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– Caroline.

– Lo siento -repitió-. Te aprecio mucho, muchísimo. Siempre te he apreciado. Pero creo que debo de haber confundido el aprecio con… otra cosa. Durante un tiempo no estaba segura. Por eso resultaba tan difícil. Has sido un amigo excelente y te lo he agradecido mucho. Me has ayudado muchísimo con Rod, con mi madre. Pero no creo que haya que casarse por gratitud, ¿no? Por favor, di algo.

– Cariño mío -dije-, yo… Creo que estás cansada.

Una expresión consternada apareció en su cara. Desplazó el hombro para eludir mi contacto. Le deslicé la mano por el hombro y le cogí la muñeca.

– Después de todo lo que ha ocurrido, no es de extrañar que estés confusa -dije-. La muerte de tu madre…

– No estoy en absoluto confusa -dijo ella-. La muerte de mi madre es lo que me ha hecho verlo todo claro. Pensar en lo que quería y lo que no quería. Pensar también en lo que tú quieres.

Le tiré de la mano.

– Vuelve al sofá, por favor. Estás cansada.

Ella se zafó y endureció el tono.

– ¡No repitas eso! ¡Es lo único que me dices siempre! A veces… a veces pienso que quieres tenerme cansada, que te gusta que esté cansada.

La miré asombrado, horrorizado.

– ¿Cómo puedes decir eso? Quiero que estés bien. Quiero que seas feliz.

– Pero ¿no lo ves? No estaré bien ni seré feliz si me caso contigo.

Debí de estremecerme. Su expresión se tornó más benévola, y añadió:

– Lo siento, pero es la verdad. Ojalá no lo fuese. No quiero hacerte daño. Te aprecio demasiado. Pero creo que preferirías que sea sincera contigo, en vez de convertirme en tu mujer sabiendo en el fondo de mi corazón que no…, en fin, que no te quería.

Bajó la voz al decir estas últimas palabras, pero me miraba a los ojos con los suyos tan fijos que empecé a asustarme. Busqué de nuevo su mano.

– Caroline, por favor. Piensa lo que estás diciendo, por favor.

Ella movió la cabeza y se le formaron arrugas en la cara.

– No he parado de pensar desde el entierro de madre. He pensado tanto que los pensamientos se me han enredado como cuerdas. Sólo ahora han empezado a aclararse.

– Sé que te he atosigado. Ha sido una estupidez por mi parte. Pero podemos… empezar de nuevo. No tenemos que ser como marido y mujer. No al principio. No hasta que estés preparada. ¿Es ése el problema?

– No hay ningún problema, no de esa clase. En realidad no.

– Podemos darnos un tiempo.

Ella se liberó de mi mano.

– Ya he perdido demasiado. ¿No lo entiendes? Lo que ha habido entre nosotros nunca ha sido real. Cuando se fue Rod yo era muy infeliz y tú siempre muy amable. Pensé que tú también eras desgraciado, que querías huir como yo. Pensé que casándome contigo podría… cambiar de vida. Pero tú nunca te irás, ¿verdad? Y así mi vida no cambiará, en definitiva. Sólo cambiaré unos deberes por otros. ¡Estoy harta de deberes! No puedo. No puedo ser la mujer de un médico. No puedo ser la mujer de nadie. Y, por encima de todo, no puedo quedarme aquí.

Dijo esto último con una especie de odio; y cuando me quedé mirándola sin comprender, dijo:

– Me voy. Es lo que quería decirte. Me voy de Hundreds.

– No puedes -dije.

– Tengo que irme.

– ¡No puedes! ¿Dónde demonios crees que vas a irte?

– No lo he decidido. A Londres, primero. Pero después quizá a América o a Canadá.

Lo mismo podría haber dicho «a la luna». Al ver mi mirada incrédula, repitió:

– ¡Tengo que irme! ¿No lo entiendes? Necesito… marcharme. Inmediatamente. Inglaterra ya no sirve para alguien como yo. No me quiere.

– Por el amor de Dios -dije-. ¡Yo te quiero! ¿Eso no significa nada para ti?

