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Al recordar las palabras de Seeley en el entierro -«Llévesela… Un comienzo desde cero»-, empecé a pensar en nuestra luna de miel. Imaginé lo bien que le sentaría salir del condado, cambiarlo por un paisaje completamente distinto, ver montañas o playas y acantilados. Durante un tiempo pensé en Escocia; luego pensé que quizá los Lagos. Después, por pura casualidad, un paciente particular mío me habló de Cornualles y me describió un hotel donde recientemente se había alojado en una de las calas: dijo que era un lugar maravilloso, tranquilo, romántico, pintoresco… Fue como el destino. Sin decirle nada a Caroline, averigüé la dirección del hotel, hice pesquisas y reservé una habitación para una semana a nombre del «doctor Faraday y esposa». Pensé que la noche de bodas podríamos pasarla en el coche cama del tren a Londres; la idea tenía esa clase de encanto tonto que sospeché que le gustaría a ella. Y en las muchas horas solitarias que pasábamos separados pensaba a menudo en el viaje: la estrecha litera de la British Railway, el trocito de luna en la persiana, el revisor que pasaba delicadamente por delante de la puerta; el suave traqueteo y el estruendo del tren en la vía reluciente.

Mientras tanto el día de la boda se acercaba poco a poco y yo intentaba animarla para que organizase la ceremonia.

– Me gustaría que David Graham fuera mi padrino -le dije, mientras paseábamos por el parque una tarde de domingo de principios de mayo-. Para mí ha sido un buen amigo. También hay que invitar a Anne, por supuesto. Y es mejor que elijas a tu dama de honor, Caroline.

Caminábamos entre jacintos. Prácticamente de la noche a la mañana habían transformado hectárea tras hectárea de terreno agreste en Hundreds. Se agachó a coger uno y giró el tallo entre sus dedos, mirando con el ceño fruncido cómo las flores se arremolinaban.

– Una dama de honor -repitió débilmente, al reanudar el paseo-. ¿Necesito dama de honor?

Me reí.

– ¡Tienes que tener una, cariño! Alguien que te lleve el ramo.

– No lo había pensado. No hay nadie a quien me gustaría pedírselo.

– Tiene que haber alguien. ¿Y aquella amiga tuya, la del baile del hospital? ¿Brenda, se llamaba?

Ella parpadeó.

– ¿Brenda? Oh, no. No me gustaría… No.

– Y si no, ¿qué tal Helen Desmond? Como… ¿cómo la llamarías: matrona de honor? Creo que la conmovería.

Ella había empezado a romper las flores azules, separando torpemente los pétalos con sus uñas mordidas.

– Supongo que sí.

– Vale. ¿Voy a verla, entonces, y se lo digo?

Ella volvió a fruncir el ceño.

– No hace falta que vayas. Se lo diré yo misma.

– No quiero que te molestes con esas minucias.

– Se supone que una novia debe tomarse esas molestias, ¿no?

– No una novia que ha pasado por todo lo que has pasado tú -dije. La enlacé del brazo-. Quiero facilitarte las cosas, cariño.

– ¿Facilitármelas? -replicó ella, resistiéndose al tirón de mi mano-. ¿O…?

No terminó la frase.

Me detuve y la miré fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

Ella tenía aún la cabeza gacha; seguía arrancando pétalos. Dijo, sin levantar la vista:

– Sólo quiero decir que ¿realmente tienen que ir las cosas tan deprisa?

– Bueno, ¿a qué tenemos que esperar?

– No lo sé. A nada, supongo… Sólo que me gustaría que la gente no me atosigara tanto. ¡Ayer me felicitó el empleado de Paget cuando trajo la carne! Betty no habla de otra cosa.

Sonreí.

– ¿Qué tiene de malo? La gente se alegra.

– ¿Sí? Lo más probable es que se esté riendo. La gente siempre se ríe cuando se casa una solterona. Supongo que les parece divertido que… no me quede para vestir santos. Como si me hubieran sacado de la trastienda y sacudido el polvo.

– ¿Eso crees que he hecho? -dije-. ¿Sacudirte el polvo?

Ella tiró la flor destrozada y dijo, con voz cansada y casi furiosa:

– Oh, no sé lo que has hecho.

La agarré de las manos y la obligué a colocarse de frente.

– ¡Resulta que me he enamorado de ti! -dije-. Si la gente quiere reírse de esto, qué puñetero y estúpido sentido del humor el suyo.

Yo nunca le había hablado de esta manera y por un segundo pareció sobresaltada. Después cerró los ojos y apartó de mí la cabeza. El sol le iluminó el pelo; vi una veta gris en la melena castaña.

