– Bueno, me temo que Roderick no estará en condiciones.
– ¿Entonces quién será?
– No lo sé. El señor Desmond, quizá. O quizá nadie. La señorita Caroline puede ir sola al altar, ¿no?
Puso una cara de horror.
– ¡No puede hacer eso!
Hablamos unos minutos más, los dos contentos de la ligereza del asunto, después de un día tan duro. Cuando terminamos de cenar se enjugó los ojos y se sonó la nariz, y a continuación llevó los tazones y las cucharas al fregadero. Me puse la chaqueta, serví otro cucharón de sopa y la puse, cubierta, en una bandeja para llevarla a la salita.
Encontré a Caroline todavía dormida, pero al acercarme se despertó con un respingo, estiró las piernas y se incorporó a medias. Tenía la mejilla marcada como una prenda arrugada por el punto del sillón en que la había apoyado.
Dijo, todavía parcialmente en sueños:
– ¿Qué hora es?
– Las seis y media. Te he traído un poco de sopa.
– Oh. -Se le aclaró la expresión. Se frotó la cara-. La verdad es que no creo que pueda tomarla.
Pero yo le puse la bandeja sobre los brazos del sillón y la dejé eficazmente sitiada por ella. Le puse una servilleta y dije:
– Al menos prueba un poco, por favor. Tengo miedo de que caigas enferma.
– No quiero, de verdad.
– Vamos. O Betty se ofenderá. Y yo también… Así me gusta.
Lo dije porque había cogido la cuchara y, a regañadientes, había empezado a remover la sopa. Fui a buscar un taburete y me senté a su lado, apoyé la barbilla en mi puño y la observé solemnemente, y ella empezó a comer muy lentamente, una cucharadita tras otra. Lo hacía sin el menor gusto, visiblemente forzándose a tragar los pedazos de carne y de verduras, pero cuando terminó tenía mejor aspecto y color en las mejillas. Dijo que le dolía menos la cabeza; sólo se sentía terriblemente cansada. Retiré la bandeja y le cogí la mano, pero ella la liberó de la mía y se la llevó a la boca mientras bostezaba una y otra vez, con los ojos acuosos.
Después se enjugó la cara y se inclinó hacia delante para acercarse al fuego.
– Dios -dijo, contemplando las llamas-. Hoy ha sido como un sueño horrible. Pero no era un sueño, ¿verdad? Mi madre ha muerto. Está muerta y enterrada, y ahora estará muerta y enterrada para siempre. No puedo creerlo. Tengo la sensación de que está arriba…, ahí arriba, descansando. Y antes, cuando yo estaba dormitando, casi podía imaginarme que Roddie estaba ahí, en su cuarto, y que Gyp estaba aquí, al lado de mi sillón… -Levantó los ojos hacia mí, desconcertada-. ¿Cómo ha ocurrido todo esto?
Moví la cabeza.
– No lo sé. Ojalá lo supiera.
– Hoy he oído a una mujer decir que esta casa debe de estar maldita.
– ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién era la mujer?
– No la conocía. Una recién llegada, creo. Ha sido en la iglesia. La he oído decírselo a otra persona. Me miraba como si yo también estuviera maldita. Como si fuera la hija de Drácula… -Volvió a bostezar-. Oh, ¿por qué estoy tan cansada? Lo único que quiero es dormir.
– Bueno, seguramente es lo mejor que puedes hacer. Sólo que me gustaría que no tuvieras que dormir aquí totalmente sola.
Ella se frotó los ojos.
– Hablas como la tía Cissie. Betty me cuidará.
– Betty también está derrengada. Déjame acostarte. -Luego, al ver algo en su expresión, añadí-: ¡Así no! ¿Por qué clase de bruto me tomas? Olvidas que soy médico. Acuesto a mujeres continuamente.
– Pero yo no soy tu paciente, ¿no? Tienes que irte a casa.
– No me gusta dejarte.
– Soy la hija de Drácula, ¿te acuerdas? No me pasará nada.
