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– Lo de siempre, Robert -dijo Maja-, para dos.

El ma*itre asintió y desapareció.

Eva se hundió en el sillón y miró a su alrededor con los ojos abiertos de par en par. En el lugar reinaba un exquisito silencio del que ella nunca había disfrutado. Maja se puso a sus anchas en la mesa; estaba completamente indiferente.

– Cuéntame cómo es -dijo Eva con curiosidad-, trabajar así, quiero decir.

Maja ladeó la cabeza.

– Ajá, ¡conque ya sientes curiosidad, eh! Ya me lo imaginaba. La gente siempre reacciona igual.

Eva puso cara de ofendida.

– En realidad es algo bastante trivial. Todo se convierte en rutina, ¿sabes?

Miró de repente el mantel, como si estuviera contrariada.

– Nunca deja de asombrarme el instinto masculino; lo fuerte que es y lo exageradamente importante que les resulta a los hombres satisfacerlo. Tal vez piensan que es el mejor sexo de todos -dijo pensativa-. Esa cosa cruda y rápida, sin preludios ni tonterías. Nada de rodeos. Suelen tardar diez minutos y ya está. Ni siquiera da tiempo a pensar. De hecho, hago todo lo posible para no pensar. Me limito a sonreír dulcemente cuando pagan la factura. Pero en realidad…

– ¿Sí?

– Pronto lo dejaré. Llevo mucho tiempo trabajando.

Bebía grandes sorbos de vino.

– ¿Y la factura?

– Mil coronas, más o menos. Primero el dinero, luego la mercancía. Me tumbo y me quedo inmóvil con los ojos cerrados y una sonrisa decorosa, y no emito ni un sonido. Nada de besos ni caricias, no soporto tratarlos como si fueran bebés. Que se quiten la ropa y se pongan el condón. Es como sacudir una máquina sacaperras, el dinero sale a chorros.

– ¿Mil coronas? ¿Y cuántos te van al día?

– Unos cuatro o cinco, algunas veces más. Cinco días a la semana. Cuatro semanas al mes. Ponte a sumar.

– ¿Van a tu piso?

– Sí.

Uno de los camareros les sirvió un cóctel de gambas y vino blanco.

– ¿Y dónde vives?

– En Tordenskioldsgate, en el bloque.

– ¿Y los vecinos no sospechan nada?

– No es que sospechen, lo saben. Varios son clientes fijos.

Eva suspiró abatida y masticó con reverencia una gamba. Eran enormes, como colas de cangrejos.

– Tengo un dormitorio que no uso -dijo Maja de repente.

Eva resopló.

– Me imagino a mí misma. Asustada como una virgen de doce años.

– Sólo la primera semana. Luego se convierte en un trabajo como cualquier otro. Podrías trabajar un par de horas mientras Emma está en la guardería. Piensa en toda la deliciosa comida que podrías llevarle.

– Está gordísima.

– Entonces fruta fresca, pollo y ensalada -replicó Maja.

– Puede que parezca increíble, pero la verdad es que me siento tentada -confesó Eva-, pero soy demasiado cobarde. No estoy hecha para esas cosas.

Por un instante de arrebato se sintió irritada por ello.

– Ya veremos.

El camarero retiró los platos y llegó enseguida con un solomillo, zanahorias pequeñas, brécol y patatas al horno. Les sirvió vino tinto.

– ¿Entonces no vas a trabajar esta noche?

– Hoy libro, pero mañana trabajaré un poco. ¡Salud!

Eva notó cómo la excelente carne se derretía sobre la lengua. El vino tinto estaba en su punto y no se parecía nada al Canepa de su padre. La primera botella se acabó rápidamente, y Maja pidió otra.

– Pero no llego a asimilarlo. Que vendas tu cuerpo, quiero decir -comentó Eva asombrada-, que realmente vendas tu cuerpo.