– ¿Me quieres, de verdad? -preguntó-. ¿O quieres la casa?

La pregunta me dejó atónito, y no supe contestar. Ella prosiguió, en voz baja:

– Hace una semana me dijiste que estabas enamorado de mí. ¿Puedes decir sinceramente que sentirías lo mismo si Hundreds no fuera mío? ¿Verdad que has tenido la idea de que tú y yo podíamos vivir aquí como marido y mujer? El hacendado y su esposa… Pero esta casa no me quiere. Yo no la quiero. ¡Odio esta casa!

– Eso no es cierto.

– ¡Por supuesto que lo es! ¿Cómo podría no odiarla? Mi madre se mató aquí, aquí mataron a Gyp; a Rod también podrían haberle matado aquí. No sé por qué nadie ha intentado matarme alguna vez. En cambio, me han dado esta oportunidad de huir… No, no me mires así. -Avancé hacia ella-. No me estoy volviendo loca, si es lo que estás pensando. Aunque no estoy segura de que no quisieras que lo estuviese. Podrías tenerme encerrada arriba, en el cuarto de los niños. Al fin y al cabo, ya hay barrotes en las ventanas.

Era como una desconocida para mí. Dije:

– ¿Cómo puedes decir estas cosas tan horribles? ¿Después de todo lo que he hecho por ti, por tu familia?

– ¿Crees que debo pagártelo casándome contigo? ¿Es lo que crees que es el matrimonio, una especie de pago?

– Sabes que no pienso eso. ¡Por Dios! Yo sólo… Nuestra vida, juntos, Caroline. ¿Vas a echarlo todo por la borda?

– Lo siento. Pero ya te lo he dicho: nada de eso era real.

Se me quebró la voz.

– Yo soy real. Tú eres real. Hundreds es real, ¿no? ¿Qué diablos crees que le ocurrirá a esta casa si la abandonas? ¡Se caerá a pedazos!

Se separó de mí y dijo con voz cansina:

– Bueno, otra persona se ocupará de eso.

– ¿Qué quieres decir?

Ella se volvió, frunciendo el entrecejo.

– Pondré en venta la finca, por supuesto. La casa, la granja…, todo. Necesitaré el dinero.

Creí que la había comprendido; no había comprendido nada. Dije, absolutamente horrorizado:

– No hablas en serio. La finca podría dividirse; podría ocurrir cualquier cosa. ¡No es posible lo que dices! Para empezar, no puedes venderla. Pertenece a tu hermano.

Sus párpados ondearon un poco. Dijo:

– He hablado con el doctor Warren. Y anteayer fui a ver al señor Hepton, nuestro abogado. La primera vez que Rod estuvo enfermo, al final de la guerra, redactó un poder notarial, por si acaso mi madre y yo algún día teníamos que tomar decisiones sobre la finca en su nombre. Hepton dice que el documento sigue siendo válido. Puedo realizar la venta. Es lo que haría Rod si estuviera sano. Y creo que empezará a curarse cuando se venda la casa. Y cuando haya mejorado de verdad, esté yo donde esté, mandaré a buscarle y vendrá a reunirse conmigo.

Hablaba serena, razonablemente, y vi que cada palabra la decía en serio. Una especie de pánico me obturó la garganta y empecé a toser. La tos creció como una convulsión súbita, violenta y seca. Tuve que apartarme de Caroline para apoyarme en el marco de la puertaventana abierta, estremecido y al borde de las arcadas sobre los escalones de fuera, recubiertos de enredaderas.

Ella alargó la mano hacia mí. Dije, a medida que la tos remitía:

– No me toques, estoy bien. -Me enjugué la boca-. Yo también vi a Hepton anteayer. Me encontré con él en Leamington. Tuvimos una agradable charla.

Ella sabía de qué le estaba hablando, y por primera vez pareció avergonzarse.

– Lo siento muchísimo.

– No dices otra cosa.

– Debería habértelo dicho antes. No debería haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Yo… quería asegurarme. He sido una cobarde, lo sé.

– Y yo un imbécil, ¿no?