– Oiga, ¿por qué no viene conmigo a la granja ahora y se lo dice usted mismo a Roddie?
Consulté mi reloj.
– Bueno, tengo un paciente al que he prometido ver.
– Oh, pero ¿no puede esperar un poco? Los pacientes tienen que saber esperar. Seguramente por eso los llaman pacientes… ¿Sólo cinco minutos, para explicárselo? ¿Para decirle lo que me ha dicho a mí?
Hablaba ahora como una colegiala alegre, y era difícil resistirse a su entusiasmo. «De acuerdo», dije, y volví a la carretera y, traqueteando a lo largo del corto trayecto, llegamos al patio adoquinado de la granja. Ante nosotros se alzaba la alquería de Hundreds, un adusto edificio Victoriano. A nuestra izquierda estaba el corral de las vacas y el establo de ordeño. Habíamos llegado claramente poco antes de que terminaran de ordeñar, pues un grupo pequeño de vacas aguardaba todavía, nerviosas y quejándose, a que las sacaran del corral. A las demás -unas cincuenta, calculé- se las divisaba en un cercado al otro lado del patio.
Nos apeamos y, acompañados por Gyp, echamos a andar sobre los adoquines. Era trabajoso: todos los patios de una granja están sucios, pero aquél lo estaba especialmente, y el verano largo y seco había cocido y solidificado, formando surcos y aristas, el barro y el estiércol removidos por las pezuñas del ganado. Resultó que el establo, cuando llegamos a él, era una vieja estructura de madera en un estado visiblemente ruinoso, que apestaba a estiércol y a amoníaco y desprendía calor como un invernadero de cristal. No había ordeñadoras, sólo banquetas y cubos, y en los dos primeros pesebres encontramos al granjero, Makins, y a su hijo mayor, los dos ordeñando sendas vacas. Makins había venido de fuera del condado pocos años antes, pero yo le conocía de vista, un hombre de cara enjuta y expresión abrumada que acababa de rebasar los cincuenta, la viva imagen del lechero industrioso. Caroline le llamó y él nos saludó con un gesto, mirándome con una ligera curiosidad; pasamos de largo y, para mi sorpresa, encontramos a Roderick. Yo había supuesto que estaría dentro de la casa o en algún otro lugar de la granja, pero allí estaba, ordeñando con los demás, con la cara colorada por el calor y el esfuerzo, las largas piernas flacas flexionadas y la frente apretada contra el anca polvorienta y parda de una vaca.
Alzó los ojos yparpadeó al verme, no del todo contento, pensé, de que le pillaran en aquel trabajo, pero muy resuelto a ocultar su desagrado, porque dijo con ligereza, aunque sin sonreír:
– ¡Espero que me disculpe si no me levanto a darle la mano! -Miró a su hermana-. ¿Va todo bien?
– Sí -respondió ella-. Sólo que el doctor Faraday quiere hablar contigo de algo.
– Bueno, no tardaré mucho. Cálmate, tontuela.
La vaca había empezado a moverse nerviosa al oír nuestras voces. Caroline me alejó del animal.
– Son asustadizas con los desconocidos. Pero a mí me conocen. ¿Le importa que les ayude?
– Claro que no -dije.
Se metió en el corral, tras haberse puesto unas botas de goma y un delantal de lona sucio, y se movió con soltura entre los animales que aguardaban; después llevó a una vaca a la cuadra y la hizo entrar en el pesebre contiguo al de su hermano. Tenía ya los brazos desnudos y no hacía falta que se remangase, pero se lavó las manos en el grifo y se las roció con desinfectante; cogió una banqueta y un cubo de cinc y los colocó al lado de la vaca, y al hacerlo la empujó con los codos para que adoptara la posición correcta, y empezó a ordeñarla. Oí el ruido del chorro de leche que caía en el cubo vacío y vi los enérgicos movimientos rítmicos de los brazos de Caroline. Dando un paso hacia un lado, alcancé a ver debajo de los cuartos traseros de la vaca el destello de sus manos tirando de las ubres blancas, que parecían sumamente elásticas.