– Es mejor que vender tu alma -contestó Maja secamente-. ¿No es eso lo que hacéis los artistas? Si hay algo que uno debe reservarse para sí mismo y ocultar ante los demás, es el alma, ¿no? El cuerpo no es más que una funda que vamos arrastrando a todas partes, no veo en él nada sagrado. ¿Por qué no repartirlo y mostrarse generosa si con ello ayudas a alguien? Pero el alma… eso de colgar o exhibir tus propios sueños y añoranzas, tu propia angustia, en una galería para que todo dios la contemple -y encima cobrar por ello-, a eso sí que llamo yo prostitución.

Eva se puso rígida. Por la boca le salía una pequeña zanahoria.

– No es exactamente así.

– ¿Ah, no? ¿No es lo que dicen todos los artistas? ¿Que tienes que optar por desnudarte completamente?

– ¿De dónde has sacado eso?

– Aunque soy puta, no soy una tonta. Eso es un malentendido muy extendido.

Se limpió con la servilleta las comisuras de los labios.

– También es un malentendido eso de que las putas son mujeres infelices que han perdido su autoestima; que hacen la calle muertas de frío con medias finas y que no reciben más sueldo que las palizas de algún chulo bruto que se pasa la mayor parte del tiempo tumbado, completamente borracho o drogado. Eso -dijo masticando el solomillo-, eso sólo forma una pequeña parte del negocio. Las putas que yo conozco son chicas inteligentes que trabajan duramente y que saben lo que quieren. ¿Sabes? -dijo con sinceridad-, a mí me gustan las putas. Son las chicas más majas que conozco.

Hizo señas al camarero para que les llenara los vasos. Eva se sentía ya ligeramente mareada.

– Yo no soy la más idónea para ese tipo de actividad -murmuró-. Dices que estoy demasiado delgada.

– ¡Qué va! Estás estupenda. Un poco diferente tal vez, una cosa rara. Pero lo que tienes entre las piernas, Eva, es una mina de oro. Allí es donde quieren llegar. Los hombres son muy directos, al menos los que me vienen a mí.

Por fin llegó el postre. Fresón helado y moras sobre salsa de vainilla caliente. Eva quitó las hojas verdes.

– Hierbas malas en el postre -farfulló-. No entiendo por qué. Por cierto, nunca he entendido a los hombres -prosiguió-. ¿Qué quieren realmente?

– Chicas alegres y rellenitas, con ganas de vivir. Y no hay muchas de ésas, te lo aseguro. En mi opinión, las mujeres tienen unos ideales completamente imposibles, no las entiendo. Es como si no les gustara pasárselo bien. El otro día ví la moda de otoño de París, en la tele, quiero decir, donde las modelos más famosas mostraban lo último de la moda. La Naomi Campbell, ¿sabes quién es?, aparecía en minifalda y se paseaba contoneándose sobre las piernas más delgadas que había visto en mi vida. Toda ella tenía pinta de ser de PVC. Cuando veo a esas chicas me pregunto si se sientan a cagar en el water como la gente normal y corriente.

Eva se tronchaba de risa, derramando salsa de vainilla por el mantel.

– No deberías tomarte a tí misma tan en serio -prosiguió Maja con insistencia-. Todos nos vamos a morir tarde o temprano. Dentro de cien años todo se habrá olvidado. Un poco de dinero podría arreglar muchas cosas. Sueñas con ser una gran pintora, ¿no?

– Lo soy -resopló Eva-. Lo que pasa es que nadie lo sabe.

Lloriqueó un poco, la borrachera estaba a punto de hacerle perder el control.

– Y además, estoy pedo.

– Joder, ya era hora. Ahora viene el café y el coñac. Y deja de lloriquear, ya es hora de que te hagas mayor.

– ¿Crees en Dios? -preguntó Eva.

– No seas tonta. -Maja se limpió la vainilla de la boca-. Pero salvo a la gente de la desesperación y realizo buenas acciones, así es como me gusta verlo. No todos los hombres encuentran una mujer. Una vez recibí a un joven cuya obsesión era cubrirse el cuerpo de anillos y perlas. Se los ponía en todas partes, en cada sitio imaginable del cuerpo, y brillaba y centelleaba como un árbol de navidad. Las chicas ya no lo querían.