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Titubeé sobre si hacer la segunda llamada, porque simplemente quería consultar el asunto, y en rigor debería haber recurrido a Graham. Pero al final telefoneé a Seeley. Era la única persona que conocía todos los detalles del caso. Y fue para mí un gran alivio contarle lo que había sucedido, sin mencionar nombres por teléfono, pero hablando con suficiente claridad, y noté que su tono habitualmente campechano se volvía más grave a medida que iba asimilando lo que yo le contaba.

– Es una mala noticia -dijo-. Y todo ha ocurrido como usted suponía.

– ¿Y no cree que me estoy precipitando? -pregunté.

– ¡En absoluto! Por el cariz del asunto, hay que actuar con rapidez.

– No he visto muchos indicios de que se haya producido un daño físico.

– ¿Los necesita realmente? El aspecto mental ya es bastante preocupante. Admitámoslo, nadie quiere dar un paso así con esas personas, y menos aún cuando hay… otras consecuencias. Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Que las alucinaciones prosigan y adquieran más fuerza? ¿Quiere que vaya a ayudarle mañana? Iré, si quiere.

– No, no -dije-. Vendrá Graham. Sólo quería tranquilizarme… Pero, Seeley, escuche. -Él se disponía a colgar-. Hay una cosa más. ¿Se acuerda de lo que hablamos la última vez que nos vimos?

Guardó silencio un segundo y dijo:

– ¿Se refiere a aquella tontería sobre Myers?

– ¿Era una tontería? ¿No pensará…? Tengo una sensación de peligro, Seeley. Yo…

Él aguardó; como yo no proseguí, dijo con firmeza:

– Ha hecho todo lo posible. No se angustie ahora con esos disparates. Recuerde lo que le dije en otra ocasión: lo fundamental aquí es la atención. Es tan sencillo como eso. Mañana, a la hora de la verdad, nuestra paciente puede cerrarse en banda. Pero usted le dará lo que en el fondo ella ansia. Duerma bien esta noche y no le dé más vueltas.

Si nuestra situación hubiera sido la inversa, yo le habría dicho exactamente lo mismo. Pero, no del todo convencido, subí al piso de arriba y tomé una copa y fumé un cigarrillo. Cené sin apetito y melancólicamente partí hacia Leamington.

Cumplí distraído mi horario en el hospital y al volver a casa, poco antes de medianoche, seguía abatido. Como si la idea de Caroline y su madre ejerciera sobre mí una especie de atracción magnética, tomé sin percatarme el desvío que se alejaba de Lidcote y cuando caí en la cuenta de lo que había hecho ya había recorrido kilómetro y medio de la carretera a Hundreds. La extraña palidez del paisaje nevado sólo sirvió para aumentar mi malestar. Me sentía raro y visible en mi coche negro. Por un momento sopesé continuar hasta el Hall; después comprendí que molestar a la familia con mi llegada tardía no beneficiaría a nadie. Así que di media vuelta, mirando al hacerlo a través de los campos blanqueados, como si buscara una luz de Hundreds o alguna otra señal imposible indicando que todo estaba bien.

La llamada telefónica llegó a la mañana siguiente, cuando estaba desayunando después de una noche de sueño interrumpido. No era nada infrecuente que me llamaran a aquella hora; los pacientes lo hacían a menudo para que les añadiera a mi ronda. Pero ya estaba nervioso, pensando en el día difícil que tenía por delante, y me quedé tenso, aguzando el oído, cuando contestó mi ama de llaves. Vino a verme casi de inmediato, perpleja e inquieta.

– Perdone, doctor -dijo-, pero es una mujer que quiere hablar con usted. Creo que ha dicho que llamaba desde Hundreds…

Solté el tenedor y el cuchillo y corrí al recibidor.

– Caroline -dije sin aliento, al descolgar el auricular-. Caroline, ¿eres tú?

