Maja asintió pacientemente.
– Tengo una técnica propia que ha ido evolucionando con los años -prosiguió Eva-. Tenso un lienzo, le doy una primera capa de blanco y luego una capa de gris claro, una capa bástante gruesa, y cuando se seca le doy otra capa de un gris más oscuro. Cuando ésta se seca, le doy una capa todavía más oscura, y así hasta acabar del todo con el negro. Luego lo dejo secar durante mucho tiempo. Al final me encuentro ante una gran superficie negra, y tengo que entrar en ella para obtener luz.
Maja escuchaba con una expresión de cortesía.
– Entonces es cuando empiezo a trabajar -continuó Eva, y empezó a aparecer su pasión. No era muy frecuente que alguien la escuchara de ese modo; era maravilloso, tenía que aprovechar la ocasión-. Saco el cuadro rascando. Trabajo con una antigua rasqueta de pintor y con un cepillo de acero, o, a veces, con lija y cuchillo. Al rascar ligeramente encuentro matices grises, y cuando rasco con fuerza llego hasta lo blanco y obtengo mucha luz.
– ¿Pero qué representa?
– No sé si puedo contestar a esa pregunta. El que mira el cuadro tiene que decidir qué es lo que está viendo. Es como si todo fuera surgiendo por sí solo. No es más que luz y sombra, luz y sombra. Mis cuadros me gustan, me parecen buenos. Sé que soy una gran pintora -dijo con obstinación.
– Al menos no eres modesta.
– No. Es «la necesaria dureza del egoísta productivo». Cita de Charles Morice.
– Creo que no te sigo del todo. Parece interesante, pero no sirve de nada si nadie compra tus cuadros.
– No puedo pintar los cuadros que quiere la gente -dijo Eva con desaliento-. Tengo que pintar los cuadros que yo quiero. Si no, no es arte. No son más que encargos, ilustraciones que la gente quiere tener colgadas sobre el sofá.
– Tengo algunos cuadros en mi casa -dijo Maja con una sonrisa-. Me gustaría saber qué opinas de ellos.
– Mmm… Conociéndote, seguro que son hermosos cuadros ricos en color, de pájaros, flores y cosas por el estilo.
– No te equivocas. ¿Crees que debo avergonzarme?
– Puede, sobre todo si has pagado mucho por ellos.
– Sí, así ha sido.
Eva se rió entre dientes.
– Yo creía que los pintores usaban pincel -dijo Maja de repente-. ¿Nunca usas pincel?
– Nunca. De la forma en que yo trabajo, todo está ahí cuando empiezo a raspar, toda la luz y toda la oscuridad. Lo único que tengo que hacer es ir descubriendo, buscando. Resulta emocionante, porque no sé muy bien lo que voy a encontrar. He intentado pintar con pincel, pero no ha funcionado, es como una prolongación artificial de mi brazo, no puedo acercarme todo lo que yo quisiera. Todo el mundo encuentra su técnica, y yo he encontrado la mía. Mis cuadros no se parecen a los del resto. Tengo que seguir así. Antes o después llegarán a otra persona, a algún marchante que se apasione por lo que hago, me dé una oportunidad y me permita hacer una exposición individual. Necesito unas cuantas buenas críticas en la prensa y tal vez una entrevista; luego empezará a correr la voz. Estoy segura de ello, no pienso rendirme. ¡Ni loca!
Su testarudez iba creciendo mientras hablaba, le proporcionaba buenos sentimientos.
– ¿No podrías trabajar en algo, tener un trabajo normal y corriente, quiero decir, con el fín de disponer de unos ingresos fijos? Podrías seguir pintando por las noches, si quisieras.
– ¿Dos trabajos? ¿Yo sola con Emma? No soy una supermujer, Maja.
– Yo también tengo dos trabajos; algo tengo que poner en la declaración de la renta.
– ¿Qué tipo de trabajo haces?
– Trabajo en el centro de acogida de mujeres maltratadas.
Lo paradójico de la situación hizo reír a Eva.
– No hay ninguna incompatibilidad en ello. Hago una buena labor -dijo Maja con firmeza.
– No lo dudo. Supongo que es un trabajo justo a tu medida. Pero estoy segura de que tus compañeros no saben lo que haces.
– Por supuesto que no, pero estoy mejor preparada que la mayoría de las chicas. Conozco a los hombres, y conozco sus motivos.
Seguían tomando café sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor, de la gente que iba y venía, de las mesas que iban limpiando y volvían a ser ocupadas, del ruido del tráfico del exterior. Era como siempre había sido cuando estaban juntas, se olvidaban de todo lo demás.
