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– No podemos sentarnos aquí, la piedra está mojada. Vamos a coger una cistitis.

– ¿Eso es peligroso?

– No, pero sí molesto. Escuece, y tienes que hacer pis constantemente.

A pesar de todo, se sentaron. Seguían los remolinos con la mirada, fascinadas por ese extraño movimiento del agua.

– ¿Por qué hay corriente en el agua? -preguntó Emma.

Eva tuvo que pensárselo un instante.

– jPor Dios!, no lo sé. Tal vez tenga algo que ver con el fondo; hay tantas cosas que yo no sé… Cuando vayas al colegio te las enseñarán todas.

– Dices eso cada vez que no sabes qué contestar.

– Sí, pero es verdad. Al menos podrás preguntárselo a la señorita. Las profes saben mucho más que yo.

– No lo creo.

Un bidón de plástico vacío llegó flotando a gran velocidad.

– ¡Lo quiero! Tienes que cogérmelo.

– ¡Pero qué dices! Deja que se vaya, no es más que basura. Tengo mucho frío, Emma. ¿Nos vamos a casa?

– Dentro de un ratito.

La niña se colocó el pelo detrás de las orejas y apoyó la barbilla en las rodillas, pero sus cabellos eran rebeldes y poco colaboradores, y volvieron a caerle sobre la cara.

– ¿Es muy profundo? -dijo, señalando con la cabeza hacia el centro del río.

– No, en realidad no -dijo Eva en voz baja-; ocho o nueve metros, creo.

– ¡Pero eso es superprofundo!

– No, no lo es. El lugar más profundo del mundo está en el Pacífico -dijo pensativa-, una especie de hoyo. Tiene once mil metros de profundidad. A eso llamo yo superprofundo.

– No me gustaría bañarme allí. Tú lo sabes todo, mamá, no creo que la señorita sepa tantas cosas. Quiero una mochila rosa -añadió.

Eva se estremeció.

– Mmm… -dijo en voz alta-. Son bonitas, pero se ensucian enseguida. A mí me gustan más las de cuero marrón, ¿las has visto?, como las que llevan los mayores.

– Yo no soy mayor. Sólo voy a empezar primero.

– Sí, pero irás creciendo, y no podrás tener una mochila nueva cada año, ¿sabes?

– Pero estamos mejor de dinero ahora, ¿no?

Eva no contestó. La pregunta le hizo volver la vista atrás; era un hábito que había adquirido. Emma encontró un palo y lo metió en el agua.

– ¿Por qué se hace espuma en el agua? -continuó-. ¿Una asquerosa espuma amarilla? -Removía el agua con el palo-. ¿Quieres que lo pregunte en el colegio?

Eva seguía sin contestar. También ella había apoyado la barbilla sobre las rodillas; sus pensamientos se habían disparado de nuevo, y Emma se dibujaba confusa en el rabillo de su ojo. El río le recordaba algo. Veía un rostro vibrar dentro de las oscuras aguas. Un rostro redondo con ojos rasgados y cejas negras.

– Túmbate sobre la cama, Eva.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Haz lo que te digo. Túmbate sobre la cama.

– ¿Podemos ir al McDonald's? -preguntó Emma de repente.

– ¿Cómo? Pues sí, podemos. Vamos al McDonald's. Al menos allí estaremos calentitas.

Se levantó algo aturdida y cogió a la niña por un brazo. Sacudió la cabeza y miró hacia el río. El rostro había desaparecido, no se veía nada, pero ella sabía que volvería, que la perseguiría tal vez durante el resto de su vida. Subieron al camino y anduvieron lentamente en dirección a la ciudad. No se encontraron con nadie.

Eva notó cómo sus pensamientos volaban de nuevo, tomaban sus propios caminos y aterrizaban en lugares que ella prefería olvidar. El murmullo del río formaba una serie de imágenes flotantes. Esperaba que desaparecieran, que la dejaran por fin en paz. Mientras tanto, el tiempo transcurría. Un día tras otro se habían convertido en seis meses.

– ¿Puedo pedir una hamburguesa con regalo? Vale treinta y siete coronas, y me falta Aladino.

– De acuerdo.

– ¿Qué tomarás tú, mamá? ¿Pollo?

– Aún no lo sé.

