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– No digas eso, por favor. Has sido enormemente decente y bueno.

– En fin, ¡lo que se reirán de mí ahora en Lidcote! Me está bien empleado, supongo, por pretender salirme de mi clase social.

– No, por favor.

– ¿No es lo que dirá la gente?

– La buena gente no.

– No -dije, incorporándome-. Tienes razón. Lo que dirán es lo siguiente. Dirán: «La pobre y fea Caroline Ayres. ¿No se da cuenta de que ni en Canadá encontrará un hombre que la quiera?».

Dije estas palabras deliberadamente, directamente a la cara. Después atravesé la salita y recogí el vestido del sofá.

– Mejor que te quedes con esto -dije, haciendo con él un rebujo, y se lo arrojé-. Dios sabe que lo necesitas. Quédate también con esto -añadí y le tiré las flores, que aterrizaron a sus pies, temblando.

Entonces vi el estuchito de tafilete, que había sacado del bolsillo, sin pensarlo, cuando ella empezó a hablar. Lo abrí y saqué el pesado anillo de oro; y también se lo lancé. Me avergüenza decir que se lo lancé con fuerza, con ánimo de golpearla. Ella lo esquivó y el anillo salió por la ventana abierta. Creí que la había atravesado limpiamente, pero debió de rebotar según pasaba en una de las puertas de cristal. Se oyó un sonido como de un disparo de pistola de aire comprimido, asombrosamente fuerte en el silencio de Hundreds; y apareció una grieta, como por ensalmo, en una de las hermosas y antiguas hojas de cristal.

La visión y el sonido me asustaron. Miré la cara de Caroline y vi que ella también se había asustado.

– Oh, Caroline, perdóname -dije, dando un paso hacia ella con los brazos extendidos.

Pero ella retrocedió velozmente, escabullándose casi, y al verla huir de aquel modo sentí asco de mí mismo. Di media vuelta, la dejé allí y salí al pasillo, y al hacerlo estuve a punto de tropezar con Betty. Subía cargada con la bandeja del té; subía con la mirada emocionada, esperando echar el vistazo que yo le había prometido a las bonitas novedades de la boda de la señorita Caroline.

Capítulo 14

Difícilmente puedo describir mi estado de ánimo durante las horas que siguieron. Hasta el trayecto de vuelta a Lidcote fue en cierto modo un tormento; era como si el movimiento del coche batiera mis pensamientos como si fueran peonzas que giran furiosamente. Además, quiso la casualidad que en el camino al pueblo me cruzara con Helen Desmond: me hizo señas excitadas con la mano y me fue imposible no parar, bajar la ventanilla e intercambiar unas palabras con ella. Tenía algo que preguntarme sobre la boda; no me atreví a contarle lo que acababa de pasar entre Caroline y yo y tuve que escucharla, asintiendo y sonriendo, fingiendo que pensaba sobre el tema, y le dije que consultaría con Caroline y se lo comunicaría. Dios sabe lo que dedujo de mi actitud. Sentía la cara tirante como una máscara y la voz me sonaba medio estrangulada. Al fin conseguí librarme de ella diciendo que tenía que hacer una llamada urgente; al llegar a casa, descubrí que, en efecto, había un mensaje para mí, una petición de que visitara a un enfermo grave en una casa a varios kilómetros de allí. Pero la idea de volver a subir a mi coche me producía un auténtico horror. Tenía miedo de acabar saliéndome de la carretera. Tras un minuto de indecisión bastante angustiosa, escribí una nota a David Graham diciéndole que había sufrido un violento trastorno estomacal y pidiéndole que se ocupara del caso y que también se ocupara de mis pacientes de la tarde, si es que podía atenderles. Conté la misma historia a mi ama de llaves, y cuando ella hubo llevado el mensaje y me trajo la respuesta comprensiva de Graham, le dije que se tomara libre el resto de la tarde. En cuanto se fue, clavé una nota en la puerta de mi consulta, pasé el cerrojo y corrí las cortinas. Saqué una botella de jerez que guardaba en mi escritorio y allí, en la penumbra de mi consulta, mientras la gente iba y venía atareada al otro lado de la ventana, bebí un vaso asfixiante tras otro.