– ¿Te acuerdas de cuando echamos fécula de patata en el monumento al ballenero para hacer medusas de cristal? -se rió Eva.
– ¿Y te acuerdas de cuando echamos laca en las colmenas de Strande? -dijo Maja-, ¿y te picaron diecisiete abejas?
– Claro que me acuerdo -sonrió Eva-. Me llevaste a casa en una carretilla, y me ibas regañando a voces porque no paraba de gritar. ¡Qué tiempos aquellos…! Tuve cuarenta y uno de fiebre. Fue cuando mi padre se planteó el separarnos. Por cierto, no sé cómo me aguantaste, cómo no te hartaste de arrastrarme a todas partes. Ni siquiera era capaz de buscarme los chicos.
– No. Te bastaba con los que yo te conseguía. Supongo que no todos valían la pena.
– Claro que no. Tú te quedabas con los más guapos y a mí me tocaba el amigo. Pero si no hubiera sido por tí, seguiría siendo virgen.
Maja la miró de reojo.
– En realidad eres bastante guapa, Eva. Deberías hacer de modelo para algún pintor en lugar de pintar.
– Ja, ja… ¿Sabes lo que ganan?
– Por lo menos sería un ingreso fijo. De cualquier forma, no te resultaría difícil conseguir clientes si te dejaras tentar por mí y te convirtieras en mi socia. No he visto nunca una chica con unas piernas tan largas como las tuyas. ¿Encuentras pantalones lo bastante largos?
– Siempre llevo falda.
De repente, Eva comenzó a reírse histéricamente.
– ¿Qué pasa?
– ¿Te acuerdas de la señora Skollenborg?
– ¡Hablemos de otra cosa!
Se hizo el silencio.
– ¿Forzosamente tienes que abrir ese hotel en Normandía?
– Sí, aquí, en este país de envidiosos no se puede montar nada.
– ¿Así que voy a perderte otra vez, ahora que acabo de encontrarte?
– Tienes que venir conmigo. Francia es el sitio ideal para una artista como tú, ¿no?
– Sabes que no puedo.
– No, no lo sé.
– Sabes que tengo a Emma. Tiene sólo seis años, pronto cumplirá siete. Ahora va a la guardería.
– ¿No crees que los niños pueden criarse en Francia?
– Sí, sí, pero también tiene un padre.
– ¿Pero no tienes tú la custodia?
– Sí, sí -suspiró Eva.
– Lo complicas todo tanto… -dijo Maja tranquilamente-. Siempre lo has hecho. Claro que puedes ir conmigó a Francia si quieres. Puedes trabajar en mi hotel. Cinco minutos cada noche, andando despacito por los pasillos vestida con un camisón blanco y con un candelabro de cinco brazos en la mano. Deseo tener mi propio fantasma. Y el resto del tiempo podrías pintar.
Eva acabó el café. Durante un instante se había olvidado de la realidad, pero en ese momento volvió a ella con toda su fuerza.
– ¿Has pensado en qué vas a hacer de comida hoy, Eva?
– Nunca almuerzo. Como sólo queso y pan; no doy mucha importancia a la comida.
– ¿Qué me dices? Así no me extraña que andes mal de salud. ¿Cómo vas a crear algo valioso si no comes lo que necesitas? ¡Tienes que comer carne! Vamos a cenar a La cocina de Hanna.
– Es el sitio más caro de la ciudad.
– ¿Ah, sí? Eso no me preocupa, sólo sé que tienen la mejor comida.
– Además, estoy llena, después de tantos pasteles.
– De aquí a que tengamos la comida delante, los pasteles habrán tenido tiempo de bajar.
Eva se dio por vencida y siguió a Maja. Igual que siempre. Maja tenía las ideas, Maja decidía e iba delante, y Eva la seguía.
Capítulo 2 5
Salieron de la cafetería cogidas del brazo y atravesaron la plaza adoquinada, sintiendo la una el calor de la otra, que todo era como antes. Eva había mirado muchas veces la puerta de ese restaurante, pero nunca había estado a su alcance. En ese momento se estaba abriendo para ellas, y Maja entró ufana, con una sonrisa muy natural, mientras Eva intentaba adoptar una expresión de cierta autosuficiencia. El maître las acogió con una sonrisa de reconocimiento y cortesía. Si sabía qué tipo de actividades pagaban las facturas de Maja, lo disimulaba muy bien; su sonrisa no revelaba nada. Tocó a Maja ligeramente el brazo y las condujo hasta una mesa libre. Eva tuvo que entregar su abrigo en el guardarropa. Debajo llevaba una camiseta amarilla descolorida. No se sentía a gusto.