– ¿Doctor? -La comunicación era mala debido a la nieve, pero supe en el acto que no era su voz. Era aguda como la de un niño y transida de llanto y pánico-. Oh, doctor, ¿puede venir? Quiero decir, ¿vendrá? Tengo que decirle…

Por fin comprendí que era Betty. Pero su voz me llegaba desde una distancia enorme, entrecortada por resoplidos y gritos. La oí repetir:

– Tengo que decirle…, un accidente…

– ¿Un accidente? -Se me encogió el corazón-. ¿Quién lo ha sufrido? ¿Caroline? ¿Qué ha ocurrido?

– Oh, doctor, es…

– ¡Por el amor de Dios, casi no te oigo! -grité-. ¿Qué ha pasado?

Luego, en una súbita ráfaga de claridad:

– ¡Oh, doctor Faraday, ella me ha dicho que no se lo diga!

Y al oír esto supe que era grave.

– Muy bien -dije-. Iré. ¡Iré lo más rápido posible!

Bajé corriendo la escalera hasta la consulta para coger mi maletín y ponerme a toda prisa el sombrero y el abrigo. La señora Rush me siguió inquieta escaleras abajo. Estaba acostumbrada a verme salir corriendo para atender partos difíciles y otras urgencias, pero supongo que nunca me había visto tan enloquecido. Los primeros pacientes llegarían enseguida a la consulta; le grité deprisa que les dijera que esperasen, que volvieran por la tarde, que se fueran a otro sitio, cualquier cosa.

– Sí, doctor, pero ¡no ha tomado nada! -dijo ella, sosteniendo una taza-. Tómese el té, por lo menos.

Así que me detuve un segundo para ingerir de un trago el té caliente, y salí disparado de casa y subí al coche.

Había vuelto a nevar por la noche, no copiosamente pero sí lo bastante para que el trayecto a Hundreds fuera otra vez peligroso. Circulaba a una velocidad excesiva, como es lógico, y en varias ocasiones, a pesar de las cadenas en las ruedas, noté que el coche resbalaba y se iba. Si hubiera encontrado otro vehículo en la carretera podría haber sumado otro desastre al día ya desastroso, pero por suerte la nieve disuadió a otros conductores de salir a la carretera y prácticamente no me crucé con nadie. Miraba al reloj mientras conducía, angustiado por el paso de los minutos. Creo que nunca he hecho un trayecto tan intenso como aquél; era como si eliminara transpirando los kilómetros que iba recorriendo metro a metro. Y tuve que apearme en las verjas del parque y salvar el sendero patinando. Con las prisas me había puesto un calzado normal y al cabo de un minuto tenía los pies empapados y helados. A mitad de camino a lo largo del sendero me enganché el tobillo y me lo torcí de mala manera, y tuve que sobreponerme al dolor para seguir corriendo.

Betty estaba en la puerta de la casa cuando llegué, cojeando y jadeante, y vi al instante por su expresión que las cosas estaban tan mal como me había temido. Cuando llegué a su lado, en lo alto de los escalones, se tapó la cara con sus manecitas recias y rompió a llorar.

Su impotencia no me conmovió. Le pregunté, impaciente:

– ¿Dónde me necesitan? -Ella sacudió la cabeza y no pudo responderme. Detrás de ella, la casa estaba silenciosa. Miré hacia la escalera-. ¿Arriba? ¡Dímelo! -La agarré de los hombros-. ¿Dónde está Caroline? ¿Y la señora Ayres?

Betty señaló con un gesto el cuerpo de la casa. Recorrí velozmente el pasillo hasta la puerta de la salita y, al encontrarla entornada, la empujé con el corazón en la garganta, como si fuera un puño aporreando.

Caroline estaba sentada sola en el sofá. Al verla dije, con un alivio angustiado:

– ¡Oh, Caroline, gracias a Dios! Pensé… No sé lo que he pensado.

Entonces vi su extraño aspecto. No estaba pálida, sino un poco gris, pero no temblaba, parecía muy serena. Al verme en la entrada levantó la cabeza, como ligeramente interesada -no más- por mi presencia.

Llegué a su lado, le tomé la mano y dije:

– ¿Qué ha sido? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está tu madre?

– Madre está arriba -dijo.

– ¿Arriba, sola?