– Suena como nuestro sector.
Subió por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor, entró en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en el sillón de Kinnarps, que él mismo había pagado. Volvió a levantarse, sacó del archivo la carpeta de Maja Durban y se sentó a examinarla. Miró sus fotos, primero una en la que aún estaba viva, una mujer guapa, algo llenita, de cara redonda y cejas negras. Ojos rasgados. Pelo muy corto. Le sentaba bien. Una mujer atractiva en la flor de la vida. Su sonrisa, una sonrisa abierta y fresca, que dibujaba hoyuelos en sus mejillas, decía mucho sobre ella. En la otra foto estaba tumbada en la cama boca arriba, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Su rostro no expresaba ni terror ni asombro; semejaba una máscara incolora tirada por alguien sobre la cama.
La carpeta contenía también unas cuantas fotos del piso. Hermosas y ordenadas habitaciones con objetos bonitos, femeninos, pero nada de encajes ni colores pastel; los muebles y las alfombras eran de colores vivos: rojo, verde, oro, los colores que elige una mujer fuerte, pensó. Nada dejaba entrever lo sucedido, no había objetos rotos o volcados; parecía que todo había ocurrido en silencio, completamente por sorpresa. Sin duda la mujer lo conocía de antes. Le había abierto la puerta y ella misma se había desnudado. Primero habían hecho el amor, y nada indicaba que hubiera sido en contra de la voluntad de ella. Entonces sucedió algo: un derrumbamiento, un cortocircuito. Un hombre fuerte podía acabar con la vida de una mujer en unos segundos. Sejer sabía que tras unos cuantos movimientos de las piernas, todo había terminado. Nadie oye tus gritos cuando tienes un silenciador de plumas de ganso sobre la boca, pensó. Se había realizado la prueba del ADN a los restos de esperma encontrados en la víctima, pero como la policía carecía aún de registro propio, no tenía dónde consultar. Habían presentado una solicitud al Parlamento que sería tramitada en el transcurso de la primavera. Y a partir de entonces, pensó, toda persona, con todas sus funciones fisiológicas, debería tener mucho cuidado en las peleas. Todos los excrementos del ser humano podrían ser recogidos y analizados con el ADN, con un margen de error de uno a diecisiete mil millones. Durante algún tiempo habían jugado con la posibilidad de solicitar permiso a las autoridades para convocar y analizar a todos los varones entre dieciocho y cincuenta años del municipio, pero eso significaría tener que convocar a miles de hombres. El proyecto costaría varios millones de coronas y tardaría unos dos años. La ministra de Justicia había estudiado seriamente la propuesta, hasta que fue informada más detalladamente sobre la víctima. Marie Durban no valía tanto. Y él lo entendía. A veces se imaginaba un sistema en el que, al nacer, todos los ciudadanos noruegos fueran analizados y registrados. Esta posibilidad le proporcionaba unas perspectivas extraordinarias. Se puso a repasar los interrogatorios; por desgracia, no había muchos: tres compañeros de trabajo, cinco vecinos del bloque donde vivía y dos conocidos suyos, que insistían en que sólo la conocían superficialmente. Y por fín su amiga de infancia, que había hecho aquella declaración tan confusa. Tal vez la dejaron marchar demasiado pronto, tal vez sabía más de lo que dijo. Una mujer algo neurótica pero honrada, al menos nunca había dado motivos para pensar lo contrario. ¿Y por qué iba a haberle quitado la vida a Durban? Una amiga no mata a una amiga, pensó. Por otra parte, Eva Marie Magnus, esa pintora de piernas largas y hermoso pelo, le había impresionado.
Capítulo 11
Ninguno de los técnicos era capaz de recordar un mono verde.
Tampoco habían visto ninguna linterna, ni ninguna nota con algún nombre o número de teléfono apuntado. La guantera había sido vaciada y registrada a fondo. Encontraron los objetos que la gente suele llevar en la guantera: el permiso de circulación, un manual, un plano de la ciudad, un paquete de cigarrillos, un papel de chocolatina, dos encendedores vacíos. Y a pesar de que su mujer opinaba que el marido no era muy ligón, un paquete de condones. Se había tomado buena nota de todo.
