Una medalla, una foto, un silbato, un par de llaves, una alianza matrimonial sin estrenar. Constituían el botín del tiempo pasado en Hundreds: se me antojó que era una pequeña colección extraña. Una semana antes habrían contado una historia de la que yo era el protagonista. Ahora eran un conjunto de fragmentos infelices. Busqué un significado en ellos y no logré descubrirlo.
Volví a ensartar las llaves en mi llavero; todavía no había decidido desprenderme de ellas. Pero escondí los demás objetos, como si me avergonzaran. Me acosté temprano y a la mañana siguiente asumí la triste tarea de reanudar los hilos de mis antiguas rutinas, es decir, las que tenía antes de que me absorbiera tanto la vida en Hundreds. Aquella tarde supe que el Hall y sus tierras habían sido puestos en venta por un agente inmobiliario local. A Makins, el lechero, le habían dado a elegir entre abandonar la granja o comprarla, y había optado por abandonarla: no tenía dinero para independizarse. La súbita venta le había puesto en un apuro y se decía que estaba muy amargado por su causa. En el curso de la semana me llegaron más informaciones; del Hall iban y venían camionetas que poco a poco lo vaciaban de su contenido. Casi todo el mundo daba por sentado espontáneamente que aquello obedecía a un plan de Caroline y mío, y durante unos días pasé por la prueba de explicar repetidamente que la boda había sido suspendida y que Caroline se iba de la comarca sola. Después la noticia debió de difundirse, porque las preguntas cesaron bruscamente, y la incomodidad subsiguiente fue casi más dura de sobrellevar. Volví a enfrascarme en el trabajo del hospital. Había mucho que hacer en aquella época. Me abstuve de nuevas visitas a Hundreds; ya había renunciado a mis atajos a través del parque. No volví a ver a Caroline, aunque a menudo pensaba en ella y soñaba con ella desdichadamente. Al final me enteré por Helen Desmond de que iba a abandonar el condado, con la mayor discreción, el último día de mayo.
Posteriormente sólo subsistió un deseo en mi corazón, y era que el resto del mes transcurriera rápidamente y sin dolor, en la medida de lo posible. Tenía un calendario en la pared de mi consulta, y cuando se decidió la fecha de la boda lo había descolgado y garabateado alegremente con tinta el cuadrado que representaba el 27. Ahora el orgullo o la terquedad me impidieron deshacerme de él. Quería ver pasar aquel día: cuatro días después, Caroline desaparecería definitivamente de mi vida, y yo albergaba una suerte de premonición de que en cuanto pasara a la página de junio sería un hombre nuevo. Entretanto veía acercarse el cuadrado entintado con una inquieta mezcla de ansia y de temor. La última semana del mes estuve cada vez más distraído; no lograba concentrarme en mi trabajo y otra vez dormía mal.
Al final, el día pasó sin pena ni gloria. A la una de la tarde -la hora fijada para el casamiento- estaba sentado a la cabecera de un paciente anciano, concentrado en su caso. Cuando salí de su casa y oí que daban la una apenas reaccioné; me limité a preguntarme vagamente qué otra pareja habría ocupado nuestro turno en la oficina del registro. Vi a unos cuantos enfermos más; la consulta vespertina fue tranquila y pasé el resto de la velada en casa. Hacia las diez y media estaba cansado y pensé en acostarme; de hecho, acababa de descalzarme y me disponía a subir al dormitorio en zapatillas cuando oí unos golpes y timbrazos furiosos en la puerta de mi consulta. Encontré allí a un chico de unos diecisiete años, tan sin resuello que apenas podía hablar. Había corrido unos nueve kilómetros para pedirme que atendiera al marido de su hermana, que sufría, dijo, unos terribles dolores de barriga. Recogí mis cosas y fui con el chico hasta la casa de su hermana: resultó ser la peor vivienda imaginable, una choza abandonada, con agujeros en el techo y boquetes en las ventanas, y desprovista de luz y de agua. Era una familia de ocupantes ilegales que se había desplazado de Oxfordshire hacia el norte en busca de trabajo. Me dijeron que el marido llevaba días enfermo «a intervalos», con vómitos, fiebre y dolor de estómago; le habían tratado con aceite de ricino, pero en las últimas horas se había puesto tan mal que se habían asustado. Como no tenían médico de cabecera, no sabían a quién llamar. Al final habían acudido a mí porque recordaban haber visto mi nombre en un periódico local.
