Luego empecé a recordar nuestra conversación en el jardín tapiado. Recordé el brote de las tres gotas de sangre. «Mi hijita no siempre es buena…» ¿Era posible? ¿Lo era? ¿O era incluso algo peor? ¿Y si, al desear que viniera su hija, sólo había conseguido infundir fuerza y determinación a alguna otra cosa, a algo más sombrío?
Esta idea se me hizo insoportable. Cubrí a la señora Ayres con la manta para apartarla de mi vista. Lo mismo que Betty, me venció un deseo intenso, casi culpable, de huir de la habitación y de los horrores que inspiraba.
Cerré con llave y volví a la salita. Encontré a Caroline todavía sentada sin expresión en el sofá; Betty había traído el té, pero se había quedado frío en las tazas y la chica iba y venía de la habitación a la cocina como si realizara sonámbula los movimientos de sus quehaceres cotidianos. Le pedí que preparase café, y cuando hube bebido una taza fuerte fui lentamente al vestíbulo para llamar por teléfono.
Fue como un eco pesadillesco de la noche anterior. Primero llamé al hospital del distrito para pedir que enviaran una furgoneta del depósito para trasladar el cadáver de la señora Ayres. Después, algo más reacio, telefoneé al sargento de la policía local para informar de la muerte. Le di los detalles básicos y convinimos en que pasaría a tomar declaraciones. Y luego hice mi tercera y última llamada.
Llamé a Seeley. Le pillé justo al final de su sesión de cirugía matutina. La comunicación era mala, pero agradecí los chisporroteos. Al oír su voz la mía desfalleció por un momento.
– Soy Faraday -dije-. Estoy en la casa. Nuestra paciente, Seeley. Me temo que nos ha ganado la partida.
– ¿Ganado la partida? -No me oyó bien, o no comprendió. Después recuperó la respiración-. ¡Diablos! No puedo creerlo. ¿Cómo ha sido?
– De mala manera. No puedo decírselo.
– Claro que no puede… Dios, es terrible. ¡Lo que nos faltaba!
– Sí, ya lo sé. Pero escuche, el motivo de mi llamada es el siguiente: la mujer de Rugby de la que le hablé, la enfermera. Hágame un favor, ¿quiere? Llámele de mi parte y explíquele lo que ha sucedido. Yo no puedo.
– Sí, por supuesto.
Le di el número; hablamos un par de minutos más. El repitió:
– Un asunto muy feo para la familia…, para lo que queda de ella. ¡Y para usted, Faraday! Lo lamento muchísimo.
– Es culpa mía -dije. La línea seguía chisporroteando y él creyó que me había oído mal. Se lo repetí. Y añadí-: Tendría que habérmela llevado. Tuve mi oportunidad.
– ¿Qué? ¿No estará culpándose a sí mismo? Vamos, Faraday. Todos lo hemos visto. Cuando un paciente ha decidido hacerlo poco se puede hacer para impedírselo. Se vuelven taimados, como usted sabe. Vamos, hombre.
– Sí -dije-. Supongo que sí.
Pero no me convencieron mis propias palabras. Y, después de colgar el auricular, miré hacia arriba por la curva de la escalera a la habitación de la señora Ayres y advertí que tenía que huir casi abyectamente, con los ojos bajos y la cabeza gacha.
Me reuní con Caroline en la salita, me senté a su lado y le cogí la mano. Sus dedos estaban tan fríos y anónimos en los míos como los de un maniquí de cera; los levanté con suavidad hasta mis labios y ella no reaccionó. Sólo ladeó la cabeza como si escuchara algo. Lo cual me indujo a escuchar yo también. Nos quedamos en una postura congelada -ella con la cabeza inclinada, yo con su mano todavía levantada hasta mi boca-, pero el Hall permaneció silencioso. No se oía ni el tictac de un reloj. La vida parecía contenida, detenida dentro de la casa.
Captó mi mirada y dijo en voz baja:
– ¿Lo notas? La casa está por fin silenciosa. Fuera lo que fuera lo que había aquí, se ha llevado todo lo que quería. ¿Y sabes qué es lo peor? ¿Lo que no le perdono? Que me obligó a ayudarle.
Capítulo 13
Fue lo único que dijo ella al respecto. Llegaron la policía y los hombres de la morgue y el sargento nos tomó declaración -a Caroline, a mí y a Betty- mientras sacaban el cuerpo de la casa. Cuando los hombres se fueron, Caroline se quedó por un momento nuevamente inexpresiva, pero luego, como un muñeco al que le insuflan vida, se sentó al escritorio para hacer una lista de todas las cosas que había que hacer los días siguientes; en una hoja aparte escribió los nombres de las amistades y conocidos a los que había que notificar el fallecimiento de su madre. Yo quise que lo dejara para más adelante; ella movió la cabeza y siguió escribiendo obstinadamente, y comprendí por fin que las tareas la estaban protegiendo de la parte más dura de su conmoción, y que quizá fuese lo mejor para ella. Le hice prometer que pronto descansaría, tomaría un sedante y se acostaría, y la envolví en una manta escocesa que cogí del sofá para que no se enfriara. Abandoné la casa con el sonido sordo de los postigos que se cerraban y el tamborileo de los aros de las cortinas: Caroline había mandado a Betty que oscureciera las habitaciones, en un gesto anticuado de pesar y respeto. Cuando cruzaba la grava oí cómo se cerraba el último postigo, y cuando volví a mirar el Hall desde la embocadura del sendero pareció que la casa contemplaba, ciega de pena, el silencioso paisaje blanco.
No quería marcharme de allí, pero me quedaban por hacer algunas tareas deprimentes y no me dirigí a mi casa, sino a Leamington, para comunicar la muerte de la señora Ayres al coroner [6]del municipio. Yo ya había comprendido que no había manera de ocultar los detalles del caso, que no era posible quitarle importancia a la muerte, como yo había hecho de cuando en cuando con otras familias en duelo, presentándola como algo natural; pero puesto que efectivamente había estado tratando la inestabilidad mental de la señora Ayres, y ya había tenido pruebas de la violencia que se había infligido ella misma, albergaba la esperanza infundada de que podría ahorrar a Caroline el calvario de una investigación. El coroner, sin embargo, aunque comprensivo, era un hombre escrupuloso. La muerte había sido súbita y violenta; haría lo posible por que la investigación, ineludible, fuera discreta.
– Lo cual incluye también una autopsia, por supuesto -me dijo-. Y como usted es el médico que certifica la muerte, normalmente le encargaría que la realizase usted mismo. Pero ¿se siente en condiciones? -Conocía mi relación con la familia-. No habría nada deshonroso en que confiara la tarea a algún colega.