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Karin Fossum

El Ojo De Eva

© 1995, J. W. Cappelens Forlag a.s.

Título originaclass="underline" Evas øye

Traducido por: Kirsti Baggethun Kristensen y Asunción Lorenzo Torres

A mi padre.

Prólogo

Era una casita de juegos.

Una casita minúscula, con marcos rojos y cortinas de encaje en las ventanas. Se detuvo a cierta distancia, escuchó, pero no oía más que al perro que soplaba a su lado y un suave murmullo en los viejos manzanos. Así permaneció un instante, sintiendo la humedad de la hierba, que le traspasaba los zapatos, y el corazón, que había cambiado de ritmo tras la persecución por el jardín. El perro lo miraba expectante. Exhalaba vapor por su enorme hocico y husmeaba en la oscuridad; sus orejas vibraban, tal vez estuviera captando sonidos que su amo era incapaz de oír. Se volvió y miró hacia atrás; las ventanas de la casa principal estaban cálidamente iluminadas. Nadie los había oído, ni siquiera los ladridos del perro. Abajo, en la carretera, los esperaba su coche, con dos ruedas sobre la acera y la puerta abierta.

Ella tiene miedo al perro, pensó asombrado. Se agachó, lo agarró por el collar y se acercó a la casita a pasos lentos. Estaba seguro de que una casita como esa no tenía ninguna salida por la parte de atrás, ni siquiera cerradura en la puerta. Ella ya se habría dado cuenta, quizá en el instante mismo de cerrar la puerta, de que había caído directamente en la trampa. No había escapatoria. No tenía posibilidad alguna.

Capítulo 1

Los Juzgados ocupaban un edificio de hormigón de siete plantas ligeramente arqueado, que se erguía como una sólida pared de protección junto a la calle principal de la ciudad, suavizando el viento helado que llegaba del río. Los barracones de la parte posterior estaban al abrigo, lo que era una bendición en invierno, pero en el verano ardían en el aire estancado. La fachada principal estaba decorada con una representación de la Justicia muy moderna; a distancia, vista desde la gasolinera, por ejemplo, parecía una bruja sobre una escoba. La comisaría y la cárcel comarcal ocupaban las tres plantas superiores, además de los barracones.

La puerta se abrió con un malhumorado gemido. La señora Brenningen se sobresaltó y puso un dedo en el libro, después de las palabras «sobrepeso probable». El inspector Sejer entró en la recepción acompañado por una mujer que no presentaba buen aspecto; tenía la barbilla reventada, la gabardina y la falda desgarradas y sangraba por la boca. La señora Brenningen no solía inmutarse; llevaba casi diecisiete años en la recepción del Juzgado y había visto entrar y salir a toda clase de gente, pero en ese momento se quedó mirando con descaro y cerró el libro, tras poner como señal un viejo folleto de horarios de autobuses. Sejer cogió por un brazo a la mujer y la condujo al ascensor. Ella iba con la cabeza gacha. Y se cerraron las puertas.

Sejer tenía un rostro hermético. Era imposible adivinar lo que pensaba. Le hacía parecer algo hosco, aunque en realidad sólo era reservado, y tras su severa expresión se escondía un espíritu afable. Pero no derramaba cálidas sonrisas, las usaba sólo como preámbulo, cuando quería acceder a la gente, y los elogios los tenía reservados para unos pocos. Cerró la puerta y señaló con la cabeza una de las sillas, cortó medio metro de papel de secar del rollo que había encima del lavabo, lo mojó en agua caliente y se lo dio a la mujer. Ella se secó la boca y miró a su alrededor. Era un despacho muy austero, salvo los dibujos infantiles que colgaban de la pared y una figurita de miga de pan sobre la mesa, que revelaban que el policía también tenía una vida fuera de esas desnudas paredes. La figura representaba a un policía con un uniforme de color violeta, algo encogido, con la barriga sobre las rodillas y los zapatos demasiado grandes. No se parecía mucho al modelo, que en ese momento se sentó frente a ella y la miró con sus grandes ojos grises. Sobre la mesa había un radiocassette y un ordenador Compaq. La mujer observaba todo a hurtadillas, ocultando el rostro en el papel mojado. Él sacó del cajón una cinta para grabar la conversación y escribió en la funda: Eva Mane Magnus.