Se levantó. Casi se balanceó al hacerlo y la sujeté de los hombros para sostenerla y luego le aparté el pelo castaño de la frente y le abarqué la cara con las manos ahuecadas. Ella cerró los ojos. Como a menudo cuando estaba cansada, sus párpados parecían desnudos, húmedos, hinchados. Se los besé suavemente. Los brazos le colgaban como los dislocados de una muñeca. Abrió los ojos y dijo, con más firmeza que antes:
– Tienes que irte a casa… Pero gracias. Por todo lo que has hecho. Has sido tan bueno con nosotras hoy. -Se contuvo-. Tan bueno conmigo, quiero decir…
Busqué mi abrigo y mi sombrero, tomé a Caroline de la mano y bajamos al vestíbulo. Allí hacía frío y la vi tiritar. Yo no quería que se expusiera al frío, pero cuando después de besarnos nos separamos y su mano se soltó de la mía, miré hacia la escalera por encima de su hombro, pensando en las habitaciones oscuras y vacías de arriba; y me espantó verla retirarse sola de aquel modo, después del día que había vivido.
Aumenté la presión de mis dedos en los suyos y la atraje hacia mí.
– Caroline -dije.
Se acercó mansamente, protestando.
– Por favor. Estoy tan cansada…
La aproximé más y le hablé en voz baja al oído.
– Dime una cosa. ¿Cuándo podemos casarnos?
Su cara se aplastó contra la mía.
– Tengo que acostarme.
– ¿Cuándo, Caroline?
– Pronto.
– Quiero estar aquí contigo.
– Lo sé. Ya lo sé.
– He sido paciente, ¿no?
– Sí. Pero no inmediatamente. No tan pronto después de la muerte de…
– No, no… Pero ¿quizá dentro de un mes?
Ella movió la cabeza.
– Hablaremos mañana.
– Creo que un mes será más que suficiente. Quiero decir, para tramitar la licencia y esas cosas. Pero necesitaré organizarlo, ¿entiendes? Si al menos fijáramos una fecha…
– Todavía hay que hablar de muchas cosas.
– No serán importantes, desde luego… ¿Un mes, pongamos? ¿O, a lo sumo, seis semanas? ¿Seis semanas a partir de hoy?
Ella vaciló, luchando contra el cansancio.
– Sí -dijo después, zafándose-. Sí, si quieres. ¡Pero déjame acostarme! Estoy tan cansada…
Resulta extraño decirlo, dadas las cosas terribles que habían sucedido, pero recuerdo el período que siguió al entierro como uno de los más radiantes de mi vida. Salí de la casa rebosante de proyectos; al día siguiente mismo fui a Leamington para tramitar la solicitud de licencia de matrimonio y unos días después se fijó la fecha: el jueves, 27 de mayo. Como anticipando el acontecimiento, las dos semanas siguientes mejoró el tiempo y los días se alargaban visiblemente; los árboles pelados y el paisaje sin flores parecieron de repente henchidos de color y de vida. El Hall había permanecido cerrado desde la mañana de la muerte de la señora Ayres, y en contraste con el hormigueo de la estación y los claros cielos azules, la oscuridad y el silencio empezaban a resultar opresivos. Pedí a Caroline permiso para abrir la casa y el último día de abril recorrí todas las habitaciones de la planta baja y abrí los postigos con cuidado. Algunos llevaban meses cerrados: chirriaban en sus goznes, el polvo formaba nubes, y la pintura chasqueaba al descascarillarse. Para mí, sin embargo, eran los sonidos de una criatura que emerge grácilmente de un largo sueño, y los suelos de madera crujían casi lujuriosamente al encuentro con el día caluroso, como gatos que se extienden al sol.
Quería ver a Caroline retornando así a la vida. Quería encenderla y despertarla dulcemente, pues ahora que había pasado la primera fase de congoja el ánimo se le había deprimido un poco; sin más cartas que escribir ni disposiciones funerarias que la absorbiesen, se volvió apática y desorientada. Yo había tenido que reanudar mis consultas y rondas y tenía que dejarla sola durante largos períodos de tiempo; como la señora Bazeley se había despedido, había muchas tareas pendientes, pero Betty me dijo que se pasaba todo el día sentada con la mirada perdida delante de las ventanas, suspirando, bostezando, fumando y mordiéndose las uñas. Parecía incapaz de organizar la boda u ocuparse de los cambios inminentes; no se interesaba por la finca, el jardín, ni la granja. Incluso había perdido el gusto por la lectura: decía que los libros la aburrían y frustraban; las palabras parecían rebotar en su cerebro como si fuera de cristal…