– Más vale que suba a echar un vistazo -dijo Caroline por fin-. Espérame aquí. No, pensándolo bien, no me esperes. Mira en todas las habitaciones de este piso y después en las de abajo. Mi madre podría haber sufrido un accidente.
Tomaron direcciones diferentes, y Caroline subió al piso de arriba y probó cada puerta trabajosamente, llamando a su madre. Encontró los cuartos de los niños, al igual que yo, inhóspitos pero sin señales de vida y totalmente vacíos. Desanimada, volvió a la puerta del dormitorio de su madre. Betty se reunió con ella un momento después. Ella tampoco había encontrado nada. Había mirado en todas las habitaciones, y también se había asomado a las ventanas por si la señora Ayres había salido fuera. Dijo que no había en la nieve huellas nuevas de pisadas; y añadió que el abrigo de la señora estaba en su percha del pórtico, y sus botas en la rejilla, secas.
Caroline empezó a morderse frenética las yemas de los dedos. Forcejeó de nuevo con el pomo del cuarto de su madre, llamó con los nudillos y gritó su nombre. Una vez más, nada.
– ¡Dios! -dijo-. Esto no es normal. Mi madre tiene que haber salido de casa. Debe de haberse ido antes de que la última nevada haya cubierto sus huellas.
– ¿Sin el abrigo y las botas? -preguntó Betty, horrorizada.
Volvieron a mirarse; después dieron media vuelta, bajaron corriendo la escalera y descorrieron los cerrojos de la puerta principal. La blancura del día casi las deslumbre-, pero atravesaron la grava lo más rápido que pudieron y recorrieron la terraza del sur hasta los escalones que conducían al césped. Allí, cegada y contrariada por la capa intacta de nieve que recubría el césped, Caroline se detuvo y oteó a lo largo del jardín. Ahuecó las manos delante de la boca y gritó:
– ¡Madre! ¿Estás ahí, madre?
– ¡Señora Ayres! -gritó Betty-. ¡Señora! ¡Señora Ayres!
Aguzaron el oído y no oyeron nada.
– Podríamos buscar en los antiguos jardines -dijo Caroline entonces, poniéndose en marcha-. Mi madre estuvo allí ayer con el doctor Faraday. No sé, quizá se le haya ocurrido volver.
Pero mientras hablaba atrajo su mirada una pequeña imperfección en la nieve que había delante y, cautelosamente, avanzó hacia ella. Había allí algo caído, un pequeño objeto de metaclass="underline" al principio pensó que era una moneda; después, al acercarse, comprendió que lo que había tomado por un chelín de canto era en realidad el reluciente extremo ovalado de una llave de tija larga. Era la llave -sabía que tenía que ser- del dormitorio cerrado de su madre, pero no entendía cómo habría caído o ido a parar allí, en aquella franja de nieve intacta. Sólo se le ocurrió pensar, en un momento de ofuscación, que se habría desprendido del pico de un pájaro, y levantó los ojos y volvió la cabeza buscando a una urraca o a un cuervo. Lo que vieron sus ojos, sin embargo, fueron las ventanas del dormitorio de su madre. Una estaba cerrada, con las cortinas corridas. La otra estaba abierta, abierta de par en par en el aire glacial. Y fue como si el corazón, al verla, se le paralizase en el pecho. En efecto, supo que la llave estaba allí porque su madre, después de cerrar la puerta por dentro, la había arrojado desde la ventana. Supo que su madre seguía estando en la habitación y no quería que fuera fácil encontrarla; y adivinó por qué.
Entonces corrió -al igual que yo pronto correría también-, volvió corriendo patosamente a través de la nieve pulverulenta, arrastrando tras ella a una Betty asustada, la metió en la casa y subieron la escalera. La llave estaba helada como un carámbano en sus dedos cuando la introdujo en la cerradura. La mano le temblaba tan violentamente que, por un segundo, el metal no encajaba, y el corazón encogido de Caroline dio un vuelco desesperado: pensó que, al fin y al cabo, se había equivocado, que la llave no era aquélla, que no era la de su madre… Pero el cerrojo cedió. Empuñó el pomo y empujó la puerta. Notó que se abría unos centímetros y después se detenía porque se había interpuesto algo detrás de ella, algo pesado y que oponía resistencia.
– ¡Por el amor de Dios, ayúdame! -gritó, con una voz terriblemente cascada, y Betty se adelantó para empujar la puerta con ella hasta que se abrió justo lo suficiente para asomar la cabeza y mirar dentro.
Lo que vieron les arrancó un grito. Era la señora Ayres, torpemente desplomada, la cabeza colgando, la postura extraña, como si se hubiera derrumbado de rodillas en una especie de desfallecimiento justo en el umbral del cuarto. El cabello encanecido y suelto le tapaba la cara, pero cuando empujaron más la puerta la cabeza se desplazó fláccidamente hacia un costado. Entonces vieron lo que la señora Ayres había hecho.