Había terminado de ordeñar a aquella vaca y empezó con otra antes de que Roderick terminara con la suya. Al terminar la llevó al corral, vació el cubo de leche espumante en una cuba de acero restregada y después se me acercó, enjugándose los dedos en el delantal y alzando la barbilla.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Yo no quería distraerle de su trabajo y le dije brevemente lo que había pensado, exponiéndolo como si le estuviera pidiendo un favor, y le expliqué que me prestaría una gran ayuda para realizar una investigación importante… El proyecto, de algún modo, sonó menos convincente que cuando se lo había descrito a su hermana en el coche, y Roderick me escuchó con una expresión de duda, sobre todo cuando le comuniqué que la máquina era eléctrica.
– Lamento decir que no tenemos combustible para que funcione el generador durante el día -dijo, moviendo la cabeza, como si esto zanjara el asunto.
Pero yo le aseguré que la bobina se alimentaba con sus propias pilas secas… Vi que Caroline nos observaba, y cuando terminó con otra vaca vino a reunirse con nosotros y agregó sus argumentos a los míos. Mientras ella hablaba, él miraba inquieto al ganado, que aguardaba intranquilo, y creo que al final accedió a la propuesta simplemente para que nos calláramos. En cuanto pudo, se fue cojeando hasta el corral para sacar a otra vaca, y fue Caroline la que fijó la fecha de mi visita a la casa.
– Yo me encargo de que Roderick esté -murmuró-. No se preocupe. -Y añadió, como si se le acabara de ocurrir-: Venga con tiempo suficiente para tomar el té con nosotros, ¿de acuerdo? Sé que a mi madre le gustaría.
– Sí -dije, complacido-. Con mucho gusto. Gracias, señorita Ayres.
Ella puso una expresión cómicamente dolida.
– Oh, llámeme Caroline, ¿quiere? Dios sabe los años y años que tengo por delante para ser señorita Ayres a secas… Pero yo le seguiré llamando doctor, si me lo permite. No sé por qué, pero nos resistimos a romper esas distancias profesionales.
Me tendió sonriente la mano caliente y olorosa a leche, y se la estreché, allí en el establo, como un par de granjeros que cierran un trato.
La fecha que había convenido con ella era el domingo siguiente; fue otro día caluroso, de una atmósfera reseca y lánguida, y un cielo brumoso y cargado de polvo y grano. La fachada roja y cuadrada de Hundreds presentaba un aire pálido y curiosamente inconsistente cuando me estaba aproximando, y sólo cuando aparqué en la grava pareció adquirir sus contornos propios: vi de nuevo todos los desperfectos e, incluso más que en mi primera visita, tuve la sensación de que la casa mantenía una especie de equilibrio. Pensé que eran dolorosamente visibles la mansión espléndida que había sido hasta hacía poco y la ruina en que se estaba convirtiendo.
Esta vez Roderick debió de estar esperándome. La puerta principal se abrió con un chirrido y, mientras yo me apeaba del coche, él apareció en lo alto de los escalones agrietados. Frunció el ceño cuando me acerqué con mi maletín de médico en una mano y en la otra la bobina de inducción guardada en su pulcro estuche de madera.
– ¿Es el artefacto del que me habló? Me imaginaba algo más voluminoso. Parece una caja para llevar bocadillos.
– Es más potente de lo que cree -dije.
– Bueno, si usted lo dice… Vayamos a mi habitación.
Hablaba como si se hubiera arrepentido de haber dado su conformidad. Pero se volvió y me condujo adentro, y esta vez me llevó a la derecha de la escalera y a lo largo de otro fresco pasillo en penumbra. Abrió la última puerta del corredor y dijo vagamente:
– Me temo que esto es una leonera.
Le seguí y deposité mis bártulos; después miré alrededor con cierta sorpresa. Cuando él había dicho «mi habitación», yo me había imaginado espontáneamente un dormitorio normal, pero aquel cuarto era enorme -o así me pareció entonces, cuando todavía no me había habituado del todo a las dimensiones de las cosas en Hundreds- y tenía las paredes revestidas de paneles, un techo de yeso en forma de celosía y una amplia chimenea de piedra con faldón gótico.