Выбрать главу

Sonreía al hablar, y me tendió la mano. Su apretón fue más firme que el de su hermano y más sincero.

Yo sólo la había visto a distancia, en actos del condado o en las calles de Warwick y Leamington. Era mayor que Roderick, veintiséis o veintisiete años, y habitualmente había oído hablar de ella como «bastante campechana», una «solterona por naturaleza», una «chica lista»: en otras palabras, era visiblemente fea, demasiado alta para ser una mujer, con las piernas y los tobillos gruesos. Tenía el pelo de un castaño claro que, con un tratamiento adecuado, podría haber sido bonito, pero yo nunca lo había visto arreglado, y ahora le colgaba secamente hasta los hombros, como si se lo hubiese lavado con jabón de cocina y después se le hubiera olvidado peinárselo. Además de esto, tenía el peor gusto para la ropa que yo había visto en una mujer. Llevaba sandalias planas de chico y un vestido de verano tan poco adecuado que no favorecía en absoluto sus caderas anchas y su amplio busto. Sus ojos, situados muy arriba, eran de color avellana; la cara era alargada, con la mandíbula angulosa, y el perfil aplanado. El único rasgo bueno era su boca: sorprendentemente grande, bien hecha y móvil.

Expliqué lo de la emergencia de Graham y que me habían pasado el recado a mí. Dijo, lo mismo que su hermano:

– Bueno, está bien que haya hecho todo este trayecto. Betty no lleva mucho tiempo con nosotros; menos de un mes. Su familia vive en el otro extremo de Southam, demasiado lejos para que hayamos pensado en molestarla. De todos modos, la madre, por lo que dicen, no es muy buena persona… Empezó a quejarse del estómago anoche, y como no parecía mejor esta mañana, pues pensé que teníamos que asegurarnos. ¿Quiere verla ahora? Está aquí mismo.

Se volvió mientras hablaba, poniendo en movimiento sus piernas musculosas, y el perro y yo la seguimos. La habitación a la que me llevó estaba justo al fondo del corredor, y pensé que en otro tiempo podría haber sido la sala de un ama de llaves. Era más pequeña que la cocina, pero al igual que el resto del sótano tenía el suelo de piedra y ventanas altas y diminutas, y la misma pintura gris de las instituciones públicas. Había una chimenea estrecha, recién limpiada, una butaca descolorida y una mesa, y una cama con bastidor de metal, de las que, cuando no se usan, se pueden plegar, levantar y guardar en una cavidad del armario que había detrás. Acostada bajo la ropa de esa cama, con una combinación o un camisón sin mangas, había una figura tan pequeña y menuda que al principio me pareció la de un niño; mirando más de cerca, vi que era una adolescente diminuta. Hizo un intento de incorporarse cuando me vio en la puerta, pero cuando me acerqué volvió a dejarse caer patéticamente sobre la almohada. Me senté a su lado en la cama y dije:

– Bueno, eres Betty, ¿no? Soy el doctor Faraday. La señorita Ayres me dice que te duele la tripa. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Por favor, doctor, ¡estoy muy mala! -dijo ella, con un mal acento campesino.

– ¿Has vomitado?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Has tenido diarrea? ¿Sabes lo que es?

Asintió; después volvió a negar con la cabeza.

Abrí mi maletín.

– Muy bien, vamos a echarte un vistazo.

Separó sus labios infantiles justo lo suficiente para que yo le introdujera la punta del termómetro debajo de la lengua, y cuando le bajé el cuello del camisón y le puse el frío estetoscopio en el pecho, se estremeció y gimió. Como procedía de una familia de la región, probablemente yo la habría visto antes, aunque sólo fuera para ponerle las vacunas en la escuela; pero no me acordaba de ella. Era una chica completamente anodina. Llevaba el pelo mal cortado y prendido con una horquilla en un lado de la frente. Tenía la cara ancha, los ojos muy separados; eran grises y, como muchos ojos claros, bastante superficiales. Las mejillas claras sólo se le oscurecieron ligeramente con un rubor de timidez cuando le levanté el camisón para examinarle el abdomen, poniendo al descubierto sus sucias bragas de franela.

