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– ¿Así que vive usted aquí solo? -preguntó al sentarse en un viejo y cómodo sillón de los años cincuenta.

– Completamente solo. -El hombre se dejó caer con gran esfuerzo sobre el sofá-. Y no siempre resulta fácil. Mis piernas están a punto de pudrirse, ¿sabe usted? Se están llenando de agua, ¿puede imaginarse algo peor? Además, tengo el corazón al otro lado, pero por lo menos sigue latiendo. ¡Toca madera! -exclamó de repente, y dio un golpe con los nudillos en la madera.

– ¿Ah, sí? ¿Es posible tener el corazón al otro lado?

– Claro que lo es. Veo que no me cree. Ha puesto la misma cara que ponen todos cuando lo cuento. Me quitaron el pulmón izquierdo cuando era joven. Tenía tuberculosis y me pasé dos años en el sanatorio de Vardåsen. Era un buen sitio, no lo niego, pero cuando me quitaron el pulmón, quedó tanto espacio, que toda esa basura empezó a desplazarse hacia la derecha. Pero bueno, como le he dicho, sigue latiendo. Me las arreglo a duras penas. Tengo una asistenta municipal que viene una vez por semana. Me friega la casa, me lava la ropa sucia, y tira la basura y la comida que se ha podrido en la nevera desde la última vez. También cuida las flores y me trae tres o cuatro botellas de vino tinto aunque, al parecer, lo tiene prohibido. Comprarme vino tinto, quiero decir, sólo puede hacerlo si va conmigo. Así que me dice que no se lo diga a nadie. Pero usted no irá a decirlo, ¿no?

– Claro que no -sonrió Sejer-. Yo siempre me tomo un whisky antes de acostarme, llevo haciéndolo muchos años. Y pobre de la asistenta que, cuando llegue el momento, se niegue a ir a comprarme bebida. Pensaba que estaban precisamente para eso -dijo con aire inocente.

– ¿Un whisky?

– Sólo uno. Pero me lo sirvo bastante generoso.

– Bueno, realmente en un vaso caben cuatro tragos. Lo tengo bien calculado. ¿Ballantines?

– Famous Grouse. Ése que lleva una codorniz en la etiqueta.

– No lo conozco. Bueno, ¿por qué ha venido en realidad? ¿Tenía mi mujer algún secreto inconfesable?

– Seguro que no. Pero tengo que enseñarle algo.

Sejer metió la mano en su bolsillo interior y cogió la nota.

– Por ejemplo, ¿conoce usted esta letra?

Larsgård se acercó la hoja a los ojos, el papel revoloteaba entre sus temblorosos dedos.

– Noooo -dijo inseguro-, ¿debería conocerla?

– No lo sé. Tal vez. Hay muchas cosas que ignoro. Estoy investigando el asesinato de un hombre de treinta y ocho años, que fue encontrado flotando en el río. No se cayó pescando precisamente. La noche en que desapareció, hace de ello seis meses, dijo a su mujer que iba a enseñar el coche a un posible comprador. Es decir, a alguien que debía de tener cierto interés por ese coche. La víctima anotó el nombre y el número de teléfono de esa persona en un trozo de papel, con el que yo, casualmente, he topado. El apellido Liland y su teléfono, Larsgård. ¿Puede explicármelo?

El viejo negó con la cabeza; Sejer vio cómo fruncía la frente.

– No puedo darle ninguna explicación -contestó en un tono algo brusco-, porque no entiendo nada.

En ese momento se acordó de una llamada equivocada que había recibido tiempo atrás. Era algo sobre un coche. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Medio año, tal vez? Quizá debería mencionarlo, pero optó por callarse.

– ¿Tiene usted parientes por parte de su esposa con ese apellido?

– No, mi mujer era hija única. El apellido ha desaparecido del todo.

– Pero alguien lo ha utilizado. Probablemente una mujer.

– ¿Una mujer? El apellido Liland es muy corriente.

– No tanto. No hay más que cinco en esta ciudad, sin contar a su mujer. Pero no con este número.

El viejo sacó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa. Sejer se lo encendió.

