¡Guárdate del verano!, me había dicho un compañero de curso antes de que nos separáramos para irnos de vacaciones. El verano ejerce un enorme poder sobre las muchachas rusas. Y para probarme que todos sus fracasos se habían producido en verano, me relató unas historias de las que invariablemente formaban parte estaciones de ferrocarril y billetes con los números confundidos.
Sale con otro. O se trata de un aborto. Recordaba vagamente que, la última vez, ella me había pedido que tuviera cuidado. (Nada más que esta vez, te lo ruego, sólo esta vez.) Pero yo no le hice caso.
Con la maleta en la mano descendí al andén. Aquí y allá se veían cuerpos humanos abrazados, cuyas cabezas mezcladas semejaban grandes conchas. También ellos han pasado el verano separados, pensé, sin embargo se han esperado unos a otros.
En la plaza que se abría frente a la estación tomé un taxi y tras la nuca vieja del chófer, rematada por una gorra de piel, di la dirección: Butyrski Hutor, residencia del Instituto Gorki.
A diferencia de la vieja construcción de dos plantas, rodeada de jardines, del Instituto mismo en el bulevar Tverskoi, la residencia de los estudiantes y los aspirantes de Butyrski Hutor era un edificio macizo de siete pisos que se erguía sobre un solar desnudo. Sin saber por qué, con cierto desosiego, me incliné hacia la ventanilla del taxi para divisarlo desde lejos, entre el resto de las construcciones. Me encontraba aún pegado al cristal cuando su silueta se dibujó a cierta distancia y comprendí de pronto la causa del confuso desconcierto que me invadía. El edificio estaba casi a oscuras. Esperaba encontrarme con las ventanas iluminadas, pero sólo en una, hacia el sexto o séptimo piso, se divisaba una luz y ésta era tan pálida que tornaba más perceptible el abandono. Por lo visto no ha vuelto nadie de vacaciones, me dije.
Pagué al taxista, descendí y mientras caminaba hacia la entrada, levanté una vez más los ojos para asegurarme de que la residencia estaba en efecto vacía. Una encima de la otra, todas las plantas estaban a oscuras y la cuarta, la de las chicas, me pareció especialmente sombría.
En la conserjería de la planta baja tuve la impresión de que tía Katia me saludaba sin la cordialidad acostumbrada. Parecía estar buscando algo en el cajón de su mesa y por un segundo se encendió en mi cerebro la idea de que pudiera haber llegado un telegrama con alguna mala noticia de Albania para mí. Pero no descubrí en sus ojos, protegidos por las gafas, el menor rastro de compasión.
– Tú, muchacho, y ese compañero tuyo, el otro albanés, debéis presentaron en la comisaría de policía- dijo por fin.
Arrugué el entrecejo y a punto estuve de preguntarle por qué, cuando leí en sus ojos el mismo interrogante, justo el que había matado en ellos toda su habitual cordialidad.
– ¿Y por qué?- pregunté no obstante. Volví a pensar en el aborto.
– No lo sé- dijo ella. -Algo he oído decir sobre vuestra documentación.- Pronunció la palabra documentación acentuando la «u», como todos los rusos sin escolarizar.
Tras los vidrios redondos de sus gafas de vieja, su mirada parecía interrogar: ¿Qué es lo que habéis hecho por ahí, tú y ese compañero tuyo, durante el verano?
– Yo tengo los papales en regla- dije. -Y mi compañero está en Albania.
Ella se encogió de hombros. Después volvió a buscar algo en el cajón y esperé a que me extendiera algún fajo de cartas o periódicos procedentes de Albania, pero el cajón se cerró con un crujido seco.
– ¿No hay correo?- le pregunté.
Ella denegó con la cabeza.
Cogí mi maleta y le volví la espalda. El ascensor estaba averiado. Hasta llegar al sexto piso donde se encontraba mi habitación, pasándome la maleta de una mano a otra, me pregunté varias veces a qué se debería la citación de la policía.
Llegué por fin ante la puerta de mi alojamiento, la abrí y dejé la maleta en la entrada. Estaba cansado. Me senté en la cama con las manos apoyadas en las rodillas. Por un instante me pareció que no deseaba otra cosa más que tumbarme en aquella cama y dormir, dormir hasta borrar de mi memoria ese día de mi vida carente de alegría. Pero unos segundos después hice justo lo contrario: me incorporé y con cierta torpeza comencé a recorrer la habitación de un extremo a otro. Sobre la mesa estaba el magnetófono; la tapa había quedado abierta desde la última vez que había estado allí con Lida. Había música grabada en las cintas, pero me pareció más fácil remover las piedras ciclópeas de un mausoleo milenario para extraer de su interior quién sabe qué momia, que poner en movimiento aquellas bobinas. No sé por qué la sola idea de oír música en semejante silencio se me antojó monstruosa.