Fue lo único que se me ocurrió hacer. Sentía que mi mente, sobria, iba a estallar. La simple pérdida de Caroline ya era bastante dura, pero su pérdida entrañaba muchas más. Todo lo que había planeado y en lo que había depositado mis esperanzas, lo veía…, ¡lo veía disiparse! Era como un hombre sediento que persigue un espejismo de agua…, que extiende las manos hacia la visión y ve cómo se transforma en polvo. Y además estaba la puñalada y la humillación de haber creído que aquello era mío. Pensé en las personas a las que habría de decírselo: Seeley, Graham, los Desmond, los Rossiter; a todo el mundo. Vi sus caras de comprensión o de lástima, e imaginé que a mis espaldas se convertían en satisfacción y escándalo… No soportaba la idea. Me levanté y empecé a deambular del mismo modo que había visto a pacientes muy enfermos caminar de un lado a otro para aliviar el dolor. Bebía mientras andaba, entregado al alcohol, tomando directamente de la botella el jerez que se me derramaba por la barbilla. Y cuando apuré la botella subí al piso de arriba y empecé a buscar otra revolviendo en los armarios de la sala. Encontré una petaca de brandy, y un licor de endrina polvoriento y un pequeño barril precintado de licor polaco de antes de la guerra que un día había ganado en una rifa de beneficencia y nunca había tenido el valor de probar. Lo mezclé todo en un mejunje nauseabundo y me lo tragué, tosiendo y barboteando. Habría sido mejor tomar un tranquilizante; supongo que buscaba la miseria de la borrachera. Recuerdo que me tumbé en la cama en mangas de camisa, sin dejar de beber, hasta que me dormí o perdí el conocimiento. Recuerdo que desperté en la oscuridad, horas después, y que vomité violentamente. Después volví a dormirme y cuando desperté estaba tiritando; de noche había refrescado. Me metí a gatas debajo de las mantas, enfermo y avergonzado. Y no volví a conciliar el sueño. Vi iluminarse la ventana, y mis pensamientos, como agua helada, se tornaron brutalmente ciatos. Me dije: «La has perdido, por supuesto. ¿Cómo pudiste pensar que la tenías? ¡Mírate! ¡Mira en qué estado te ves! No la mereces».

Pero gracias a uno de esos instintos de autoprotección, después de haberme levantado y lavado y preparado una cafetera, en medio de mi mareo empecé a despejarme un poco. Hacía buen tiempo, templado y primaveral, igual que la víspera, y de pronto me pareció imposible que entre el amanecer de un día y el amanecer de otro las cosas hubieran podido experimentar un cambio tan desastroso. Repasé mentalmente la escena con Caroline, y ahora que había remitido el primer escozor de sus palabras y de su actitud empecé a asombrarme de que la hubiera tomado tan en serio. Me recordé a mí mismo que ella estaba exhausta, deprimida, todavía conmocionada por la muerte de su madre y por todos los sucesos oscuros que habían conducido a ella. Llevaba semanas comportándose de un modo imprevisible, sucumbiendo a una idea estrafalaria tras otra, y cada vez yo había conseguido convencerla de que se comportara con sensatez. ¿Aquello no habría sido tan sólo un último arrebato de locura, la culminación de tanta inquietud y estrés? ¿No podría hacerla entrar en razón de nuevo? Empecé a persuadirme de que sí. Empecé a pensar que, de hecho, ella quizá lo anhelaba. Quizá ella había estado poniendo a prueba casi mis reacciones, pidiéndome algo que hasta entonces yo no le había dado.

Esta idea me animó y disipó gran parte de mi resaca. Al llegar mi ama de llaves, la tranquilizó verme tan repuesto; dijo que había estado preocupada por mí toda la noche. Al comenzar mis consultas matutinas, atendí con un empeño adicional las dolencias de mis pacientes, deseoso de compensar mi vergonzoso desliz de la víspera. Telefoneé a David Graham para comunicarle que mi acceso de malestar había pasado. Aliviado, me transmitió una lista de pacientes y dediqué el resto de la mañana a hacer llamadas diligentemente.

Y después volví a Hundreds. Entré otra vez por la puerta del jardín y fui derecho a la salita. La casa estaba exactamente igual que en mi última visita y en todas las que la habían precedido, y esto infundió confianza a cada paso que daba. Cuando encontré a Caroline sentada ante el escritorio, repasando un montón de documentos, esperaba a medias que se levantara para recibirme con una sonrisa algo tímida. Di unos pasos hacia ella y empecé a levantar los brazos. Entonces vi en su cara una inconfundible expresión desolada. Enroscó el capuchón de la estilográfica y se puso en pie lentamente.