. Ah, ahora recordaba que poco antes casi había escuchado silbar esta noticia a la locomotora, que fue la primera en entrar y en observar lo que sucedía en el andén.