A continuación llamó a la fábrica de cerveza. Pidió que le pasaran con el Departamento de Personal, y contestó al teléfono un amable señor con acento del norte.
– ¿Einarsson? Claro que me acuerdo de él. Fue una historia horrible. Además tenía familia, según tengo entendido. Era uno de nuestros empleados más puntuales. Apenas una falta, por lo que veo, en siete años, lo que dice mucho en su favor. En cuanto a los meses de septiembre y octubre del año pasado…, vamos a ver.
Sejer oía cómo hojeaba los papeles.
– Voy a tardar un poco. Aquí trabajamos ciento cincuenta hombres, ¿sabe? ¿Quiere que le vuelva a llamar?
– Prefiero esperar.
– De acuerdo.
La voz fue sustituida por una cinta con una música que tronaba en su oído. Era una canción sobre un hombre que fue a buscar cerveza. Muy divertido, pensó Sejer, por lo menos, mucho mejor que esas melodías de hilo musical que solían poner en todas partes. Era una versión danesa con acordeón. Muy alegre.
– Sí, exacto -carraspeó-. ¿Me escucha? Veo que un día de octubre fichó bastante tarde. Concretamente, el dos de octubre. No llegó hasta las nueve y media. Puede que se durmiera. Esos chicos se pasan bastante tiempo en el pub.
Sejer hizo tamborilear los dedos.
– Muchas gracias. Por cierto, una cosa, ahora que me acuerdo. La señora Einarsson se ha quedado viuda con un niño de seis años, y aún no ha recibido ningún pago de ustedes. ¿Es correcto?
– Pues sí, lo es.
– ¿Y cómo puede ser? Einarsson tenía un seguro suscrito con ustedes, ¿no?
– Sí, sí, así es, pero no sabíamos con certeza lo que había pasado. Las reglas en este caso son muy claras. A veces, la gente se esfuma sin más, quizá huyendo de algo, nunca se sabe. Ocurren tantas cosas raras hoy en día…
– En ese caso, Einarsson habría tenido que tomarse la molestia de matar una gallina o algo así primero -dijo Sejer secamente-, y luego haber vertido la sangre sobre el coche. Supongo que les darían algunos detalles, ¿no?
– Sí, es verdad. Pero le prometo que ahora que tenemos la información necesaria, daremos preferencia a este asunto.
Parecía perplejo. Su acento del norte se notaba cada vez más.
– Confío en usted -dijo Sejer.
Y asintió con la cabeza para sí mismo. En realidad, podría tratarse de una casualidad, pero no dejaba de ser curioso que Einarsson se durmiera justo ese día, la mañana siguiente al asesinato de Maja Durban.
Cruzó el puente, camino del pub Las armas del Rey. Conducía despacio, admirando las esculturas que había a ambos lados, separadas unos metros unas de otras. Representaban a mujeres trabajando, mujeres con cántaros de agua sobre la cabeza, con niños en los brazos, o bailando. Un elegante y magnífico espectáculo sobre las sucias aguas del río. Luego giró a la derecha, pasó por delante del viejo hotel y se deslizó lentamente por la calle de dirección única.
Aparcó el coche y lo cerró. El interior del local estaba muy oscuro y el ambiente muy cargado. Las paredes, muebles y demás enseres estaban impregnados de humo y sudor, que había penetrado en la madera, revistiendo todo el pub de esa pátina que tanto agradaba a los clientes. Las armas del rey colgaban en las paredes tapizadas de arpillera: viejas espadas, revólveres, fusiles, e incluso una impresionante ballesta vieja. Sejer se quedó en la barra, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Al fondo del local vio una puerta giratoria doble. En ese momento se abrió y apareció un hombre bajo, vestido con una chaqueta blanca de cocinero y pantalones de cuadros negros y blancos.
– ¿Podría hablar con el encargado? -preguntó Sejer.
Le gustaba ese anticuado traje de cocinero; amaba las tradiciones en general.
– Soy yo. Pero no compro nada.
– Policía -dijo Sejer.