Eva era alta y obstinada, y a la vez pálida y asustadiza, pero todos esos años de privaciones le habían enseñado a utilizar la imaginación. Tal vez podría exigir que le devolviesen el dinero en lugar de que le dieran un nuevo bote, pensó. Así tendría ciento dos coronas más para comida; el único problema era que le daba un poco de vergüenza pedirlo. Era pintora, necesitaba el fijador y el droguero lo sabía. Quizá debería entrar en la tienda hecha una furia, armar un escándalo, comportarse como un cliente difícil y amenazar con la Organización de Consumidores, gritar y chillar. El droguero comprendería lo que pasaba, que estaba desesperada y sin blanca, y le devolvería el dinero; era un hombre amable, como lo fue Tanguy cuando cortó una gamba rosa de un lienzo de Van Gogh como pago. La diferencia era que Van Gogh había comprado un tubo de pintura, porque la comida le importaba un comino. A ella, en realidad, también, pero tenía una hija con un hambre insaciable, no así el holandés. Se armó de valor, cruzó la calle y entró en la tienda. Dentro no hacía frío, resultaba agradable y olía igual que en el taller de su casa. Detrás del mostrador de la sección de perfumería había una joven hojeando un folleto para tintes de pelo. No se veía al droguero por ninguna parte.
– Vengo a devolver esto -dijo Eva con determinación-, la válvula del spray no funciona. Quiero que me devuelvan el dinero.
Con gesto malhumorado, la joven cogió la bolsa.
– Es imposible que lo haya comprado aquí -dijo en tono arisco-. No tenemos esa clase de laca de pelo.
Eva puso los ojos en blanco.
– No es una laca de pelo, es un fijador -dijo con resignación-. He estropeado un boceto bastante bueno por culpa de este bote.
La joven se sonrojó, levantó el bote e intentó echar spray por encima de la cabeza de Eva, pero no salió nada.
– Le daré uno nuevo -dijo secamente.
– Quiero el dinero-replicó Eva con tenacidad-. Conozco al jefe. Él me habría dado el dinero.
– ¿Y por qué? -preguntó la joven.
– Porque yo lo exijo. Eso se llama servicio al cliente.
La muchacha suspiró; no llevaba mucho tiempo detrás del mostrador y además, era veinte años más joven que Eva. Abrió la caja, sacó un billete de cien coronas y dos monedas de una.
– Tendrá que firmar este recibo.
Eva firmó, cogió el dinero y salió de la tienda. Intentó relajarse. Con eso tendría para un par de días más. Hizo cálculos mentalmente y llegó a ciento cuarenta y una coronas, casi como para permitirse un café en la cafetería de los almacenes Glassmagasinet, si no la obligaban a comer. Cruzó la calle y entró por la puerta doble de cristal, que se abrió hospitalariamente. Antes de dirigirse a la escalera mecánica echó un vistazo a la sección de librería y papelería, donde se fijó en una mujer que estaba de espaldas, junto a uno de los estantes; una mujer rellena, morena, con pelo corto y cejas negras. Estaba muy quieta hojeando un libro. De repente se dio la vuelta. Habían pasado muchos años, pero su cara era inconfundible. Eva se detuvo en seco, no daba crédito a sus ojos. Dio marcha atrás en su memoria, una vertiginosa marcha hacia muchísimos años atrás, hasta el día en que cumplió quince años y estaba sentada en la escalera de piedra de su casa. Todos sus enseres habían sido embalados en cajas y cargados en un camión. Eva lo miraba fijamente, incapaz de entender cómo podía caber todo en un pequeño camión, cuando la casa, el garaje y el sótano siempre habían estado llenos de trastos. Iban a mudarse. Era una sensación muy desagradable, como si no viviesen en ninguna parte. Ella no quería mudarse. Su padre andaba por allí con la mirada errante, como si tuviera miedo de olvidarse de algo. Por fin había encontrado un trabajo, pero no era capaz de encontrarse con la mirada de Eva.
Se oyeron pasos en la gravilla y una figura familiar apareció por la esquina de la casa.
– He venido a despedirme -dijo Maja.
Eva asintió con la cabeza.
– Podemos escribirnos, ¿no? Nunca he tenido a nadie a quien escribir cartas. ¿Volverás en las vacaciones de verano?
– No lo sé -murmuró Eva.
Jamás volvería a tener otra amiga, estaba segura. Maja y ella se habían criado juntas, habían compartido todo. Nadie más que Maja sabía cómo era ella. El futuro era un triste paisaje gris; tenía ganas de llorar. Su amiga le dio un rápido y tímido abrazo y desapareció. De eso hacía casi veinticinco años, y desde entonces no se habían vuelto a ver.
– ¿Maja? -dijo interrogante y llena de expectación. La mujer se giró e intentó localizar de dónde venía la voz, cuando descubrió a Eva. Abrió unos ojos como platos y cruzó el local a gran velocidad.
– ¡Dios mío, no me lo puedo creer! ¡Eva Marie! ¡Qué alta estás!
– ¡Y tú eres más baja de lo que recuerdo!
Y se callaron un instante, de repente tímidas, mientras se escrutinaban mutuamente para no dejar escapar ningún detalle. En todos esos cambios, en las huellas que habían dejado los años transcurridos, en las arrugas de la otra reconoció cada una su propio declive; luego buscaron todo lo conocido que aún permanecía. Maja dijo:
– Vamos a sentarnos en la cafetería. Ven, tenemos que hablar, Eva. ¿Así que sigues viviendo aquí? ¿De verdad sigues viviendo aquí?
Maja le puso un brazo alrededor de la cintura y la empujó hacia delante, aún asombrada, pero habiendo recuperado ya su viejo yo, tal y como Eva la recordaba: rápida, charlatana, decidida y siempre alegre; en otras palabras, justo lo contrario que ella. Se habían complementado. ¡Dios, cómo se habían necesitado la una a la otra!