Después de la carrera hasta el hospital, seguida por el temor de la espera y el alivio posterior, cierta aura alucinatoria envolvía todo el episodio, y mi coche, cuando ya me alejaba, parecía por contraste silencioso y solitario. Resulta extraño verse sumergido y emerger de los dramas de un paciente, especialmente de noche. La experiencia puede vaciarte emocionalmente pero también puede dejarte extrañamente desvelado y tenso, y ahora mi mente, sin nada a que aferrarse, empezaba a revivir los pormenores de las horas recientes como una película proyectada una y otra vez. Rememoré al chico sin habla y jadeando en la puerta de mi consulta; al hombre encogiendo las piernas para lanzarme una débil patada; las lágrimas de la mujer, las vomitonas y los alaridos; a Andrews, con su voz y sus maneras de cirujano; la mísera casucha; los cuerpos y los cachorros… Lo reviví una y otra vez, dale que dale, en una secuencia agotadora e imperiosa hasta que, para romper el sortilegio, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo. Y algo en aquel acto, en la oscuridad del coche, con el suave resplandor blanco de la luna y los faros que me iluminaban las manos, algo me hizo comprender que estaba haciendo el mismo trayecto que había hecho en enero, después del baile del hospital. Miré mi reloj: eran las dos de la madrugada de lo que debería haber sido mi noche de bodas. A aquella hora tendría que haber estado acostado en un tren, con Caroline en mis brazos.
La pérdida y la congoja resurgieron y me inundaron. Eran tan devastadoras como antes. No quería volver al dormitorio vacío de mi estrecha y triste casa. Quería a Caroline; la quería y no podía tenerla; era lo único que sabía. Había llegado ya a la carretera de Hundreds y me estremeció la idea de que ella se encontrara tan cerca y, sin embargo, tan alejada de mí. Tuve que tirar el cigarro y parar el coche hasta que pasaron las sensaciones más terribles. Pero seguía sin atreverme a ir a casa. Seguí conduciendo despacio y enseguida llegué a la desviación hacia el camino que llevaba al estanque umbroso y rodeado de maleza. Tomé el desvío, recorrí dando tumbos el sendero y aparqué donde Caroline y yo habíamos aparcado aquella noche, la noche en que yo había intentado besarla y por primera vez ella me había rechazado.
La luna resplandecía, los árboles proyectaban sombras y el agua parecía blanca como leche. Todo el paraje era como una fotografía de sí mismo, extrañamente revelada y ligeramente irreaclass="underline" al contemplarlo fue como si me absorbiera y empecé a sentirme fuera del tiempo y del espacio, un perfecto desconocido. Creo que fumé otro cigarrillo. Sé que poco después sentí frío y busqué a tientas en el asiento trasero la vieja manta roja que llevaba en el coche -la manta con la que una vez había arropado a Caroline- y me envolví en ella. No estaba en absoluto cansado, en el sentido ordinario. Creo que pensé en pasar la noche en vela allí sentado. Pero me volví, encogí las piernas y descansé la mejilla en el respaldo del asiento; y me sumí casi en el acto en un sueño agitado. Y en sueños, al parecer, bajé del coche y apreté el paso hacia Hundreds: me vi caminar con toda la claridad febril y anómala con que había recordado la carrera al hospital un rato antes. Me vi atravesar el paisaje argentado y cruzar como humo la verja de Hundreds. Me vi enfilar el sendero del Hall.
Allí sucumbí al pánico y a la confusión porque el sendero estaba cambiado, era raro y erróneo, era increíblemente largo y se internaba, al fondo, en una oscuridad total.
