Lo consideré durante unos segundos. Nunca me habían gustado las autopsias, y son especialmente difíciles de practicar cuando el paciente en cuestión ha sido un amigo personal. Al mismo tiempo, mi mente se rebeló ante la idea de confiar a Graham o a Seeley el pobre cuerpo marcado de la señora Ayres. Ya la había dejado en la estacada; si no había manera de ahorrarle aquella última humillación, lo menos que podía hacer era acometer la tarea yo mismo y procurar realizarla con cuidado. De modo que moví la cabeza y le dije que yo me encargaría. Y como ya eran las doce bien pasadas y mi consulta de la mañana era ya irrecuperable y la tarde se me presentaba en blanco, cuando salí del despacho del coroner fui derecho a la morgue para terminar la autopsia cuanto antes.
De todas formas resultó algo horrible, y me quedé en la sala helada de azulejos blancos, con el cuerpo cubierto delante y los instrumentos aguardando en la bandeja, dudando de si realmente sería capaz de superar la prueba. Sólo empecé a recobrar el valor en cuanto hube retirado la sábana. Las heridas me impresionaron menos ahora que sabía a qué atenerme; al inspeccionarlos, los pellizcos y cortes que tanto me habían turbado en Hundreds empezaron a perder parte de su horror. Había supuesto que cubrirían casi por entero el cuerpo de la señora Ayres; ahora vi que estaban situados en zonas que se encontraban muy al alcance de sus manos; en la espalda, por ejemplo, no había ninguna marca. Era evidente que los daños que había sufrido se los había causado ella misma: fue un alivio para mí, aunque no sabía muy bien por qué. Proseguí el examen y empecé las incisiones… Supongo que esperaba secretos; no aparecieron. No había signos de enfermedad, sino tan sólo los consabidos deterioros de la edad. No había indicios de que se hubiese ejercido contra la señora Ayres ninguna clase de fuerza en sus días u horas postreros; no había huesos lastimados ni contusiones internas. La muerte era simplemente el resultado de asfixia por ahorcamiento, algo totalmente compatible con los hechos que Caroline y Betty me habían contado.
De nuevo sentí alivio; esta vez era una sensación inconfundible. Y comprendí que había un motivo más oscuro para que quisiera practicar la autopsia yo mismo. Había temido que surgiese algún detalle que arrojara sospecha -no sabía qué, no sabía exactamente cómo- sobre Caroline. Me seguía carcomiendo esta duda sobre ella. Ahora, por fin, quedaba disipada. Me avergoncé de haberla albergado.
Recompuse el cuerpo lo mejor que pude y entregué mi informe al coroner. La investigación se realizó tres días después, pero fue muy breve gracias a una evidencia tan clara. El dictamen emitido fue «suicidio perpetrado durante un trastorno del equilibrio mental», y todo el proceso duró menos de treinta minutos. Lo peor fue su carácter público, pues si bien se redujo el número de testigos hubo varios periodistas presentes que causaron bastante fastidio cuando salí del juzgado acompañando a Caroline y a Betty. El suceso apareció aquella semana en todos los periódicos de Midland, y rápidamente fue reproducido por un par de diarios nacionales. Un reportero que vino de Londres se presentó en el Hall con la intención de entrevistar a Caroline, y para ello se hizo pasar por un policía. Caroline y Betty no tuvieron problemas para deshacerse de él, pero me horrorizó la idea de que volviera a ocurrir una cosa semejante. Recordando el tiempo en que se había erigido en el parque una barricada contra los Baker-Hyde, desenterré las cadenas y candados de entonces y cerré otra vez las verjas. Dejé una de las llaves en el Hall y guardé la otra en mi propio llavero; también hice un duplicado de la llave de la puerta del jardín. Tras haberlo hecho me sentí más tranquilo y podía ir y venir de la casa a mi antojo.
No era de extrañar que el suicidio de la señora Ayres hubiese conmocionado y anonadado a toda la comarca. En los últimos años rara vez se había dejado ver fuera de Hundreds, pero seguía siendo una persona muy conocida y apreciada, y durante muchos días yo no podía pasar por ninguno de los pueblos sin que alguien me parase, ávido de oír mi versión del suceso y a la vez deseoso de expresar el disgusto, la tristeza y la incredulidad que le inspiraba el hecho de que «una señora tan encantadora», «una auténtica señora como las de antaño», «tan guapa y tan buena», hubiera cometido un acto tan espantoso, «y además dejando solos a esos dos pobres hijos». Mucha gente preguntaba dónde estaba Roderick y cuándo volvería a casa. Yo respondía que estaba de vacaciones con unos amigos y que su hermana intentaba localizarle. Sólo a los Rossiter y a los Desmond les di una versión más verídica, porque no quería que molestasen a Caroline con preguntas incómodas. Les dije abiertamente que Rod estaba en una clínica reponiéndose de una crisis nerviosa. Helen Desmond dijo al instante:
– ¡Pero eso es terrible! ¡No puedo creerlo! ¿Por qué Caroline no acudió a nosotros antes? Suponíamos que la familia estaba en apuros, pero parecía empeñada en resolver las cosas por sí misma. Bill les ofreció ayuda muchas veces, ¿sabe?, pero la rechazaron siempre. Creíamos que era un simple problema de dinero. Si hubiéramos sabido que las cosas andaban tan mal…
– Creo que ninguno de nosotros habría podido predecirlo -dije.