Volvió a mirar las negras aguas; tan sólo pensar en la comida le producía náuseas. No le gustaba demasiado comer. Veía cómo la superficie subía y bajaba, formando una espuma amarilla grisácea.

– Ya estamos mejor de dinero, mamá, podemos comer lo que queramos, ¿verdad?

Eva calló. De repente se detuvo y cerró los ojos apretándolos. Algo grisáceo surgió justo debajo de la superficie del agua. Se mecía inerte y la poderosa corriente lo empujaba hacia la orilla. Sus ojos estaban tan ocupados en mirar que se olvidaron de la niña, que también se había detenido y veía mucho mejor que su madre.

– ¡Es un hombre! -exclamó Emma dando un respingo. Se agarró al brazo de Eva, los ojos desorbitados. Durante unos instantes se quedaron como petrificadas mirando esa figura aguada y blanduzca que flotaba entre las piedras con la cabeza por delante. El hombre yacía boca abajo. Tenía poco pelo en la parte posterior de la cabeza y un trozo completamente calvo. Eva no se percató de las uñas que le estaban atravesando el jersey; miraba ese cadáver grisáceo, de pelo rubio y ralo, y no recordaba haberlo visto antes. Pero las zapatillas de deportes… esas zapatillas de rayas blancas y azules, de caña alta… le subió hasta la boca un tremendo sabor a sangre.

– Es un hombre -dijo Emma de nuevo, esta vez en voz más baja. Un grito se abrió paso hasta la garganta de Eva, pero no llegó a salir.

– Se ha ahogado. ¡Pobrecito, se ha ahogado, Emma!

– ¿Por qué está tan asqueroso? ¡Parece de gelatina!

– Porque -tartamudeó-, porque lleva mucho tiempo en el agua.

Se mordió el labio con tanta fuerza que se lo reventó. El sabor a sangre le hizo tambalearse.

– ¿Tenemos que sacarlo?

– ¡No, claro que no! Lo hará la policía.

– ¿Vas a llamarla?

Eva rodeó con su brazo los anchos hombros de la niña y siguió tambaleándose por el camino. Echó un rápido vistazo hacia atrás, como si esperara un ataque, pero ignorara de dónde vendría. Había una cabina telefónica junto a la subida al puente; tiró de la niña para que la siguiera y hurgó en los bolsillos de su falda en busca de calderilla. Encontró una moneda de cinco coronas. La imagen del hombre medio disuelto centelleaba ante sus ojos como un mal augurio, un augurio de todo lo que llegaría. Por fin se había tranquilizado, el tiempo se había posado como una capa de polvo sobre todas las cosas, haciendo palidecer la pesadilla. El corazón le latía en ese momento como un trueno bajo el jersey, completamente fuera de control. Emma estaba callada. Seguía a su madre con sus ojos grises asustados.

– Espera aquí. Voy a llamar para que vengan a recogerlo. ¡No te vayas a ningún sitio!

– Nos quedaremos hasta que lleguen, ¿verdad?

– ¡De eso nada!

Se metió rápidamente en la cabina e intentó dominar su pánico. Una avalancha de pensamientos e ideas pasó velozmente por su cabeza, pero los fue rechazando uno por uno. Tomó una rápida decisión. Tenía los dedos sudorosos; metió la moneda en la hendidura y marcó a toda prisa un número. Contestó su padre, con voz cansada y somnolienta.

– Soy yo -susurró Eva-. ¿Te he despertado?

– Sí, pero ya era hora de que me despertara. Me paso el día y la noche durmiendo. ¿Pasa algo? -gruñó-. Estás nerviosa. Noto en tu voz que estás nerviosa, te conozco.

Su voz era seca y quebrada, y sin embargo tenía una agudeza que ella siempre había admirado. Un aguijón que la clavaba a la realidad.

– No, no pasa nada. Emma y yo vamos a cenar fuera, y pasábamos por una cabina…

– ¡Dile que se ponga!

– Eh…, no, está abajo, junto al río.

Observaba cómo iba disminuyendo la cantidad que marcaba el contador, y miró por un momento a Emma, que apretaba la cara contra el cristal de la puerta. Su nariz aplastada parecía de mazapán. ¿Oiría lo que estaba diciendo?

– Apenas me quedan monedas. Iremos a verte un día de estos, si quieres.

– ¿Por qué susurras? -preguntó su padre suspicaz.