Bajé los brazos y dije:
– Caroline, qué tontería es todo esto. He pasado una noche triste, tristísima. Estaba muy preocupado por ti.
Ella frunció el ceño, como inquieta y apenada.
– Ya no debes preocuparte por mí. Ya no tienes que venir aquí.
– ¿No venir aquí? ¿Estás loca? ¿Cómo puedo no venir sabiendo el estado en que te encuentras…?
– Yo no me encuentro en ningún «estado».
– ¡Hace sólo un mes que murió tu madre! Estás afligida. Estás conmocionada. Esas cosas que dices que estás haciendo, esas decisiones que estás tomando sobre Hundreds, sobre Rod…, vas a lamentarlas. He visto estas cosas antes. Cariño mío…
– Por favor, no me llames así ahora -dijo.
Lo dijo a medias con un tono suplicante y a medias con cierta desaprobación, como si yo hubiese dicho una palabra fea. Había dado unos pasos más hacia ella, pero volví a detenerme.
Y tras una pausa de silencio cambié de tono, lo volví más apremiante.
– Caroline, escucha. Comprendo que tengas dudas. Tú y yo no somos unos jóvenes atolondrados. El matrimonio significa un gran paso. Yo sucumbí al pánico la semana pasada, igual que tú ahora. ¡David Graham tuvo que sosegarme con un whisky! Creo que si tú también pudieras calmarte…
Ella movió la cabeza.
– Me siento más tranquila que desde hace meses. Desde el momento en que accedí a casarme contigo supe que no estaba bien y anoche, por primera vez, me sentí calmada. Lamento mucho no haber sido sincera contigo, y conmigo misma, desde un buen principio.
Su tono era ahora menos reprobador que frío, distante, contenido. Vestía ropa de la que usaba en casa, un cárdigan raído, una falda zurcida, el pelo recogido con una cinta negra, pero tenía un aspecto extrañamente atractivo y compuesto, con un aire de determinación que yo no le había visto desde hacía semanas. Todo mi aplomo de la mañana empezó a desmoronarse. Más allá de él, sentía el miedo y la humillación de la noche. Por primera vez miré con atención alrededor y la salita se me antojó sutilmente distinta, más arreglada y anónima, con un montículo de ceniza en la rejilla de la chimenea, como si Caroline hubiera estado quemando papeles. Vi el cristal rajado y recordé avergonzado algunas de las cosas que le había dicho el día antes. Entonces reparé en que había colocado sobre una de las mesas bajas una pila ordenada de las cajas que yo le había llevado: la del vestido, la de las flores y el estuche de tafilete.
Al ver que yo las miraba, atravesó la salita para cogerlas.
– Tienes que llevarte esto -dijo, suavemente.
– No seas absurda -dije-. ¿Qué quieres que haga con ellas?
– Devolverlas a la tienda.
– ¡Vaya ridículo haría devolviéndolas! No, quiero que te las quedes, Caroline. Tienes que ponértelas para nuestra boda.
En lugar de responderme, me tendió las cajas hasta que quedó claro que yo no me las llevaría. Entonces depositó las dos cajas de cartón, pero conservó el estuche en la mano. Dijo firmemente:
– De verdad, tienes que llevarte todo esto. Si no te lo llevas te lo enviaré por correo. Encontré el anillo en la terraza. Es precioso. Espero… espero que algún día puedas dárselo a otra.
Emití un sonido de indignación.
– Lo encargué para ti. ¿No lo entiendes? No habrá otra.
Me lo tendió.
– Cógelo. Por favor.
A regañadientes, cogí el estuche de su mano. Pero al guardarlo en el bolsillo dije, intentando una bravata:
– Sólo me lo llevo ahora. Temporalmente. Lo guardaré hasta que pueda ponértelo en el dedo. No lo olvides.
Ella pareció incómoda, pero habló serenamente.
– No, por favor. Sé que es difícil pero, por favor, no lo agraves más. No pienses que estoy enferma o que tengo miedo o que soy una insensata. No creas que estoy haciendo…, no sé, una de esas cosas que se supone que hacen a veces las mujeres…, montar un drama, incitar a su hombre a una pelea… -Hizo una mueca-. Espero que me conozcas mejor y que no pienses que alguna vez haría algo semejante.
No respondí. De nuevo empezaba a ceder al pánico: estaba despavorido y despechado por la simple idea de que había querido tenerla y no había podido. Ella se había acercado para darme el anillo. Sólo nos separaba como un metro de aire frío y nítido. La piel parecía empujarme hacia ella. Me empujaba tan clara y tan urgentemente que no acertaba a creer que ella no sintiera una presión recíproca. Pero retrocedió cuando extendí la mano. Repitió, disculpándose:
– No, por favor.
Yo volví a extender la mano y ella retrocedió más rápidamente. Me acordé de cómo se había escabullido de mí, casi asustada, en mi última visita. Pero esta vez no parecía asustada, y cuando habló había desaparecido de su voz incluso el tono de disculpa. Habló más bien como recordaba haberla oído en los tiempos en que acababa de conocerla y en ocasiones la juzgaba dura.
– Si me tienes aprecio, por pequeño que sea, nunca más intentarás hacer esto. Siento por ti un gran afecto, y lamentaría perderlo.
Regresé a Lidcote en un estado casi tan deplorable como el día anterior. Esta vez me esforcé en combatirlo a lo largo de la tarde, y el ánimo sólo comenzó a flaquearme cuando terminé mis consultas vespertinas y se avecinaba la noche. Empecé a deambular otra vez, incapaz de sentarme, incapaz de trabajar, perplejo y atormentado por el pensamiento de que, en un solo momento -en el acto de proferir unas cuantas palabras-, había perdido mi derecho a Caroline, al Hall y a nuestro radiante futuro. No lograba entenderlo. Sencillamente, no podía permitir que sucediese. Me puse el sombrero, subí a mi coche y me dirigí hacia Hundreds. Quería agarrar a Caroline y zarandearla hasta que entrase en razón.
Pero luego tuve una idea mejor. En el cruce de Hundreds doblé hacia el norte, hacia la carretera de Leamington, y conduje hasta la casa de Harold Hepton, el abogado de los Ayres.
Había perdido la noción del tiempo. Cuando me hizo pasar la sirvienta, oí voces y el tintineo de cubiertos: vi en el reloj de la entrada que eran las ocho y media pasadas y comprendí consternado que la familia estaba reunida en el comedor para la cena. El propio Hepton salió a recibirme con una servilleta en la mano, todavía limpiándose la boca de salsa.
– Perdone -dije-. Le estoy molestando. Volveré en otro momento.
Pero él dejó la servilleta jovialmente.
– ¡Tonterías! Casi hemos acabado, y me apetece una pausa antes del postre. Y además me agrada ver una cara de hombre. Estoy rodeado de mujeres en esta casa… Venga por aquí, donde estaremos más tranquilos.
Me llevó a su despacho, que daba al jardín en penumbra de la trasera de la casa. Era una hermosa vivienda. Él y su mujer eran gente de dinero y se las habían ingeniado para conservarlo. Eran personajes importantes en la cuadrilla local de cazadores de zorros y de las paredes de la habitación colgaban diversos objetos, fustas, trofeos y fotografías de partidas de caza.
Cerró la puerta, me ofreció un cigarrillo y él también cogió uno. Se sentó en el borde del escritorio mientras yo me sentaba, tenso, en una de las sillas.
– No me andaré con rodeos -dije-. Me atrevería a decir que sabe por qué he venido.
Él estaba ocupado encendiendo el pitillo e hizo un gesto evasivo.