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– Este es el dinosaurio Anato -dijo de repente Magnus con una sonrisa, y levantó al animal-. Doce metros de largo, dos mil dientes, y cerebro del tamaño de una naranja. También sabían nadar. ¿Se imagina encontrárselo dando un paseo?

Sejer sonrió.

– ¿Sabe usted? -prosiguió Magnus-, estas bestias del pasado nos han invadido de tal modo que no me extrañaría si de repente uno de ellos se llevara la chimenea de mi casa.

– Entiendo lo que quiere decir. Tengo un nieto de cuatro años.

– Bueno -concluyó Magnus-, supongo que Eva ya le habrá ayudado en lo que haya podido. Fueron íntimas. Hubieran hecho cualquier cosa la una por la otra.

«Tal vez -pensó Sejer-, tal vez fue exactamente eso…»

Capítulo 15

Cuando se sentó en el coche y Kollberg dio por terminada una bienvenida tan entusiasta como si su amo acabara, de llegar del Polo Sur, Sejer sabía que en ese mismo momento Magnus estaría llamando por teléfono a su ex mujer. Una pena, pensó, le hubiera gustado pillarla por sorpresa. De todos modos, Eva Magnus no tendría mucho tiempo para prepararse, porque él tardaría un cuarto de hora en ir de Frydenlund a Engelstad. Tal vez debería haber comprobado primero en el turno de guardia si realmente ella había llamado aquella noche y si, por alguna razón, la llamada no se registró. Pero no creía que se hubiera cometido tal error. Cualquier agente con la cabeza sobre los hombros sabía que no pocas veces era el asesino mismo el que llamaba, por eso pedían siempre el nombre y la dirección. Si alguien no quería identificarse había que registrar la llamada como anónima, indicando la fecha, la hora y el sexo. Iba conduciendo a una velocidad regular, sin dejarse tentar por el acelerador. Quizá le diera tiempo a llegar mientras Eva Magnus seguía hablando con su ex marido, o seguía buscando desesperadamente una excusa creíble. Porque, pensó, ¿quién encuentra un cadáver en el río, se encoge de hombros y luego se va a comer al McDonald's?

Para divertirse un poco marcó en el teléfono móvil el número de la casa que acababa de abandonar. Estaba comunicando.

Al tomar la calle vio que el chalet estaba oscuro y el patio vacío. El coche no se veía por ninguna parte. Se quedó allí un rato, tragándose la decepción. Las cortinas estaban en su sitio; no se ha mudado, se dijo a sí mismo para consolarse. Luego volvió a arrancar el motor, miró el reloj y decidió hacer un viaje relámpago hasta el cementerio. Le gustaba pasear por allí, observar cómo las manchas de nieve se hacían cada vez más pequeñas y comenzar a planificar lo que plantaría esa primavera en la tumba de Elise. Tal vez prímulas, pensó, irían muy bien con el croco morado que brotaría en cualquier momento, en cuanto hiciera un poco de calor.

La iglesia de ladrillos, grande y ostentosa, se erguía con mucha autosuficiencia sobre una de las colinas de la ciudad. A Sejer nunca le había gustado mucho, en su opinión sobresalía demasiado, pero no había otro lugar donde colocarla. La lápida era de piedra thulit roja, y como única inscripción habían grabado su nombre: Elise, en letras bastante grandes. Había omitido fechas, años y cosas por el estilo. Con ello se habría convertido en una de tantas, y ella no lo era, pensaba él. Al hurgar un poco en la tierra con un dedo, vio los primeros brotes verdosos y amarillos. Se alegró. Permaneció un instante con los ojos entornados, Elise al menos tenía compañía. El lugar más solitario del mundo, pensó de repente, sería un cementerio con una sola lápida.

– Kollberg, ¿qué se sentirá estando aquí? ¿Crees que hará frío?

El perro lo miró con sus ojos negros y las orejas alerta.

– Ahora también hay cementerios para perros, ¿sabes? Antes me hacía mucha gracia, pero con el tiempo he ido cambiando de opinión, porque ahora sólo te tengo a tí.

Acarició la gran cabeza del perro y respiró profundamente.

