– Ah, por supuesto, eso no le importa a alguien como tú.
Lo dijo con un tono casi feroz. Dije, asombrado:
– ¿Qué quieres decir?
Se volvió, confusa.
– Sólo me refiero a lo que estás planeando, a lo que quieres hacer con mi madre; ella lo aborrecería. Es decir, si volviera a ser la misma. ¿No lo entiendes? Cuando éramos niños y estábamos enfermos, apenas nos dejaba soltar un murmullo. Decía que las familias como la nuestra tenían una responsabilidad, tenían que dar ejemplo. Decía que si no podíamos darlo, si no éramos mejores y más valientes que la gente corriente, ¿entonces para qué servíamos? La vergüenza de que te llevaras a mi hermano ya fue suficiente. Si también intentas llevártela a ella…, creo que no te lo consentirá.
Dije, tristemente:
– Lamento decir que no tendrá alternativa. Traeré otra vez a Graham. Si se comporta con él como se ha comportado conmigo esta tarde, no habrá más remedio.
– Preferiría morirse.
– ¡Pero quedarse aquí puede matarla! Y además…, por brutal que sea decirlo, lo que más me preocupa es que también podría acabar contigo. No te haré pasar por eso. Dudé en el caso de Roderick y siempre lo he lamentado. No cometeré el mismo error. Si pudiera, me la llevaría ahora mismo.
Hablaba mirando por la ventana. El terreno blanco había mantenido el día luminoso, pero el cielo era ahora de un cinc gris que se iba oscureciendo. Aun así, pensé seriamente en llevármela, sin dilación. Dije, para dejarlo zanjado:
– Podría hacerse, supongo. Podría sedarla. Tú y yo nos ocuparíamos. La nieve nos retrasaría, pero en principio sólo necesitamos llegar hasta Hatton…
– ¿El manicomio del condado? -dijo ella, horrorizada.
– Sólo para esta noche. Sólo mientras lo organizo todo. Hay un par de clínicas privadas que creo que la admitirían, pero quieren que se les avise como mínimo con un día de antelación. Ahora necesita estar en observación. Eso complicará las cosas.
Ella me miraba con horror, comprendiendo por fin la gravedad del caso.
– Hablas como si fuera peligrosa.
– Creo que es un peligro para sí misma.
– Si me hubieras dejado que me la llevara cuando yo quise, hace semanas, nada de esto habría sucedido. ¡Ahora quieres despacharla a un manicomio como a una demente callejera!
– Lo siento, Caroline. Pero sé lo que me ha dicho. Sé lo que he visto. No pretenderás que la deje sin tratamiento, ¿verdad? ¿No pensarás realmente que voy a abandonarla a sus desvaríos, sólo para mantener intacto una especie de… orgullo de clase?
Se había llevado de nuevo las manos a la cara, tenía los dedos a caballo entre la boca y la nariz y se apretaba con las yemas el tabillo de los ojos. Por un momento me miró sin decir nada. Vi que aspiraba una bocanada de aire, y al expulsarlo pareció que había tomado una decisión. Dejó caer las manos.
– No -dijo-. No lo pienso. Pero no te permitiré que la lleves a Hatton, a la vista de todo el mundo. Ella no me lo perdonaría nunca. Puedes llevártela mañana, en privado. Para entonces me… me habré hecho a la idea.
No la había visto tan segura y resuelta desde los días anteriores a la muerte de Gyp. Algo avergonzado, dije:
– Muy bien. Pero en ese caso, me quedaré con ella esta noche.
– No tienes por qué.
– Me tranquilizará. Me esperan en los pabellones a las ocho, pero por una vez anularé la cita. Diré que ha surgido una urgencia. Por Dios, es una emergencia. -Consulté mi reloj- Puedo atender mi consulta de la tarde y después pasar la noche aquí.
Ella meneó la cabeza.
– Preferiría que no vinieses.
– Tu madre necesita vigilancia, Caroline. Durante toda la noche.
– Puedo vigilarla yo. ¿No estará más segura conmigo?