– Lo siento -dijo-. Eres siempre tan bueno, ¿verdad? Y yo soy siempre tan horrorosa. Es duro, eso es todo. Han cambiado muchas cosas. Pero en algunos aspectos parece que no ha cambiado nada.

La rodeé con mis brazos y la aproximé.

– Haremos todos los cambios que quieras cuando Hundreds sea nuestro.

Su mejilla descansaba en mi hombro, pero supe por su postura tirante que había abierto los ojos y que miraba a la casa al fondo del parque. Dijo:

– Nunca hemos hablado de cómo será. Seré la mujer de un médico.

– Serás una mujer maravillosa. Ya verás.

Ella retrocedió para mirarme.

– Y tú, ¿cómo te sentirás en Hundreds? Siempre hablas de la finca como si tuvieras tiempo y dinero para arreglarla. ¿Cómo te sentirás?

La miré a la cara con la sola intención de tranquilizarla, pero lo cierto es que no sabía muy bien cómo me sentiría. Poco antes le había comunicado a Graham mi proyecto de trasladarme al Hall después de la boda, y él pareció sorprendido. Me dijo que había dado por sentado que Caroline abandonaría Hundreds y que ella y yo viviríamos en la casa de Gill o buscaríamos juntos un hogar más agradable. Al final le dije que «nada estaba decidido», que Caroline y yo estábamos todavía «barajando ideas».

Ahora dije algo similar.

– Las cosas se arreglarán solas. Ya verás. Lo veremos todo claro. Te lo prometo.

Pareció contrariada, pero no respondió. Se dejó estrechar en mis brazos, pero de nuevo percibí la mirada tensa que dirigía hacia el Hall. Y al cabo de un momento se liberó del abrazo y se alejó de mí en silencio.

Tal vez un hombre con más experiencia en materia de mujeres habría actuado de un modo distinto; no lo sé. Me imaginaba que las cosas se enderezarían en cuanto estuviéramos casados. Depositaba grandes esperanzas en aquel día. Caroline, por su parte, sin embargo, seguía hablando de la boda, si es que hablaba de ella, con una vaguedad desconcertante. No se puso en contacto con Helen Desmond: al final tuve que hacerlo yo mismo. Helen se mostró encantada, pero las animadas preguntas que me hizo sobre nuestros planes me llevaron a comprender que todos los preparativos estaban aún por hacer, y la siguiente vez que hablé con Caroline vi sorprendido que no había pensado en ellos; ni siquiera había pensado en el vestido de novia. Dije que tenía que permitir que Helen la aconsejase; contestó que «no quería que la agobiasen». Me ofrecí a llevarla a Leamington -como ya había planeado hacer, de todas formas- para comprarle ropa nueva; dijo que yo «no debía malgastar mi dinero», que «improvisaría algo con las cosas que tenía arriba». Me imaginé los vestidos y sombreros que tan mal le sentaban y me estremecí por dentro. Así que hablé con Betty en secreto y le pedí que me trajera una muestra de los vestidos de Caroline y, tras escoger el que consideramos que era el mejor, lo llevé un día discretamente a unas modistas de Leamington y pregunté a la dependienta si podrían confeccionarme un traje de la misma talla.

Le dije que era para una mujer que iba a casarse pronto pero que en aquel momento se encontraba indispuesta. La chica llamó a un par de colegas y las tres pasaron un rato muy agitado sacando muestrarios, desenrollando rollos de tela, eligiendo botones. Vi que se habían formado una imagen de la novia como una especie de inválida romántica. «¿Podrá caminar la señora?», me preguntaron delicadamente, y «¿Llevará guantes?». Pensé en las piernas fuertes y gruesas de Caroline, en sus dedos bien formados y estropeados por el trabajo… Nos decidimos por un vestido sencillo, de cinturón estrecho y una tela beige clara que confié en que armonizara con su pelo castaño y sus ojos avellana; y para la cabeza y las manos encargué simples ramilletes de flores de seda clara. Todo el conjunto costaba un poco más de once libras, y me gasté todos mis cupones de ropa. Sin embargo, en cuanto empecé a comprar seguí gastando con una especie de placer intranquilo. Unas cuantas puertas más abajo de las modistas estaba la mejor joyería de Leamington. Entré y pedí que me enseñaran su muestrario de alianzas. No tenían muchas y la mayoría eran anillos convencionales: de nueve quilates, livianos y dorados, que me parecieron artículos de Woolworth. De una bandeja más cara elegí un sencillo anillo de oro, estrecho pero pesado, que costaba quince guineas. Mi primer automóvil me había costado menos. Rellené el cheque con un nervioso floreo, tratando de dar la impresión de que gastaba sumas así todos los días.