De camino al coche pasó por la tumba de Durban. Estaba completamente vacía, salvo un ramito de brezo seco y marrón. Deberían haberlo quitado. Se agachó rápidamente, retiró el brezo seco y limpió la tierra delante de la lápida. Echó el brezo en el cubo de basura que había junto al grifo de agua para regar. Se metió de nuevo en el coche, y como por un impulso repentino se dirigió a la comisaría.

Capítulo 16

Skarre, al que le tocaba guardia, estaba leyendo un libro de bolsillo con las piernas sobre la mesa. La portada era de lo más sangriento.

– La noche del dos de octubre -dijo Sejer secamente- hubo bronca en Las armas del Rey, y estuvimos a punto de meter a un borracho en el calabozo.

– ¿A punto?

– Sí, al parecer se libró en el último momento. Me gustaría saber su nombre.

– Si es que se registró, claro.

– Fue rescatado por un compañero. Por Egil Einarsson para más señas. Puede que esté en el informe. Lo llamaban Peddik. ¡Inténtalo!

– Lo recuerdo -dijo Skarre. Se inclinó sobre el teclado del ordenador y comenzó a buscar, mientras Sejer esperaba. Por fin era de noche, su whisky lo estaba esperando y la oscuridad acechaba en las ventanas, como si los Juzgados fueran una gran jaula de loros sobre la que alguien había puesto una manta. Todo estaba en silencio. Skarre repasaba robos, escándalos domésticos y bicicletas robadas, pulsando las teclas con los diez dedos.

– ¿Has hecho algún cursillo? -preguntó Sejer.

– Ahron -contestó-. Peter Fredrik Ahron. Tollbugate, número cuatro.

Sejer anotó el nombre, sacó el cajón interior del escritorio con la punta del zapato y puso el pie sobre él.

– Claro. Nos pusimos en contacto con él más tarde, cuando se denunció la desaparición de Einarsson. Peter Fredrik. Fuiste tú quien habló con él, si no recuerdo mal.

– Sí, es verdad. Hablé con varios de ellos. Uno se llamaba Arvesen, creo.

– ¿Recuerdas algo sobre ese Ahron?

– Desde luego. Recuerdo que no me gustó. Y que estaba bastante nervioso. Me extrañó, pues al parecer había mantenido una tremenda pelea con Einarsson, de eso me enteré más tarde, al hablar con Arvesen, pero no había material suficiente para seguir con la investigación. Habló muy bien de Einarsson. Dijo que jamás había hecho daño a nadie, y que lo que le había pasado seguro que se debió a un desafortunado malentendido.

– ¿Hiciste alguna comprobación rutinaria sobre posibles antecedentes?

– Sí, lo hice. Arvesen tenía multas de tráfico. Einarsson no tenía nada y Ahron una sentencia por conducir borracho.

– Tienes muy buena memoria, Skarre.

– Sí, no puedo negarlo.

– ¿Qué estás leyendo?

– Una novela policíaca. -Sejer enarcó las cejas-. ¿Tú no lees novelas policíacas, Konrad?

– No, por Dios, ya no. Antes sí, de vez en cuando. Cuando era más joven.

– Esta -dijo Skarre, agitando el libro- es estupenda. Completamente diferente, ¿sabes?, me resulta imposible dejarla.

– Lo dudo.

– No deberías perdértela; si quieres, te la dejo cuando la acabe.

– Gracias, pero no me interesa. Tengo en casa un montón de libros policíacos realmente buenos. Te los presto, si te interesa esa clase de libros.

– ¿Son muy viejos?

– Más o menos como tú -sonrió Sejer, dando una patada al cajón, que se cerró con un chasquido.

Capítulo 17

Llegó el sábado, y con él un tiempo despejado y tranquilo. Sejer estudió la manga catavientos al entrar con el coche en el aeródromo de Tarlsberg. En realidad parecía un preservativo gigante usado, tirado por alguno de los dioses, que caía flaccidamente sobre el asta. Aparcó el coche, sacó el paracaídas del portaequipajes y lo cerró. Llevaba el traje en una bolsa de plástico. El día era excelente, tal vez dé para dos saltos, pensó. Descubrió a algunos de los jóvenes ya en plena marcha. Llevaban trajes de saltar rojos y azules turquesa, tan ceñidos como los maillots de los patinadores de competición, y sus paracaídas enrollados parecían pequeñas mochilas.