– No tengo nada que decir. Debe de tratarse de una equivocación. Los muertos no suelen comprarse coches de segunda mano. Además, tampoco sabía conducir. Mi mujer, quiero decir. Ese hombre tampoco logró vender su coche, supongo, ya que lo encontraron convertido en un fiambre. Seguramente porque el número estaba mal.

Sejer no dijo nada. Miraba fijamente al anciano mientras hablaba; luego dejó deslizar la mirada por las paredes, se apoyó con más fuerza en el brazo del sillón y notó de repente cómo se le erizábanlos pelos de la nuca. Sobre la cabeza del viejo colgaba un pequeño cuadro. Era un cuadro abstracto, en tonos negros y blancos, con algo gris. Su estilo le resultaba extrañamente familiar. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

– Es un cuadro muy especial ése que tiene sobre el sofá -comentó en voz baja.

– ¿Entiende de arte? -se apresuró a preguntar el viejo-. ¿Le parece bueno? He dicho a la chica que pinte con colores, puede que así lograra vender algo. Intenta vivir de ello. Mi hija. Yo no sé gran cosa sobre arte, de modo que no puedo decir si tienen algún valor, pero lleva años pintando y no se ha hecho rica, eso puedo asegurárselo.

– Eva Marie -dijo Sejer en voz baja.

– Eva, eso es. ¿Qué? ¿Conoce usted a mi Eva? ¿Es posible?

Se removió en su asiento, estaba empezando a ponerse nervioso.

– Pues sí, un poco, casualmente. Sus cuadros son buenos -se apresuró a decir Sejer-. Lo que pasa es que la gente reacciona con lentitud. Espere un poco y verá cómo se da a conocer. -Se rascó la barbilla incrédulo-. ¿Así que es usted el padre de Eva Magnus?

– ¿Acaso tiene eso algo de malo?

– No -contestó Sejer-. Y dígame, ¿su hija usa también el apellido Liland?

– No. Se llama Magnus. Y lo que es seguro es que no tiene dinero para comprarse un coche nuevo. Está divorciada, vive sola con su pequeña hija, Emma, mi única nieta.

Sejer se levantó, no hizo caso de la expresión de la cara del viejo y acercó la cara a la pintura de la pared.

Miró detenidamente la firma: E. M. Magnus. Las letras eran agudas y oblicuas, recordaban un poco a las antiguas runas [2], pensó, mientras echaba un vistazo a la nota. Liland: exactamente las mismas letras. No hacía falta ser grafólogo para darse cuenta. Respiró hondamente.

– Tiene usted muchos motivos para estar orgulloso de su hija. Pero yo tenía que aclarar lo de esta nota. Entonces, ¿no reconoce la letra? -preguntó Sejer.

El viejo no contestó. Había cerrado la boca, como si de pronto se sintiera asustado.

Sejer volvió a meterse la nota en el bolsillo.

– No quiero molestarle más. Ya veo que se trata de una pista falsa.

– ¿Molestarme? ¿Está usted loco? ¿Cree por casualidad que recibo muchas visitas?

– Entonces puede que vuelva a pasarme por aquí -dijo Sejer con una estudiada ligereza. Se dirigió lentamente hacia la puerta para que el viejo pudiera acompañarle. Se detuvo sobre la escalera y miró los campos labrados. Le parecía casi increíble haberse vuelto a topar con ese nombre, Eva Marie Magnus. Como si ella tuviera algo que ver en todo eso. Era extraño.

– ¿Se llama usted Sejer, verdad? -dijo de repente el viejo-. Es un apellido danés, ¿no?

– Sí, así es.

– ¿No se criaría en Haukervika?

– Sí -volvió a contestar, algo sorprendido.

– Creo que me acuerdo de usted. Un chiquillo flacucho que siempre se estaba rascando.

– Todavía lo hago. ¿Dónde vivía usted?

– En un destartalado caserón verde que había detrás del campo de deportes. A Eva le encantaba esa casa. ¡Usted sí que ha crecido desde entonces!

Sejer asintió con la cabeza.

– Supongo que sí.

– Pero ¿qué lleva ahí?

El viejo miró por la ventana de atrás y descubrió al perro.

– Es mi perro.

– ¡Caray, es enorme!

– Sí, es grande, es verdad.

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[2] Signos de la escritura germánica más antigua. (N. de las T.)