Se había ahorcado con el cordón de su bata atado a un viejo gancho de latón en la parte interior de la puerta.
Durante varios minutos espantosos intentaron soltarla, calentarla y revivirla. El cordón estaba tan apretado por el peso del cuerpo que no pudieron desatarlo. Betty tuvo que correr en busca de unas tijeras, y cuando volvió con unas de la cocina vieron que tenían las hojas tan blandas que sólo servían para serrar la seda fuertemente trenzada hasta deshilacharla, y luego tuvieron literalmente que arrancar el cordón de la piel hinchada del cuello. Produce un horror especial la apariencia de un ahorcado, y el cuerpo de la señora Ayres tenía un aspecto atroz, abotargado y oscuro. Era evidente que llevaba muerta algún tiempo -su cuerpo ya estaba frío- y sin embargo, según testimonio de Betty cuando aquel día hablé con ella más tarde, Caroline se inclinó para zarandearla y reprenderla, hablando no con suavidad o tristeza, sino diciéndole, casi como en broma, que debía despertar, recomponerse.
– No sabía lo que decía, señor -dijo Betty, enjugándose los ojos, sentada a la mesa de la cocina-. Ha seguido temblando y sacudiéndola hasta que yo le he dicho que quizá debíamos levantarla y acostarla en la cama. Y entre las dos hemos levantado a la señora… -Se tapó la cara-. ¡Oh, Dios mío, ha sido horrible! Se nos resbalaba de los brazos, y cada vez que resbalaba la señorita Caroline le decía que no hiciera tonterías, le hablaba como si la señora hubiera hecho algo normal como… como perder las gafas. La hemos acostado y tenía un aspecto peor todavía, con la almohada blanca al lado de la cabeza, pero la señorita Caroline seguía comportándose como si no lo viera. Así que le he dicho: «¿No deberíamos mandar a buscar a alguien, señorita? ¿No deberíamos avisar al doctor Faraday?». Y ella me ha dicho: «¡Sí, ve a telefonear al doctor! El atenderá muy bien a mi madre». Luego, cuando yo salía por la puerta, me ha llamado con una voz distinta. «¡No se te ocurra decirle lo que ha pasado! ¡Por teléfono no! ¡Mi madre no querría que lo oyese todo el mundo! ¡Di que ha habido un accidente!».
»Y después, doctor, ya ve, ha debido de pensar en lo que había dicho. Cuando he vuelto estaba sentada tranquilamente al lado de la cama y me ha mirado y ha dicho: "Está muerta, Betty". Como si yo no lo supiera. Le he dicho: "Sí, señorita, lo sé, y me da muchísima pena". Y ninguna de las dos hemos hablado más, sin saber qué otra cosa debíamos hacer… Después me he puesto histérica. Una histeria terrible. Tiraba del brazo a la señorita Caroline y ella se ha levantado como si estuviera soñando. Hemos salido juntas y yo he cerrado la puerta con llave. Y ha sido espantoso, dejar a la señora Ayres allí tumbada y completamente sola. Era una señora tan amable, siempre fue buena conmigo… Y entonces se me ha pasado por la cabeza que, sólo un momento antes, habíamos estado allí delante de su puerta, pensando dónde estaría, sin darnos cuenta de nada, y fisgando por el ojo de la cerradura cuando todo el tiempo… ¡Oh! -Empezó a llorar de nuevo-. ¿Por qué habrá hecho una cosa tan horrible, doctor Faraday? ¿Por qué lo habrá hecho?
Me dijo todo esto una hora larga después de llegar yo a la casa, y entonces yo ya había estado en la habitación de la señora Ayres. Tuve que armarme de valor para entrar, parado ante la puerta con la llave en la mano. Yo también pensaba en que Caroline había estado allí antes que yo y que había empujado la puerta y la había encontrado cerrada… Me estremeció la primera visión de la cara hinchada y oscurecida de la señora Ayres; faltaba lo peor, no obstante, porque cuando le abrí el camisón para examinar su cuerpo descubrí una veintena de pequeños cortes y magulladuras, al parecer por todo el torso y los miembros. Algunos eran nuevos, otros casi sin color. La mayoría eran simples rasguños y pellizcos. Pero vi con horror que un par de ellos casi parecían marcas de mordiscos. Los más recientes, todavía manchados de sangre, a todas luces habían sido hechos muy poco antes de la muerte: en otras palabras, en aquel lapso relativamente breve transcurrido entre que Caroline hubo dejado a su madre, a las cinco de la mañana, y la aparición de Betty con la bandeja del desayuno, a las ocho. Era inimaginable el terror y la desesperación que debieron de apoderarse de la señora Ayres en aquellas tres horas aciagas. El Veronal debería haberla mantenido dormida mucho más allá de la hora en que Caroline se había marchado; de algún modo, sin embargo, se había despertado, se había levantado y, de forma calculada, cerrado con llave la puerta de su dormitorio, y después se había desembarazado de la llave e iniciado la actividad sistemática de torturarse hasta la muerte.