En mitad de todo esto me acordé de enviar al Hall la receta de Betty, pero no tuve más contacto con ella ni con los Ayres. Seguía pasando por los muros de Hundreds en mi ronda habitual, y alguna que otra vez me sorprendía pensando, con algo parecido a la nostalgia, en el paisaje descuidado que había al otro lado, con aquella pobre casa desatendida en su centro, que se deslizaba en silencio hacia la ruina. Pero cuando rebasamos el punto culminante del verano y la estación comenzó a desvanecerse, eso fue lo único que empecé a pensar al respecto. Mi visita a los Ayres pronto pareció vagamente irreal, como un sueño nítido pero inverosímil.
Después, una noche a finales de agosto -es decir, más de un mes después de haber visitado a Betty-, estaba conduciendo por una de las carreteras a las afueras de Lidcote y vi a un perro grande y negro olisqueando en el polvo. Serían como las siete y media. El sol estaba todavía muy alto, pero el cielo empezaba a adquirir un tono rosado; había terminado mis consultas de la tarde y me dirigía a visitar a un paciente en uno de los pueblos vecinos. El perro empezó a ladrar cuando vio mi coche, y cuando levantó la cabeza y avanzó vi el color gris de su piel y reconocí a Gyp, el viejo labrador de Hundreds Hall. Un segundo después vi a Caroline. Estaba justo al borde de la carretera, en el lado de sombra. Sin sombrero y con las piernas desnudas, estaba internándose en uno de los setos; se las había arreglado para meterse tan profundamente entre las zarzas que si Gyp no me hubiera alertado habría pasado de largo sin verla. Al acercarme más, vi que le decía al perro que se callara; volvió la cabeza hacia el coche y entornó los ojos para protegerse de lo que debió de ser la luz deslumbradora del parabrisas. Advertí que le cruzaba el pecho la correa de una cartera, y que llevaba lo que me pareció que era un pañuelo manchado, convertido en un hatillo como el de Dick Whittington. En cuanto estuve a su altura, frené y la llamé por la ventanilla abierta.
– ¿Se escapa de casa, señorita Ayres?
Ella me reconoció entonces y sonrió, y empezó a salir de los arbustos. Lo hizo con cautela, alzando la mano para liberarse de las zarzas, y finalmente dio un salto hasta la superficie polvorienta de la carretera. Sacudiéndose la falda -llevaba el mismo vestido de algodón que la última vez que la vi y que tan mal le sentaba-, dijo:
– He ido al pueblo a hacer unos recados para mi madre. Pero después me ha tentado el sendero. Mire.
Abrió con cuidado el pañuelo y comprendí que lo que me habían parecido manchas eran en realidad restos de jugo de color púrpura: había forrado la tela con acederas y la estaba llenando de moras. Seleccionó para mí una de las más grandes y le quitó el polvo soplando levemente antes de dármela. Me la metí en la boca y sentí cómo se deshacía contra la lengua, caliente como sangre e increíblemente dulce.
– ¿A que está buena? -dijo ella, cuando yo la tragaba. Me dio otra y ella, a su vez, se comió una-. Mi hermano y yo veníamos a recoger moras aquí cuando éramos niños. Es el mejor sitio de todo el condado. No sé por qué. Aunque cualquier otro sitio esté seco como el Sahara, la fruta aquí es siempre buena. Debe de regarlas un manantial o algo así.
Se llevó un pulgar a la comisura de la boca para limpiarse un reguero de jugo oscuro, y fingió que fruncía el ceño.
– Pero era un secreto de la familia Ayres, y no debería haberme ido de la lengua. Ahora me temo que tendré que matarle. ¿O me jura que no se lo dirá a nadie?
– Lo juro -dije.
– ¿Palabra de honor?
Me reí.
– Palabra de honor.
Cautelosamente me dio otra mora.
– Bueno, supongo que tendré que fiarme de usted. De todos modos, debe de ser de pésima educación matar a un médico: un poco menos que matar a un albatros. Y muy difícil, además, porque ustedes deben de saberse todas las mañas.