Abrí la boca para responder, pero su pregunta había activado en mí una especie de alarma y me asusté al percatarme de que estaba pensando en mi conversación con Seeley. Sentí un soplo de la suspicacia morbosa que había concebido entonces. La idea era increíble, grotesca… Pero en Hundreds habían sucedido otras cosas grotescas e increíbles, ¿y si Caroline era en cierta forma responsable de ellas? ¿Y si, inconscientemente, había dado a luz a alguna violenta y misteriosa criatura que efectivamente hostigaba a la casa? ¿Tenía yo que dejar allí, sin protección, a la señora Ayres, aunque sólo fuera una noche más?
Caroline me miraba, a la espera, confundida por mi vacilación. Vi el recelo que empezaba a aflorar en sus ojos claros y castaños. Ahuyenté la locura.
– Muy bien -dije-. Que se quede aquí contigo. Lo único que te pido es que no la dejes sola. Y debes telefonearme de inmediato si sucede algo. Cualquier cosa.
Dijo que lo haría. La abracé un segundo y después cruzamos el rellano hacia la habitación de su madre. La señora Ayres y Betty estaban sentadas exactamente como las había dejado, en la oscuridad creciente. Probé un interruptor y recordé que el generador no funcionaba, encendí con una llama del fuego un par de lámparas de aceite y corrí las cortinas. La habitación cobró alegría en el acto. Caroline se acercó a su madre.
– El doctor Faraday me dice que no estás muy bien, madre -dijo, con cierta torpeza. Alargó la mano y le retiró hacia atrás un rizo del pelo ya grisáceo-. ¿Estás mal?
La señora Ayres levantó su cara cansada.
– Supongo que sí, si el doctor lo dice -dijo.
– Bueno, he venido a hacerte compañía. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Quieres que te lea?
Me miró y yo asentí con un gesto. La dejé cuando ocupó el lugar de Betty en la segunda butaca. A Betty me la llevé abajo. Le pregunté, al igual que le había preguntado a Caroline, si había notado algunos cambios recientes en la conducta de la señora Ayres, y si le había visto pequeñas heridas, rasguños o cortes.
Ella negó con la cabeza, con aire asustado.
– ¿La señora Ayres está mal otra vez? ¿Eso… empieza otra vez?
– Nada «empieza otra vez» -dije-. Sé lo que estás pensando y no quiero que digas esas cosas en esta casa. Y no debes acoqui… -Empleé casi inconscientemente la palabra de Warwickshire-. Esto no es en absoluto como lo que ocurrió antes. Sólo quiero que seas buena chica con la señora Ayres, y que no te ofusques y hagas todo lo que te digan. Y, Betty… -había hecho ademán de irse. Le toqué el brazo y añadí en voz baja-, cuida también de la señorita Caroline, ¿lo harás? Confío en ti. Llámame si las cosas no van bien, ¿de acuerdo?
Ella asintió con los labios tan apretados que perdió en parte su aire infantil.
Fuera, el cielo oscurecido había despojado a la nieve de su luz cegadora y el día era incluso más frío; sólo la enérgica caminata por el sendero mantuvo el calor de mis miembros, y en cuanto estuve en el coche el frío empezó a hacerme efecto y me puse a temblar. Gracias a Dios, el motor arrancó al primer intento y el trayecto de regreso a Lidcote fue lento pero sin contratiempos. Seguía temblando cuando entré en mi casa, temblaba delante de la estufa mientras oía congregarse a mis pacientes al otro lado de la pared. Sólo conseguí quitarme el frío de las manos y serenarlas cuando las puse debajo de un chorro de lo que me pareció que era agua casi hirviendo en el lavabo de la consulta.
Me repuse tratando una serie de dolencias invernales. Al terminar la consulta telefoneé al Hall y me sosegué aún más cuando oí la voz fuerte y clara de Caroline asegurándome que todo estaba en orden.
Acto seguido hice otras dos llamadas.
La primera fue a una mujer que conocía en Rugby, una enfermera de la comarca jubilada a quien de vez en cuando enviaba pacientes privados como clientes de pago. Estaba más habituada a casos físicos que nerviosos, pero era competente y, después de escuchar mi precavido relato del caso de la señora Ayres, dijo que estaba dispuesta a acogerla durante el día o los dos días que yo necesitaría para organizar una atención más adecuada. Le dije que, en el supuesto de que las carreteras estuviesen despejadas, le llevaría a la señora al día siguiente, y tomamos las disposiciones pertinentes.