En cuanto la toqué ligeramente justo encima del ombligo, ella jadeó, gritó, casi aulló. Dije, para tranquilizarla:

– Muy bien. Ahora, ¿dónde duele más? ¿Aquí?

– ¡Oh! -dijo ella-. ¡En todas partes!

– ¿Sientes un dolor fuerte, como el de un corte? ¿O es más como un dolor normal o una quemadura?

– ¡Es como un dolor con cortes todo por dentro! -exclamó ella-. ¡Pero también quema!

Volvió a gritar y por fin abrió la boca de par en par, mostrando una lengua y una garganta sanas y una fila de dientes pequeños y torcidos.

– Muy bien -repetí, bajándole el camisón. Y tras pensar un momento me volví hacia Caroline, que se había quedado en la puerta abierta, con el labrador a su lado, mirando preocupada, y dije-: ¿Puede dejarme un minuto a solas con Betty, por favor, señorita Ayres?

Ella frunció el ceño por la seriedad de mi tono.

– Sí, por supuesto.

Le hizo un gesto al perro y lo sacó al pasillo. Cuando la puerta estuvo cerrada detrás de ella, guardé el estetoscopio y el termómetro y cerré el maletín con un chasquido. Miré a la chica de cara pálida y dije en voz baja:

– Veamos, Betty. Esto me pone en una situación delicada. Porque la señorita Ayres, ahí fuera, se ha tomado un montón de molestias para intentar que mejores; y aquí estoy yo, sabiendo sin lugar a dudas que no puedo hacer nada por ti.

Ella me miró fijamente. Dije, sin rodeos:

– ¿Crees que en mi día libre no tengo nada mejor que hacer que recorrer ocho kilómetros desde Lidcote para cuidar de niñas traviesas? Tengo ganas de mandarte a Leamington para que te extraigan el apéndice. No te pasa nada.

Se puso como un tomate. Dijo:

– ¡Oh, doctor, sí me pasa!

– Eres una buena actriz, te lo concedo. Todos esos gritos y aspavientos. Pero si quiero ver actuar, voy al teatro. ¿Quién piensas que me va a pagar ahora, eh? No soy barato, ¿sabes?

La mención del dinero la asustó. Dijo, con una inquietud auténtica:

– ¡Estoy mala! ¡De verdad!Anoche me mareé. Tuve un mareo horrible. Y pensé…

– ¿Qué? ¿Que te gustaría pasar un buen día en la cama?

– ¡No! ¡No es usted justo! Me sentía mal. Y entonces pensé… -Y aquí su voz empezó a espesarse y los ojos grises se le llenaron de lágrimas-. Pensé -repitió, vacilante- que si estaba tan mala, pues… quizá tendría que irme a mi casa, hasta que mejorase.

Apartó la cara de mí, parpadeando. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y desde allí rodaron en dos líneas rectas por sus mejillas de niña.

– ¿Eso es todo lo que pasa? -dije-. ¿Que quieres irte a tu casa? ¿Es eso?

Y ella se tapó la cara con las manos y lloró de verdad.

Un médico ve muchas lágrimas; algunas le conmueven más que otras. Yo tenía un montón de cosas que hacer en casa, y no me divertía lo más mínimo que me hubieran sacado de ella para nada. Pero tenía un aspecto tan joven y lastimoso que la dejé que llorara. Luego le toqué el hombro y dije firmemente:

– Vamos, ya basta. Dime qué problema tienes. ¿Estás a gusto aquí?

Sacó de debajo de la almohada un flácido pañuelo azul y se sonó la nariz.

– No -dijo-. No lo estoy.

– ¿Por qué no? ¿El trabajo es muy duro?

Ella se encogió de hombros, abatida.

– El trabajo está bien.

– No lo haces todo tú sola, ¿verdad?

Ella movió la cabeza.

– La señora Bazeley viene todos los días hasta las tres; todos los días menos el domingo. Hace la colada y cocina y yo hago todo lo demás. A veces viene un hombre para el jardín. La señorita Caroline ayuda algo…