– ¿Tienes miedo a los perros? -preguntó amablemente.

La mujer levantó la cabeza.

– Antes quizá. Ya no.

Hizo una bola con el papel.

– Antes todo me daba miedo. Ahora ya no temo a nada.

Capítulo 2

El río fluía velozmente por el paisaje, dividiendo la helada ciudad en dos témpanos grises y temblorosos. Era abril y hacía frío. Justo al llegar al centro de la urbe, más o menos a la altura del Hospital Provincial, el río empezaba a rugir y a quejarse, como si el ajetreo del tráfico y el ruido de las fábricas de las orillas le produjera estrés. Serpenteaba y se retorcía en corrientes cada vez más fuertes cuanto más se adentraba en la ciudad. Pasaba por el viejo teatro y la Casa del Pueblo, discurría a lo largo de las vías del tren y la plaza, llegaba a la vieja Bolsa, convertida en un restaurante McDonald's, luego pasaba por la fábrica de cerveza, la más antigua del país, que era de un hermoso color gris pastel, los almacenes Cash & Carry, el puente de la autovía, una gran zona industrial con varias tiendas de automóviles, hasta llegar por fin a la vieja taberna junto a la carretera. En ese punto, el río respiraba por última vez antes de lanzarse al mar.

Era por la tarde, el sol se estaba poniendo, y en pocos instantes la fábrica de cerveza dejaría de ser un coloso aburrido para transformarse en un castillo de hadas con miles de luces reflejándose en el río. Esa ciudad no se volvía hermosa hasta el anochecer.

Eva seguía con la vista a la niña, que iba corriendo por la orilla. Las separaban unos diez metros; ella se cuidaba de no aumentar la distancia. El día era gris y había poca gente por los senderos; un golpe de viento frío y húmedo se elevó del turbulento río. Eva miraba si había gente con perros, y cuando descubría alguno suelto, no respiraba tranquila hasta haberse alejado de él. En ese momento no veía ninguno. La falda revoloteaba sobre sus piernas y el viento le traspasaba el jersey, por lo que caminaba con los brazos alrededor del cuerpo. Emma andaba a paso ligero delante de ella, sin mucha gracia. Pesaba demasiado. Una niña regordeta, con la boca grande y el rostro anguloso. Era pelirroja, los cabellos iban golpeándole la nuca, y la humedad del aire hacía que parecieran sucios. No era en absoluto una niña guapa o agraciada, pero ella lo ignoraba, y por eso caminaba despreocupada, dando torpes saltitos, con esas ganas de vivir que sólo se aprecian en los niños. Faltan cuatro meses para que empiece el colegio, pensó Eva. Algún día, la niña se vería reflejada en los rostros críticos del patio, vería por primera vez su fealdad. Pero si era fuerte, si se parecía a su padre, ese hombre que había encontrado a otra mujer, había hecho el equipaje y se había marchado, entonces nunca repararía en ello. En eso iba pensando Eva Magnus. En eso, y en la gabardina que estaba colgada en un perchero, a la entrada de su casa.

Eva conocía cada punto del sendero, lo habían recorrido innumerables veces. Emma siempre estaba dispuesta, no quería renunciar a la vieja costumbre de pasear por la orilla del río. Eva podía muy bien prescindir de ello. De vez en cuando, la niña desaparecía hacia el borde del agua, porque descubría algo que tenía que investigar más de cerca. Eva la observaba con ojos de gavilán. Si Emma se caía al río, no habría nadie más que ella para salvarla. El río era muy caudaloso, el agua estaba helada y la niña pesaba mucho. Se estremeció.

En ese momento la niña encontró una piedra plana en el mismo borde del río, e hizo señas a su madre con la mano para que se acercara. Había espacio justo para que las dos pudieran sentarse.