Se echó hacia atrás el pelo y parecía contenta de charlar, de pie como a un metro de la ventanilla, alta y desenvuelta con aquellas piernas algo gruesas; y como yo era consciente de que el motor en marcha gastaba combustible, lo apagué. El coche pareció hundirse, como feliz de que lo liberasen, y noté el peso empalagoso y la extenuación del aire veraniego. Desde el otro lado de los campos, amortiguados por el calor y la distancia, llegaban los chirridos y chasquidos de la maquinaria agrícola, y voces que gritaban. Aquellas tardes suaves de finales de agosto, los braceros trabajaban hasta pasadas las once de la noche.
Caroline escogió más moras. Ladeando la cabeza, dijo:
– No ha preguntado por Betty.
– Estaba a punto de hacerlo -dije-. ¿Cómo está? ¿Ha tenido más problemas?
– ¡Ninguno! Pasó un día en la cama y se recuperó como por ensalmo. Desde entonces hacemos lo posible para que se sienta a gusto. Le dijimos que no tiene que utilizar la escalera de atrás, si no le gusta. Y Roddie le ha conseguido una radio que le ha levantado muchísimo los ánimos. Por lo visto su familia tenía una en su casa, pero se rompió durante una discusión. Ahora uno de nosotros tiene que ir a Lidcote una vez a la semana para recargar la pila, pero pensamos que vale la pena, si a ella la hace feliz… Pero diga la verdad. La medicina que nos envió era simple tiza, ¿no? ¿Contenía realmente algo?
– No podría decírselo -respondí, altivamente-. La relación médico-paciente, ya sabe. Además, podría usted denunciarme por mala praxis.
– ¡Ja! -Puso una expresión compungida-. Ahí no corre ningún riesgo. No podríamos pagar los honorarios de un abogado…
Volvió la cabeza cuando Gyp lanzó unos ladridos agudos. Mientras hablábamos había estado olfateando entre la hierba a la orilla del camino, pero ahora hubo un revuelo agitado al otro lado del seto y desapareció por un hueco entre las zarzas.
– Está persiguiendo a un pájaro, el muy estúpido -dijo Caroline-. Antes teníamos pájaros aquí; ahora son del señor Milton. No le hará ninguna gracia si Gyp atrapa a una perdiz. ¡Gyp! ¡Gyppo! ¡Vuelve aquí! ¡Ven aquí, idiota!
Fue a buscarlo, lanzándome deprisa el pañuelo con las moras. La vi inclinarse hacia el seto, sin dar muestras de miedo a las arañas o a las espinas, y se le enganchó otra vez el pelo castaño. Tardó unos minutos en recuperar al perro, y cuando él volvió trotando hasta el coche, con un aire enormemente satisfecho de sí mismo, la boca abierta y la lengua rosa colgando, me acordé de mi paciente y dije que tenía que marcharme.
– Bueno, llévese unas moras -dijo Caroline, risueña, cuando arranqué el coche.
Pero al ver que ella empezaba a escogerlas se me ocurrió que yo iba más o menos en dirección hacia Hundreds, y como era un trayecto de unos cuatro o cinco kilómetros me ofrecí a llevarla. Titubeé al respecto, pues no sabía si ella aceptaría; aparte de todo lo demás, parecía tan a sus anchas en aquel polvoriento camino rural como un vagabundo o un gitano. Ella también pareció dudar cuando se lo dije, pero resultó que simplemente se lo estaba pensando. Echó un vistazo a su reloj de pulsera y dijo:
– Me gustaría mucho. Y le agradecería aún más si me dejase en el camino que lleva a nuestra granja, en vez de en las puertas del parque. Mi hermano está allí. Iba a dejarle trabajando. Supongo que les vendrá bien una ayuda; suelen necesitarla.
Dije que la llevaría encantado. Abrí la puerta del pasajero para que Gyp subiera al asiento trasero, y en cuanto terminó de dar vueltas y de removerse nervioso, Caroline volvió a bajar el asiento de delante y se sentó a mi lado.
Noté su peso al sentarse, por la inclinación y el crujido del coche, y de repente pensé que ojalá el auto no fuera tan pequeño y antiguo. A ella, sin embargo, no pareció importarle. Puso la cartera plana sobre las rodillas, depositó encima el pañuelo con las moras y lanzó un suspiro de placer, sin duda contenta por estar sentada. Calzaba sus sandalias de chico, de suela plana, y aún llevaba las piernas sin depilar; me fijé en que cada hebra de pelusa estaba llena de polvo, como la pestaña de un ojo morado.