Desperté al amanecer, abatido y acurrucado. Eran las seis pasadas. Las ventanillas del coche estaban empañadas de vaho y yo tenía la cabeza desnuda: mi sombrero se había encajado entre mi hombro y el asiento, y estaba irreparablemente aplastado, y la manta enredada en mi cintura como si hubiese luchado con ella. Abrí la puerta para que entrara el aire fresco y me apeé trabajosamente. A mis pies se escurrió algo; pensé que eran ratas, pero era una pareja de erizos que habían estado olfateando los neumáticos del coche y ahora desaparecían en la hierba alta. Dejaron tras ellos unas huellas oscuras: la hierba estaba blanqueada de rocío. Una tenue neblina cubría el estanque; ahora el agua era gris en lugar de blanca; el paraje había perdido el aire de irrealidad que había tenido en la madrugada. Me sentí un poco como recordaba haberme sentido después de un tremendo ataque aéreo sobre la ciudad: como si saliera parpadeando del refugio y viera las casas dañadas pero todavía en pie, cuando en mitad del intenso bombardeo daba la sensación de que el mundo se estaba haciendo pedazos.
Más que aturdido me sentía algo mucho más sencillo: estaba baldado. La pasión se había desvanecido. Quería tomar un café y afeitarme; y necesitaba urgentemente ir al cuarto de baño.
Me alejé un trecho y aplaqué la urgencia; después me pasé el cepillo por el pelo y alisé como pude mi ropa arrugada. Probé el coche. Estaba húmedo y frío y no arrancó a la primera, pero lo hizo después de levantar el capó y secar las bujías; el ruido del motor quebró el silencio del campo y espantó a los pájaros de los árboles. Volví por el sendero, recorrí un tramo corto de la carretera de Hundreds y doblé hacia Lidcote. No me crucé con nadie en el camino, pero el pueblo empezaba a despertarse, las familias de aparceros ya se estaban preparando, humeaba la chimenea de la panadería. El cielo estaba bajo y las sombras eran alargadas, y todos los pequeños detalles de la iglesia empedrada, las casas y las tiendas de ladrillo rojo, las aceras desiertas y las calzadas sin tráfico, todo poseía un aire fresco, limpio y hermoso.
Mi casa está en lo alto de la calle mayor, y al aproximarme vi a un hombre en la puerta de mi consulta: estaba llamando al timbre de noche y luego ahuecó las manos alrededor de los ojos para atisbar a través del cristal esmerilado contiguo a la puerta. Llevaba un sombrero y el cuello del abrigo levantado, y no le vi la cara; supuse que era un paciente y el corazón me dio un vuelco. Pero al oír mi coche se volvió y entonces reconocí a David Graham. Algo en su porte me hizo presentir que traía malas noticias. Cuando estuve más cerca y vi su expresión supe que la noticia era muy mala. Aparqué, me apeé y él se me acercó cansinamente.
– Te he estado buscando. Oh, Faraday… -Se pasó la mano por los labios. La mañana era tan silenciosa que oí cómo la barbilla le raspaba la palma de la mano.
– ¿Qué ha pasado? -dije-. ¿Es Anne?
Fue lo único que se me ocurrió pensar.
– ¿Anne? -Sus ojos de aspecto cansado pestañearon-. No. Es… Faraday, me temo que es Caroline. Ha habido un accidente en Hundreds. Lo siento muchísimo.
Se había recibido una llamada del Hall, alrededor de las tres de la mañana. Betty me buscaba, hecha un manojo de nervios; yo, por supuesto, no estaba en casa y la centralita había pasado el mensaje a Graham. No le dieron detalles, sólo le dijeron que debía ir a Hundreds lo antes posible. Él se había vestido y había ido derecho, y al llegar descubrió que le cerraban el paso las verjas del parque. Betty se había olvidado del candado. Graham probó una verja y luego dio un rodeo y probó la otra, pero las dos estaban bien aseguradas y eran demasiado altas para intentar escalarlas. Estaba a punto de volver a casa y telefonear a Betty cuando pensó en las nuevas casas municipales y en el boquete en el muro del parque. Las viviendas tenían ahora unos jardines rudimentarios, con alambradas en la parte de atrás; pudo trepar por una de ellas y se dirigió al Hall andando.