– Pero ¿qué hay que hacer ahora? Caroline no puede quedarse allí, en aquella casona enorme e inhóspita. Tendría que estar con amigos. Debería venir aquí, con Bill y conmigo. Oh, esa pobre, pobre chica. Bill, tenemos que ir a buscarla.
– Desde luego que sí -dijo Bill.
Estaban dispuestos a ir al Hall de inmediato. Los Rossiter adoptaron la misma actitud. Pero yo no estaba seguro de que Caroline aceptara la intromisión, por bienintencionada que fuera. Les pedí que primero me dejaran hablar con ella; y, como sospechaba, se estremeció cuando le dije lo que proyectaban.
– Es muy amable de su parte -dijo-. Pero la idea de vivir en una casa ajena, con gente que te observa cada minuto para ver cómo estás…, no podría. Tendría miedo de parecer muy desgraciada, o de no parecer lo bastante infeliz. Prefiero quedarme aquí, al menos por ahora.
– ¿Estás segura, Caroline?
Como a todos los demás, me inquietaba enormemente que se quedara sola en Hundreds, con la única, pobre y triste compañía de Betty. Pero se mostró tan decidida a quedarse que cuando volví a hablar con los Rossiter y los Desmond dejé bien claro que Caroline no estaba tan sola y desvalida como se temían; que de hecho yo mismo me ocupaba de atenderla. Tardaron un momento en comprender mi insinuación, que les dejó sorprendidos. Los Desmond se apresuraron a felicitarme; dijeron que era con mucho lo mejor que podía sucederle a Caroline ahora, y que «les quitaba un gran peso de encima». Los Rossiter, aunque educadamente, fueron más cautelosos. El señor Rossiter me estrechó la mano bastante cordialmente, pero vi que su mujer estaba analizando velozmente la noticia y más tarde supe que en cuanto me marché de su casa llamó al Hall para confirmarla. Desprevenida, distraída, cansada, Caroline no se mostró muy locuaz. Sí, yo era una gran ayuda para ella. Sí, se estaba preparando una boda. No, aún no habíamos decidido la fecha. Aún no podía pensar mucho en ella. Todo estaba «tan en el aire».
A partir de entonces, por lo menos, no hubo más tentativas de convencerla de que abandonara la casa, y los Rossiter y los Desmond debieron de comunicar sigilosamente la noticia de nuestro compromiso a un par de vecinos que a su vez debieron de transmitirla discretamente a algunos amigos. En el curso de los días siguientes advertí un cambio ligerísimo en la actitud de los lugareños hacia mí; empezaron a tratarme menos como al médico de cabecera de los Ayres, al que amistosamente se le podía sonsacar información sobre el terrible suceso en Hundreds, y más casi como a un miembro de la familia, digno de respeto y de conmiseración. La única persona con la que hablé directamente del asunto fue David Graham, y se mostró absolutamente encantado por el anuncio. Dijo que llevaba meses intuyendo que «se tramaba algo». Anne lo había «olfateado», pero no habían querido agobiarme. Graham lamentaba que hubiese hecho falta semejante tragedia para que se revelase todo. Insistió en que Caroline fuese mi prioridad durante una temporada, en que disminuyera mi número de pacientes y en hacerse cargo él mismo de algunos. Así que en la primera semana después de la muerte pasaba gran parte del día en el Hall, ayudando a Caroline en sus diversas ocupaciones; a veces salía a pasear con ella por los jardines o el parque y otras veces simplemente me sentaba a su lado en silencio, con su mano en la mía. Ella daba aún la impresión de estar ligeramente aislada de su propia pena, pero creo que mis visitas brindaban una estructura a sus jornadas sin pautas. Nunca hablaba de la casa; pero la casa, por extraño que parezca, continuaba mostrando una calma sorprendente. En los meses anteriores yo había presenciado cómo la vida en ella se iba reduciendo a proporciones que parecían casi imposibles; ahora, asombrosamente, menguaba incluso más, se limitaba a un conjunto de murmullos y pasos débiles en dos o tres habitaciones oscuras.