El pobre hombre estaba postrado en una especie de carriola en la sala iluminada por una vela, totalmente vestido y cubierto con un viejo abrigo del ejército. Tenía fiebre alta, el vientre hinchado y un dolor abdominal tan fuerte que cuando empecé a examinarle gritó y maldijo y levantó las piernas para tratar de asestarme una débil patada. Era el caso más evidente de apendicitis aguda que yo había visto nunca y sabía que había que trasladarle al hospital de inmediato para evitar el riesgo de que el apéndice se perforara. La familia estaba horrorizada por la perspectiva del gasto que entrañaba someterle a una operación. «¿No puede hacer nada aquí?», me preguntaba insistentemente la esposa, tirándome de la manga. Ella y su madre conocían a una chica a la que le habían hecho un lavado de estómago después de tragarse un frasco de pastillas; querían que yo hiciera lo mismo con el hombre. Él también se había aferrado a esta idea fija: si le «sacaban el veneno» se pondría bien; era lo único que quería y lo único que consentiría. No les había permitido ir a buscarme, dijo, para que le rajara y le maltratara un hatajo de pu… médicos.
En eso le acometió un tremendo acceso de vómitos y no pudo seguir hablando. La familia se asustó más que nunca. Por fin conseguí convencerles de la gravedad de su estado, y el problema consistía ahora en cómo llevarle al hospital sin demora. Lo ideal habría sido trasladarle en ambulancia, pero la choza estaba aislada y el teléfono más cercano se encontraba en una estafeta de correos, a tres kilómetros de distancia. No vi otra solución que llevarle yo mismo, y entre su cuñado y yo le sacamos fuera en la carriola y le tendimos cuidadosamente en el asiento trasero de mi coche. La mujer se apretujó a su lado, el chico se sentó delante y los dos niños se quedaron al cuidado de su vieja abuela. El trayecto fue espantoso, once o doce kilómetros de caminos y carreteras secundarias, con el hombre que gemía o chillaba a cada sacudida del coche y que vomitaba a intervalos en un barreño; la mujer lloraba tanto que apenas era una ayuda; el chico estaba muerto de miedo. El único elemento favorable era la luna, que estaba llena y brillaba como una lámpara. Pude acelerar en cuanto llegamos a la carretera de Leamington; a las doce y media paramos delante de las puertas del hospital y veinte minutos más tarde el hombre fue conducido al quirófano; para entonces estaba tan mal que realmente temí que no lo contaría. Me senté a esperar con la mujer y el chico, y no quise marcharme hasta ver cómo terminaba el caso. Por fin el cirujano, Andrews, vino a decirnos que todo había salido bien. Había extirpado el apéndice antes de que pudiese haber perforación, con lo que ya no había peligro de peritonitis. El hombre estaba débil pero por lo demás se recuperaba muy bien.
Andrews tenía el más deplorable acento de colegio privado, y la mujer estaba tan aturdida por la angustia que vi que apenas le entendía. A punto estuvo de desmayarse de alivio cuando le expliqué que su marido se había salvado. Quiso verle; no era posible. Tampoco les permitieron a ella y al chico pasar la noche en la sala de espera. Me ofrecí a llevarles a casa en mi trayecto de vuelta a Lidcote, pero no quisieron alejarse tanto del hospital; posiblemente pensaban en los billetes de autobús que tendrían que pagar para volver al día siguiente. Dijeron que en las afueras de Leamington tenían unos amigos que les prestarían un poni y una carreta; el chico regresaría para informar a la abuela de que todo había ido bien y la mujer pasaría la noche en la ciudad y volvería por la mañana para ver a su marido. Estaban tan empeñados en la idea del poni y la carreta como lo habían estado en el lavado de estómago, y yo me pregunté para mis adentros si no pensaban simplemente dormir en alguna cuneta hasta que amaneciera. De nuevo me brindé a llevarles y esta vez aceptaron; el lugar adonde me condujeron era otra cabaña ocupada, un cuchitril como el de ellos, fuera del cual había un par de perros y de caballos atados con una cadena. Los perros se pusieron a ladrar enloquecidos cuando llegamos y abrió la puerta de la choza un hombre con una escopeta en las manos. Al reconocer a los visitantes bajó el arma y les dio la bienvenida. Me pidieron que me quedara con ellos; tenían «cantidad de té y de sidra», dijeron, efusivamente. Por un segundo me sentí casi tentado. Al final les di las gracias pero me despedí de ellos. Ante la puerta cerrada de nuevo capté un atisbo de la habitación de dentro, un caos de colchones y cuerpos dormidos en el suelo: adultos, niños, bebés, perros y cachorros que se retorcían con los ojos ciegos.