Sin pensar qué iba a hacer, me levanté, abrí la puerta y salí al pasillo. Parecía más largo de lo normal, con una única bombilla alumbrando en el otro extremo. Permanecí unos instantes en pie sin hacer un solo movimiento ni pensar en nada. El corredor era verdaderamente muy largo. Cincuenta o sesenta puertas daban a él. Ningún corredor había jugado nunca un papel tan importante en mi vida. Lo recordaba tal como era los sábados ruidosos, o los días de fiesta, a altas horas de la madrugada, mientras los borrachos murmuraban en las habitaciones, recitaban versos dementes o intentaban derribar las puertas de cerradura automática que se habían atascado con ellos dentro.
Caminé lentamente. El entarimado, levantado en algunos sitios, crujía bajo cada paso mío: La corredera… Sentí un estremecimiento lejano, de esos que provoca el entrelazamiento de los buenos y los malos recuerdos. Bajo aquel pasillo había otros cinco, encima un séptimo y en todos ellos habían sucedido las mismas cosas: las personas los habían recorrido, habían entrado y salido de las habitaciones, habían recibido y despedido amigos, se habían contado unos a otros intrigas y murmuraciones literarias, proyectos de novelas por lo general mejor compuestos que sus obras, habían acompañado a muchachas y a mujeres adultas que recorrían el camino hasta el ascensor entre risas, silencios o sollozos y que, después de meterse en la caja, tras la red metálica de seguridad, se habían tornado sorprendentemente semejantes a pájaros dispuestos a emprender el vuelo o a bestias apresadas en una trampa. A veces sucedía que, una vez dentro del ascensor, la muchacha le estrellaba a su acompañante la puerta en las narices y entonces, mientras la cabina descendía lentamente, él bajaba corriendo las escaleras, tratando de alcanzarla en la planta baja. Las escaleras giraban en torno al hueco protegido por la red metálica, en cuyo interior se desplazaba la cabina del ascensor, y el perseguidor parecía entonces una clemátide enroscándose en una columna monumental.
Bajo mis plantas, los listones del entarimado continuaban crujiendo. La soledad del pasillo era insoportable. La puerta de Ladonshikov. Más allá, la de Taburokov, de Asia Central. Después, sucesivamente, las de Jeronim Stulpanz, letón; Artashez Pogosian, armenio; dos georgianos, ambos apellidados Shota, el uno estalinista, el otro antiestalinista; Juri Goncharov, ruso; Kiuzengueshi, de las tierras septentrionales de los chechenes, o quizá de los esquimales, con una tristeza de tundras color ceniza en las pupilas, pero sobre todo en los dientes, que hablaba un ruso entrecortado, pronunciado en voz tan baja que parecía un susurro de canas y que siempre que me acercaba a él tenía la sensación de ir a hundirme en su interior como en una ciénaga, solo y triste, y abandonado de todos; por fin las puertas de Shoguenchukov, caucasiano, y del lituano Maskiavicius.
Los miembros de nuestro curso ocupaban la mayor parte de la sexta planta. En las puertas no se leía el nombre de ninguno, aunque la mayoría de los ocupantes de las habitaciones eran escritores de renombre en sus países o ciudades de procedencia. Algunos eran presidentes de las Uniones de Escritores de las repúblicas o regiones autónomas que a causa de la pesada carga, propia de sus funciones o de sutiles intrigas, se habían visto obligados a abandonar los estudios y sólo ahora, derrotados al fin sus adversarios, tras haberlos acusado de estalinismo, de nacionalismo burgués, rusofobia, folklorismo, chovinismo de pequeño Estado, etcétera, después de haberles quebrado sus carreras literarias, prohibido la edición de sus obras, obligado a entregarse al alcohol, a suicidarse o simplemente haberlos deportado, después de haber superado todo esto, habían pensado en acudir al Instituto Gorki para perfeccionar sus conocimientos literarios. Algunos de ellos eran diputados del Soviet Supremo de sus repúblicas, otros importantes personajes sociales. Un día, en el seminario de economía política, mientras se discutía la inflación, Shoguenchukov, que se sentaba en el mismo banco que yo, dijo con asombrosa sangre fría: cuando era primer ministro hube de enfrentarme en una ocasión a un problema semejante.